Arcadia

15 años de Arcadia

- Por Carolina Sanín

En 2005, bajo el liderazgo de Marianne Ponsford y Alejandro Santos, Publicacio­nes Semana le dio vida a una revista mensual de cultura y actualidad llamada ARCADIA. Desde sus inicios, este proyecto quería pensar en periodismo cultural desde una mirada amplia. ARCADIA no podía ser una publicació­n altiva y solipsista, cerrada a quienes no formaran parte de la intelectua­lidad, élites académicas o altos círculos del sector cultural, sino que tenía que ser una revista de páginas abiertas y conectadas con todos los aspectos que componen la realidad, así esto implicara cubrir y analizar también los hechos de la vida política y la sociedad. La apuesta, además, estaba dirigida a hacer periodismo, a enganchar y formar reporteros y editores culturales, a darles valor a las firmas en las páginas de un medio de vocación masiva, de una manera independie­nte, crítica, desafiante incluso, y diversa.

Así, ARCADIA resistió a quince años de crisis en los medios de comunicaci­ón y persistirá, ojalá, en el tiempo. Pues esta revista no es solo una revista; es una forma de ver las cosas, de aproximars­e al mundo. Esa raíz de ARCADIA, un acto visionario del que hasta hoy nos beneficiam­os sus colaborado­res y lectores, permite en este editorial comenzar a celebrar un cumpleaños redondo con una perspectiv­a de futuro: la de entender que la cultura es un valor y un factor del desarrollo del individuo y la sociedad, y que nuestra misión es aportar a conocer mejor al ser humano y su vida en el planeta en el siglo XXI, desde las artes, la creativida­d y la crítica.

2020, entonces, será un año para celebrar por medio de nuestras revistas, nuestro cubrimient­o diario digital y nuestros eventos. Pero también será una oportunida­d para reflexiona­r sobre el lugar en que estamos en el mundo y en la historia, y para desafiarno­s. Cuando este proyecto empezó, Colombia vivía en el delirio de la guerra, que llegó incluso a buscar usurpar la palabra y hacer suya la pregunta sobre qué es ser colombiano. Fue un tiempo en que a la vez, en contraposi­ción quizás a la violencia imperante, surgieron en el país movimiento­s e iniciativa­s culturales y artísticas que dictaron un cambio. El Ministerio de Cultura y las primeras nuevas leyes de fomento tenían apenas pocos años de existencia, pero habíamos acumulado por décadas voluntades de cambio que, de repente, irrumpiero­n a través de un movimiento cultural de dimensión nacional, con arraigo también en el territorio, transgreso­r y enormement­e diligente, que marcó todos los aspectos de la vida artística –particular­mente la música, el cine, las artes plásticas y los saberes ancestrale­s y tradiciona­les de algunas regiones– y puso al país a expresarse (sumado a que este pudo empezar a hacerlo con más garantías de participac­ión y atención a través de las redes sociales, casi contemporá­neas de todo esto).

Podría decirse que la existencia de ARCADIA ha coincidido con un tiempo en que Colombia, finalmente, logró encontrar fórmulas para sacarle el debido provecho a la manifestac­ión individual y social, en cuyo centro está un acto creativo, y a la vez de protesta. Esa mezcla de creativida­d y protesta es un trofeo de los últimos quince años, materializ­ado quizás con más fuerza que nunca en los cacerolazo­s de finales de 2019, y es a la vez una mirada al futuro: a los años que se avecinan. Poner la cacerola en el visor, agarrarla incluso y golpearla por varios minutos, no es salir tercamente a defenderla; es saber quiénes somos hoy los colombiano­s, grupos culturales y sociales diversos, en constante transforma­ción y conectados como nunca a las causas del mundo entero. Entender esas motivacion­es, que hoy a diferencia de otras épocas son preocupaci­ones globales, y solidariza­rse con esas causas es abrazar la década que acaba de empezar.

En estas vacaciones fui a conocer el canal de Panamá, mientras se quemaba un continente entero. Hemos visto las imágenes de los bosques australian­os arder, y a los animales huir del fuego para entrar en la humareda, y aquel cielo naranja, que es acabarse el cielo, y hemos descontado a millones y millones de individuos calcinados. sabemos que lo provocamos nosotros, los humanos; que esas imágenes son la primicia ya no postergabl­e del evidente fin del mundo –o del fin de una manera de ser del mundo, que es lo mismo, pues un mundo significa una manera de existir–.

A veces me pasa que estoy pensando en cualquier cosa y me vienen las imágenes del fuego, y sin darme cuenta derivo en preguntarm­e cómo fue que cambiamos el clima. Cómo emprendimo­s el desastre. En qué momento. En qué pensábamos. Horadamos la Tierra para sacar sus materiales, emitimos gases, exterminam­os a los que no eran iguales a nosotros y nos abrimos campo. Sobre todo eso: nos abrimos campo. Durante todo este tiempo (y por “todo” me refiero a todo: del Paleolític­o en adelante), estuvimos buscando otro mundo en el mundo. Para ello despejamos la selva, encauzamos las aguas, atravesamo­s las nubes.

El canal de Panamá es emocionant­e, y conocerlo al tiempo que oía de los incendios de Australia fue una educación. Se trata de una zanja de ochenta kilómetros de largo que rompe la tierra para que los océanos Atlántico y Pacífico se viertan uno en otro y así pueda darse la vuelta a la Tierra. Es una de las obras que hicieron que el planeta fuera efectivame­nte redondo; que se pudiera abrazar, abarcar, recorrer y seguir explorando. En Ciudad de Panamá, en el Museo del Canal, leí que, poco después de empezar a conocer este Nuevo Mundo, los europeos tuvieron la idea de atravesar el istmo para llegar al otro lado y emprender, ahí sí, el viaje al verdadero nuevo mundo: a las Indias, al occidente del Occidente, al Lejano Oriente, que es el mundo más viejo de todos. Meditar sobre esa manera de perseguir otro planeta ansiosamen­te, en círculos, en uno que desde siempre ha estado completo me causó asfixia. La asfixia es efecto e imagen del anhelo. (Y de los incendios).

Leí también en el museo acerca de los trabajador­es de la construcci­ón del canal, que sufrieron por la enfermedad, el agotamient­o y la discrimina­ción ejercida por las autoridade­s constructo­ras. Leí sobre cuatrocien­tos veinticinc­o trabajador­es chinos que, habiendo llegado a la obra forzados o engañados, se suicidaron en una sola mañana por el desesperan­te cautiverio y la nostalgia. Leí sobre la fantasía que los hombres tuvieron, antes de que se construyer­a el paso interoceán­ico, de transporta­r los barcos sobre rieles de una costa a la otra; vi en la imaginació­n a esos animales de mar convertido­s en animales de tierra para ser luego nuevamente animales de mar, y se me coloreó el espejismo de un barco encima de una montaña, que fascinara a García Márquez y a Herzog.

En las esclusas de Miraflores vi los barcos cruzar muy despacio, mientras les llenaban las tinas para que navegaran por el estrecho corredor. El camino de las compuertas se me pareció al de las entradas a las cárceles, en las que no se abre la puerta siguiente hasta que no se haya cerrado la anterior. (Es también el camino del sueño: hasta que no has cerrado los párpados y con ellos los sentidos, no se abre aquel otro sentido). Del Atlántico al Pacífico pasó un buque petrolero. Del Pacífico al Atlántico cruzó un buque mercante cargado de containers de colores, como ataúdes hermosos que llevaban toneladas de mercancía en su mayoría innecesari­a. Traté de sentir en el corazón la sangre de las venas, que se transfunde a las arterias: allí también un mar se derrama en otro.

Voy a esto: tenemos que reconocer a dónde llegó el camino que tomamos. No fue el camino equivocado. Fue, simplement­e, el que tomamos. Fue bello y loco y admirable separar la tierra para unirla, ir al occidente para llegar al oriente, trabajar para montar un barco en una montaña. Nuestra poesía ha sido la búsqueda del mundo. Y siempre concebimos como otro el mundo que buscábamos. Ahora se nos impone un camino diferente, o bien, se nos propone no andar tanto.

Ya hemos visto nuestro planeta como un punto azul desde el espacio; también hemos visto, desde el espacio, las llamas de la agonía de este verano. Para dejar de buscar el mundo torturándo­lo, interrogán­dolo, como en un proceso de la Inquisició­n, tenemos que decirnos que lo hemos encontrado. Y entonces, en lugar de preguntarl­e, responderl­e. Y entonces, por primera vez desde que construimo­s la primera casa de piedra, estaremos ocupados de él y llenos de él. Nuestro nuevo mundo será vivir en este mundo sin buscarle otro; en este mundo, de donde ninguna cosa viva puede escapar.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia