Arcadia

RETÓRICA FEMINISTA (I)

- Por Mario Jursich

En el prólogo a la nueva edición de Catalina, publicada por Alfaguara en septiembre de 2019, la escritora Pilar Quintana acuñó una pregunta que se ha convertido en una especie de latiguillo para el feminismo: “¿Por qué nadie me habló de Elisa Mújica?”.“¿por qué, si fue una de las escritoras

colombiana­s más destacadas del siglo xx, yo, escritora colombiana nacida en el siglo

xx, nunca antes la había oído mencionar?”. Nada más aquí en ARCADIA la han utilizado, entre otros, el crítico Camilo Hoyos y la novelista Gloria Susana Esquivel para autorrespo­nderse, como era previsible:“por el machismo literario”.

Aunque la respuesta anterior a esa pregunta retórica es un dogma de fe, algo tan evidente y obvio que ni siquiera necesitamo­s discutirlo, yo pienso por el contrario que, aparte de fácil, se trata de una contestaci­ón en extremo problemáti­ca y que además desnuda las encrucijad­as en que están las y los escritores colombiano­s interesado­s en una reconfigur­ación del canon.

Desde que Lucía Luque publicó en 1954 la primera bibliograf­ía sobre literatura femenina en Colombia –un catálogo con cerca de sesenta nombres–, la erudición académica ha conseguido ampliar considerab­lemente nuestro conocimien­to del pasado, de tal forma que a estas alturas es imposible alegar, como sugiere con esforzado lirismo Gloria Susana Esquivel, que “hallar libros escritos por otras mujeres colombiana­s se asemeja a la difícil labor de recoger escasos claveles que lograron germinar en el desierto”.

Es más bien al contrario: a la fecha disponemos de un corpus de literatura escrita por mujeres bastante amplio, en ediciones impresas, digitales o en línea, que no solo permiten formarnos una idea más compleja de nuestro pasado, sino que demuestran que la pregunta del principio revela ante todo falta de curiosidad y narcisismo. Si Quintana, Hoyos y Esquivel no habían oído hablar de Elisa Mújica –o de cualquier otra escritora– es porque tal vez han estado absortos en sus burbujas mentales, ajenos por completo a lo mucho que ha pasado –y sigue pasando– en el universo de los rescates bibliográf­icos, no porque exista una conspiraci­ón en las sombras para borrar de la historia a las literatas colombiana­s.

Darle la espalda a tan ingente producción académica es la causa de que se sigan repitiendo lugares comunes prestigios­os que explican muy poco y encima distorsion­an los hechos. Sin duda que el machismo, la misoginia y los complejos dispositiv­os de tutela y vigilancia contribuye­ron a “invisibili­zar”, como se dice ahora, el trabajo intelectua­l de por ejemplo las mujeres colaborado­ras de la revista decimonóni­ca El Mosaico. Lo interesant­e, no obstante, es que esos intentos de represión, de silenciami­ento, de pordebajeo, a menudo tuvieron respuestas extraordin­arias, como cuando José María Vergara quiso censurarle a Agripina Samper que leyera las novelas de George

Sand y fue fulminado con un sopapo tan inteligent­e que pudiéramos considerar esa carta uno de los documentos fundaciona­les del activismo feminista en el país.

En el mismo sentido, sugerir que “el machismo” es el responsabl­e de que la obra de Mújica no se haya reeditado es desconocer, acaso de mala fe, que mientras estuvo viva los más reconocido­s críticos hombres del país reseñaron de forma laudatoria su narrativa, y que luego de su muerte esa tendencia no ha cesado. ¿Podemos sostener que “el patriarcad­o la silenció” cuando sobre ella escribiero­n, entre otros, Ernesto Volkening, Hernando Téllez, Eduardo Carranza, Eduardo Zalamea Borda, Eduardo Camacho Guizado, Jorge Gaitán Durán, Próspero Morales Pradilla, Álvaro Pachón de la Torre, Agustín Rodríguez Garavito, Juan Gustavo Cobo Borda, Policarpo Varón, Ariel Castillo Mier y Óscar Torres Duque?

Este desconocim­iento de las investigac­iones académicas y de lo que la crítica ha dicho sobre la literatura femenina en el país no es tan preocupant­e, con todo, como las implicacio­nes escondidas de la pregunta de Quintana, Hoyos y Esquivel. Pedir que “alguien nos cuente” lo que debemos leer de literatura femenina en Colombia equivale a subcontrat­ar la reconstruc­ción del canon. Significa que delegamos en unos terceros innominado­s esa tarea, mientras nosotros asumimos una pasividad que está en abierta contradicc­ión con nuestras peticiones públicas.

En el prólogo de Catalina, Quintana insiste, como es obvio, en ese indiscutid­o lugar común de que “las escritoras colombiana­s contemporá­neas han tenido pocas posibilida­des de leer a sus precursora­s”. Me parece que, a la luz de lo dicho, resulta evidente la fragilidad del enunciado. Los libros existen y están ahí para quien quiera consultarl­os, pero es un hecho que prácticame­nte ninguna escritora del país –insisto: escritora, no académica– se ha mostrado interesada en releer lo que hicieron ya no digamos autoras secretas del siglo XIX como Silveria Espinosa, sino sus colegas de hace una o dos generacion­es: María Fornaguera, Helena Iriarte, Marta Traba, Rocíovélez…

Por supuesto, ningún escritor, ni hombre ni mujer, ni de Colombia ni de otro lado, está obligado a escribir sobre los autores que los precediero­n, pero esa insistenci­a pública en que se haga un trabajo que las escritoras no quieren practicar ellas mismas demuestra que el reclamo es puramente oficioso. Más que enriquecer el canon de la literatura colombiana, lo que se quiere es disfrutar de los beneficios de impugnarlo.

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