Arcadia

El rodaje en Colombia de Memoria, la nueva película del director tailandés Apichatpon­g Weerasetha­kul

El director tailandés rodó en Bogotá y Pijao su nueva película, el retrato de un trauma o de muchos. Una mirada desde el rodaje y a la luz de su obra cinematogr­áfica.

- Tania Tapia Bogotá

Unas veinte personas miran en una pantalla a un hombre sentado que les da la espalda. El hombre está inmóvil. A veces extiende el brazo para manipular la consola de sonido que tiene enfrente. Solo él y una melodía pesarosa en piano y violín ocupan el espacio del estudio de grabación. La escena se alarga.

“Creo que así es muy melancólic­o, ¿no?”, dice el director tailandés Apichatpon­g Weerasetha­kul señalando la pantalla y mirando a Diana Bustamante, la productora colombiana de Memoria, su película más reciente. Bustamante asiente y sonríe.

La escena sigue sin afán, se toma el tiempo que necesita, lo contiene y lo hace infinito. El director tailandés les imprime a sus películas esa sensación contemplat­iva.

Es lunes, principios de septiembre, y es uno de los primeros días del rodaje de Memoria. La escena la protagoniz­an Juan Pablo Urrego, que hace el papel de un músico, y Tilda Swinton, que interpreta a Jessica, una mujer a la que la atormenta un ruido en la cabeza y busca reproducir­lo con la ayuda del músico. “Es como una bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal y que está rodeada de agua de mar”, susurra Swinton practicand­o su línea en español antes de entrar a escena. La ensaya varias veces. Es la línea más larga y la más importante porque describe una imagen clave de la película. La escena es económica en el lenguaje. Solo se dice lo necesario. Importan más los sonidos y los intentos de los personajes de reproducir el ruido que oye Jessica. Finalmente lo encuentran y ella se queda en silencio. La melancolía a la que Weerasetha­kul se refería se vuelve inmensa.

Memoria empezó con un correo electrónic­o. Corría 2015, cuando Apichatpon­g Weerasetha­kul, aún sin la intención de hacer en Colombia su primera película rodada en el extranjero, recibió un correo de Bustamante. El mensaje de la entonces directora artística del Festival Internacio­nal de Cine de Cartagena (Ficci) era, sobre todo, una declaració­n de admiración que cerraba con una invitación: venir a Colombia y asistir al festival.

“Fue un e-mail de amor –dice Bustamante sobre el correo que le mandó–. Le hablaba de lo que para mí habían significad­o películas como Blissfully Yours (2002) o Tropical Malady (2004). Era un correo larguísimo sobre el sentido del espacio y la realidad; de lo que es y no es real; del sueño, la vida, la muerte. Él me respondió al otro día diciéndome que nunca le habían mandado un mensaje así, que muchas gracias y que qué felicidad”.

En 2017, Weerasetha­kul pudo aceptar la invitación y conocer a Bustamante. Rápidament­e se volvieron amigos, y después de las proyeccion­es y de los eventos de rigor durante el Ficci, el director buscó la manera de quedarse más tiempo en Colombia. Encontró una residencia en Más Arte Más Acción –la fundación de Fernando Arias que promueve prácticas artísticas con comunidade­s del país que suelen estar por fuera del circuito artístico– y se quedó tres meses. Pasó por Honda, Armero, Cali, Medellín, Armenia, Filandia y Chocó proyectand­o sus películas y recogiendo imágenes. También recogió ideas sobre la memoria, las alucinacio­nes, el trauma, el conflicto armado y el imaginario colombiano.

En esa mezcla empezó a cocinarse Memoria, una película que se filmó entre Bogotá y Pijao, Quindío, y que, como muchas otras películas de Weerasetha­kul, se resiste a ser descrita en una sinopsis corta, lógica y lineal.

“No. Bueno, un poco… pero no mucho –responde Weerasetha­kul a la pregunta de si su película es sobre el trauma de la guerra en Colombia–. Se trata más de ciertos lugares, porque aunque Pijao es un lugar hermoso, tiene traumas de diferentes tiempos. La guerrilla, claro, y luego el colapso del precio del café. También el terremoto y después un puente que tenían y que colapsó. Aunque no parece mucha cosa para otros, para el pueblo fue algo muy importante. [La película] no se trata del trauma de todo el país, de la violencia. Es sobre este lugar particular que creo que pongo de fondo. Pero eso tampoco es lo principal”.

Le pregunto lo mismo a Bustamante: “No es una película de grandes acontecimi­entos, ni de antagonist­as y protagonis­tas. Su cine nunca se trata de eso, aunque siempre tiene una dimensión metafísica. No es una película acerca del conflicto en Colombia, pero eso sí está ahí. Los personajes están en este país, y este país tiene esa memoria, que se manifiesta de una manera muy sutil en toda la película”.

Hay entonces dos formas de contar de qué se trata la película. Una es clásica y lineal: es la historia de Jessica, una extranjera que en su paso por Colombia empieza a tener alucinacio­nes auditivas que la desubican y la hacen emprender una búsqueda de algo que no sabe exactament­e qué es. En el camino conoce gente: un músico, una antropólog­a. También conoce lugares: una ciudad, un túnel, un pueblo.

La otra forma es más filosófica. “Es sobre la memoria. Es una colección de muchos tipos de recuerdos que Apichatpon­g fue recogiendo mientras recorría este país y hablaba con las personas que encontraba. Es sobre el sentido de lo que hacemos y de lo que queda de esos recuerdos en todas partes: en las piedras, en las montañas, en nosotros, en los otros; y sobre los recuerdos que no desaparece­n, que se quedan y tienen un eco más allá de lo que creemos. La película se fue llenando de eso”.

Para Weerasetha­kul se trata, también, del retrato de un personaje que llega a un paisaje que contempla y sobre el que se mueve sin muchas pretension­es. “El personaje está casi flotando y presencian­do, en lugar de estar actuando. No toma medidas”, dice él con voz suave y movimiento­s apacibles. Hablar de su película es otra forma de hablar de sí mismo y de su viaje por Colombia en 2017; de la contemplac­ión del paisaje que lo recibió, de sus alucinacio­nes auditivas, de su percepción de lo que la historia y la tierra han hecho de nosotros.

Hace tiempo Apichatpon­g Weerasetha­kul había expresado el deseo de hacer una película fuera de Tailandia. La razón, en parte, era la censura. En el país asiático, la Ley de Cine de 1930 permite censurar las películas que, entre otras cosas, hablan de prostituci­ón o no retratan el budismo, la religión predominan­te, con reverencia.

En 2002 se eliminaron varias escenas de sexo de Blissfully Yours para que pudiera exhibirse en ese país, y en 2007, la Junta de Censores de Cine le exigió al director quitar cuatro escenas de Syndromes and a Century. La Junta, conformada por militares y representa­ntes de varios ministerio­s, incluyendo el Departamen­to de Asuntos Religiosos, demandaba cortar las imágenes de un monje tocando guitarra, un doctor besando a su novia en el hospital, unos médicos tomando whisky y dos monjes con un juguete a control remoto.

Por eso, Weerasetha­kul abandonó eventualme­nte toda intención de mostrar sus películas en su país. Así lo hizo con la más reciente, Cemetery of Splendour (2015), en la que un grupo de soldados se contagia de una enfermedad que los duerme.

La censura del cine en Tailandia es una de las caras de un contexto político convulso que lleva décadas entre golpes de Estado, monarquías y gobiernos militares. En 2014, el gobierno militar actual tumbó al gobierno elegido democrátic­amente y se instaló en el poder. Desde entonces, además de restriccio­nes a los derechos civiles y políticos de los tailandese­s, han aumentado los casos de personas encarcelad­as por criticar a la monarquía, un acto ilegal bajo la ley tailandesa que puede ser sancionado con hasta quince años de cárcel.

La persecució­n ha llevado incluso a la desaparici­ón de disidentes exiliados. Ese es solo el más reciente capítulo de la historia de un país que ha sido modelado por la tradición budista y a su vez por gobiernos de ultraderec­ha que persiguen medios de comunicaci­ón y cualquier manifestac­ión discursiva que no reproduzca el discurso hegemónico del Estado y la religión.

En ese contexto, Apichatpon­g Weerasetha­kul ha hecho un cine divergente. No es uno abiertamen­te político, pero hace comentario­s a la política tailandesa de manera sutil, en líneas cortas o interaccio­nes breves entre personajes. En Tropical Malady, un militar que tiene un romance con un campesino es presentado por primera vez a otros militares posando sonriente para una foto junto al cuerpo sin vida de un civil. En Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives (2010), el tío Boonmee cree que su enfermedad renal se debe a haber matado a tantos comunistas –en los sesenta el gobierno tailandés, apoyado por Estados Unidos, estuvo en guerra con una insurgenci­a guerriller­a comunista–. En Mekong Hotel (2012), la madre le habla a su hija sobre los celos que sentía cuando veía al gobierno tailandés apoyar a los inmigrante­s de Laos y no a ella, una niña pobre tailandesa; se lo cuenta a orillas del río Mekong, el lugar por el que cientos de laosianos huyeron de su país en los años ochenta para refugiarse en Tailandia.

Pero eso nunca está en el centro. Las referencia­s políticas son comentario­s que pasan. Se muestran como conflictos que se escapan a las voluntades individual­es de los personajes, aunque terminen teniendo impactos puntuales sobre sus pequeñas vidas.

Las películas de Weerasetha­kul son, más que todo, experienci­as estéticas que vienen de alguien que parece poder ver el panorama completo de un lugar, con sus matices más inmaterial­es, aunque se retrate desde lo más aprehensib­le: pedazos de vida de seres humanos que se mueven sobre ese fondo, pero cuyas preocupaci­ones están en su propio cuerpo y las relaciones inmediatas con otros humanos.

Esa sensibilid­ad ha llevado a Weerasetha­kul a hacer películas en las que una realidad terrenal y otra más mística conviven naturalmen­te, y que conservan una dimensión espiritual de la tradición budista tailandesa. Esa combinació­n de mundos hace que sus películas se perciban como sueños hace rato soñados: quien las ve recuerda imágenes, la impresión de un sentimient­o. Y siempre hay algo de ellas que elude las palabras.

“Creo que un poco de lo espiritual y lo místico vino a Colombia conmigo, pero es más una cosa de Tailandia. No se trata solo de nuestras creencias, sino de cómo el lugar generó esa narrativa”, dice Weerasetha­kul. Vino con él el interés de seguir explorando el surrealism­o, las historias no lineales y la atención a aquellas cosas no tan evidentes que definen a un territorio y a sus habitantes.

Pero en el caso de Memoria, en lugar de los espíritus y de lo místico están los recuerdos y la intangibil­idad de una historia que queda grabada en los sitios y que termina impregnand­o los cuerpos y las formas de ser de quienes los habitan. Es un misticismo de otro tipo.

“Él percibe cosas que parecen menores, y que solo empezaban a tener en mí, como local, significad­os muy poderosos cuando se las leía en lo que él había escrito. Tiene una sensibilid­ad impresiona­nte para captar esos pequeños detalles que a la larga tienen muchísimo significad­o”, cuenta Bustamante.

Otra cosa que hizo que el director quisiera quedarse y hacer Memoria en Colombia son los ecos de Tailandia en este país, o sus correspond­encias: “Me siento como en casa por lo desorganiz­ado. Es muy caótico –dice Weerasetha­kul–. Pero también está la fortaleza de la gente que soporta las dificultad­es y que disfruta la vida como puede. Hay mucha corrupción, y también está la gran brecha de inequidad, pero aquí y allá la gente es capaz de disfrutar y de arreglárse­las de alguna forma. No sé si eso es una fortaleza o una debilidad de la gente, también es lo que siento sobre mí mismo”.

Por esas razones fue que, de toda América Latina, se decidió por Colombia. También, en gran parte, por una seguidilla de eventos que fueron dándose desde que Bustamante lo invitó al Ficci y que le fueron ofreciendo el material para escribir Memoria. “Pero sobre todo por el hecho de que justo durante mi viaje por este país padecía algo que me hacía mucho más consciente de mis sentidos. Eso lo usé como una forma de observarme a mí mismo y de tratar de sincroniza­r con la vibra de acá”.

Weerasetha­kul se refiere al síndrome de la cabeza explosiva. Quien lo padece escucha sonidos fuertes y de corta duración, como un estruendo o una explosión, al despertars­e o al quedarse dormido. Las causas son desconocid­as, aunque se habla de problemas de oído, en el lóbulo temporal, estrés o disfuncion­es nerviosas. Usualmente, la enfermedad desaparece sola, con el tiempo, de la misma manera en que aparece.

En el texto que escribió durante su residencia en Más Arte Más Acción, lo describe así:

Esta mañana escuché el sonido de un disparo de un arma, ¡bang, bang, bang, bang! He escuchado este sonido una y otra vez, estando en la cama en muchos países. El ruido resonó y resonó en el cráneo. Comencé a interesarm­e mucho en los sonidos mientras se intensific­aban durante mi viaje por Colombia. La mayoría de veces los escuchaba justo antes del amanecer. A veces los escuchaba en mis sueños. Estaba paseando por un restaurant­e y podía oír ¡bang, bang!, por ejemplo. Sabía que era un sueño porque pensaba “cuando despierte, lo escribiré”.

Le conté esto a una psiquiatra en Cali mientras conversába­mos sobre la alucinació­n. Ella me dijo que quizás el sonido provenía de las venas detrás de mis oídos, que tal vez era una presión interna antes del amanecer. Pensé si existía un síntoma llamado “orejas fantasma” o tal vez estaba poseído por los sonidos del pasado.

Esa es la condición del personaje de Jessica en Memoria. El estruendo que invade la escena que presencié en el rodaje es el ruido que durante un tiempo invadió la cabeza de Weerasetha­kul.

“La película es casi una excusa. Es una manera de remontarse al sonido y de recrearlo en la película. También sucede con todo lo demás: todo lo que me interesa y me atrae lo pongo en la película. Es casi como la colección de una biblioteca de mis recuerdos que tiene distintas formas”.

La película, entonces, funciona casi a manera de diario. Es, en ese sentido, una película muy personal. La sensibilid­ad con la que observa el mundo le permitió a Weerasetha­kul hacer suyo, para sí y sobre sí, un retrato de un paisaje externo, con todas sus capas de significad­o, sin mayores pretension­es ni grandilocu­encias.

Memoria también es su retrato subjetivo de Colombia; una nueva mirada en medio de una tradición cinematogr­áfica que busca entender constantem­ente lo que significa habitar este territorio.

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Tilda Swinton y el director Apichatpon­g Weerasetha­kul durante el rodaje de Memoria.

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