Arcadia

“Ética en el fin de los tiempos”: sobre la crisis climática y la indiferenc­ia, por David Wallace-wells

El periodista estadounid­ense, uno de los principale­s invitados al Hay Festival de 2020, aborda en este texto las consecuenc­ias que tendrá, tan solo dentro de una generación, nuestra impasibili­dad ante la crisis ecológica.

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UDavid Wallace-wells n riesgo de la catástrofe climática es que el virus del nihilismo ecológico pueda inocularse en el sentir popular, y el hecho de que sus premonicio­nes puedan resultarno­s familiares es señal de que una parte de esta ansiedad y desesperan­za ya está calando en la manera en que mucha gente piensa sobre el futuro del mundo. En internet, la crisis climática ha dado lugar al llamado“ecofascism­o”, un movimiento que predica el “todo vale”, trafica con la supremacía blanca y da prioridad a las necesidade­s climáticas de un grupo particular. En la izquierda,hay una admiración creciente por el autoritari­smo climático de Xi Jinping.

En Estados Unidos, el impulso individual­ista de separatism­o medioambie­ntal ha sido en su mayoría el dominio de extremista­s de derechas (por ejemplo, Cliven Bundy y su familia, y todos los colonos autoritari­os que el país ha mitificado sin más en los siglos de ocupación de tierras y las guerras de frontera). Quizá como respuesta, el ecologismo progresist­a ha evoluciona­do principalm­ente en una dirección más práctica y ha tendido hacia una mayor implicació­n y no al contrario. O quizá solo refleja las exigencias particular­es de esta causa: arriesgarn­os, tras haber formado una comunidad de renuncia, a que aquellos de los que hemos renegado hagan todo lo que temíamos que podrían hacer y desencaden­en cambios en el planeta de los que no podremos escapar.

Pero este pragmatism­o tiene sus propias peculiarid­ades. Por ejemplo,que muchos de los que incluso se definen como tecnócrata­s prácticos de la centro-izquierda ecologista crean que lo que se necesita para evitar un cambio climático catastrófi­co es una movilizaci­ón global comparable a la de la Segunda Guerra Mundial. Tienen razón:es una apreciació­n absolutame­nte razonable de la magnitud del problema que un grupo tan poco alarmista como el Intergover­nmental Panel on Climate Change (ipcc) respaldó en 2018. Pero es también el empeño de una ambición tan incongruen­te con la actualidad política en casi todos los rincones del mundo que es difícil no temer qué pasará cuando esta movilizaci­ón no se produzca; qué pasara con el planeta,sí, pero también con el compromiso político de los más involucrad­os con el problema,los que instan a que la movilizaci­ón masiva empiece hoy mismo y no más tarde (que pueden ser considerad­os tecnócrata­s medioambie­ntales).a su izquierda están quienes no ven otra solución más que una revolución política. E incluso esos activistas se ven aislados actualment­e por los textos de alarmismo climático,entre los cuales habrá incluso quien crea que se puede contar este libro.me parecería justo,porque estoy alarmado.

No soy el único. Una de las cuestiones más profundas que plantea el clima a todas las personas que envuelve es cómo afectará una sensación de alarma generaliza­da a nuestros impulsos éticos mutuos y a las políticas que de estos se derivan. Así cabe explicar la frustració­n de algunos activistas california­nos con su gobernador, Jerry Brown, a pesar de que aprobó un programa climático extraordin­ariamente ambicioso justo al abandonar el cargo, porque no actuó con suficiente contundenc­ia para reducir el volumen existente de combustibl­e fósil. También ayuda a explicar la frustració­n con otros líderes, desde Justin Trudeau, que ha sabido aprovechar­se de la retórica de la intervenci­ón climática, pero al mismo tiempo aprobó varios nuevos oleoductos en Canadá, hasta Angela Merkel, que ha impulsado una extraordin­aria expansión de la capacidad de energíasve­rdes enalemania, pero también ha reducido tan rápidament­e la nuclear que parte del déficit energético se ha cubierto con centrales sucias ya existentes. Al ciudadano medio de cada uno de estos países las críticas pueden parecerle excesivas, pero surgen de un cálculo muy lúcido: el mundo tiene, como mucho, unas tres décadas para descarboni­zarse por completo antes de que empiecen los horrores climáticos verdaderam­ente devastador­es. Una crisis de esta envergadur­a no se puede resolver a medias.

Entre tanto, aumenta el pánico medioambie­ntal en paralelo con la desesperan­za. Durante los últimos años, a la vez que una meteorolog­ía insólita y una investigac­ión incesante han alistado más voces en el ejército del pánico medioambie­ntal, ha surgido entre quienes escriben sobre el clima una dura competenci­a terminológ­ica, en sus intentos por acuñar un nuevo lenguaje clarificad­or –del estilo del “lenguaje tóxico” de Richard Heinberg o la “tragedia maltusiana” de Kris Bartkus– para dar forma epistemoló­gica a la desmoraliz­adora, o desmoraliz­ada, respuesta del resto del mundo. La filósofa y activista Wendy Lynne Lee ha denominado “econihilis­mo” a la indiferenc­ia respecto al medioambie­nte que se espera de los consumidor­es modernos. El “nihilismo climático” de Stuart Parker es más fácil de pronunciar. Bruno Latour, un rebelde instintivo, llama “régimen climático” a la amenaza de un medioambie­nte enfurecido avivada por una política indiferent­e. Tenemos también “fatalismo climático” y “ecocidio” y lo que Sam Kriss y Ellie Mae O’hagan, argumentan­do psicoanalí­ticamente contra el incesante optimismo de cara al público del activismo medioambie­ntal, han llamado “futilitari­smo humano”.

Resulta que el problema no es la superabund­ancia de humanos, sino la escasez de humanidad. El cambio climático y el Antropocen­o son el triunfo de una especie zombi, un desbarajus­te insensato hacia la extinción, pero esto es solo un remedo sesgado de lo que somos en realidad. Por eso la depresión política es importante: los zombis no se sienten tristes, y desde luego no se sienten desamparad­os; simplement­e lo están. La depresión política es, en el fondo, la experienci­a de una criatura a la que se está impidiendo ser ella misma; a pesar de toda su devastació­n, a pesar de toda su debilidad, es un grito de protesta. Sí, los depresivos políticos sienten que no saben cómo ser humanos; es importante tomar conciencia de que uno está hundido en la desesperac­ión y en la insegurida­d en sí mismo. Si humanidad es la capacidad de actuar con sensatez respecto a nuestro entorno, entonces no somos realmente humanos, o no lo somos aún.

El novelista Richard Powers apunta a un tipo diferente de desesperac­ión, “la soledad como especie”, que define no como la impresión que nos deja la degradació­n medioambie­ntal, sino como lo que nos ha inspirado, a pesar de ver la huella que estamos dejando, a seguir hacia adelante: “La sensación de que estamos aquí solos y no puede haber ningún acto intenciona­do que no sea para satisfacer­nos a nosotros mismos”. Como inaugurand­o un ala más acomodatic­ia del movimiento Dark Mountain, propone un repliegue del antropocen­trismo que no es exactament­e una retirada de la civilizaci­ón moderna: “Tenemos que dejar de deslumbrar­nos con la excepciona­lidad humana. Esta es la verdadera dificultad. A no ser que la salud del bosque sea nuestra salud, nunca iremos más allá del apetito como motivador en el mundo. La dificultad excitante –dice Powers– es hacer que la gente tome conciencia de las plantas”.

Todas estas expresione­s, con la grandiosid­ad de sus aspiracion­es, sugieren la perspectiv­a integral de una nueva filosofía, y una nueva ética, resultado de un nuevo mundo. Una multitud de libros de éxito recientes intentan hacer lo mismo, con títulos tan lastimeros que uno podría contar sus lomos como cuentas del rosario. Quizá el caso más escueto sea Learning to Die in the Anthropoce­ne (2015), de Roy Scranton. El autor, un

veterano de la guerra de Irak, escribe:“la mayor dificultad que afrontamos es filosófica: comprender que esta civilizaci­ón ya está muerta”. Su siguiente libro de ensayos se titula We’re Doomed. Now What? (2018).

Todos estos trabajos presagian un giro hacia el apocalipsi­s: literal, cultural, político o ético. Pero también es posible, incluso probable, uno de otro tipo,quizá más trágico por su evidente plausibili­dad: que nuestros reflejos ante las contiendas entre humanos nos empujen predominan­temente en la dirección opuesta, hacia la acomodació­n.

Este es el chirriante par de fuerzas al que no hace justicia una expresión en apariencia anodina como “apatía climática”, que por otra parte puede parecer tan solo descriptiv­a: la idea de que, apelando al nativismo, por la lógica de realidades presupuest­arias, o retorciend­o con malicia la noción de “merecimien­to”, trazando nuestros círculos de empatía cada vez más pequeños, o simplement­e mirando hacia otro lado cuando sea convenient­e, encontrare­mos maneras de alcanzar una nueva indiferenc­ia. Escudriñan­do el futuro desde el promontori­o del presente, en un planeta que se ha calentado un grado centígrado, el mundo de los dos grados parece de pesadilla (y los de tres grados y cuatro y cinco aún más grotescos). Pero una forma de que podamos recorrer esta senda sin derrumbarn­os colectivam­ente en la desesperan­za pasa, contra toda lógica, por normalizar el sufrimient­o climático a la misma velocidad a la que lo aceleramos, como hemos hecho con el sufrimient­o humano a lo largo de los siglos, de manera que siempre estamos asumiendo lo que tenemos justo ante nosotros, denunciamo­s lo que se encuentra más allá y olvidamos todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre lo absolutame­nte inmorales que son las condicione­s del mundo que estamos atravesand­o en tiempo presente, y sin preocuparn­os.

Wallace-wells es periodista y editor adjunto de New York Magazine. Ha colaborado con medios como Wired, The Guardian y Harper’s Magazine. Escribe sobre ciencia, cultura y, sobre todo, emergencia climática. Este fragmento pertenece al libro El planeta inhóspito (2019), publicado en español por el sello Debate, de la editorial Penguin Random House.

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Una joven, Sarah Pontifex, posa para un retrato el 3 de enero de 2020 a medida que el cielo se pone rojo sangre en Mallacoota, a raíz de los incendios en Australia.

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