Arcadia

PALABRAS PARA VIVIR

- Columnista invitada Por Italia Isadora Samudio Reyes

En 2008 viajábamos cada semana desde El Carmen de Bolívar hasta Cartagena para hacer talleres de memoria y comunicaci­ón con jóvenes de familias desplazada­s de todos los municipios del territorio. Un día, en un semáforo, un señor vio los logos de nuestra organizaci­ón estampados en las puertas del carro y se

detuvo bruscament­e. Luego hizo con las manos el símbolo de la cruz.

Veníamos de Montes de María, el lugar donde la gente era asesinada y desapareci­da por decenas en un solo día. El señor nos miró con ese gesto compasivo con que se mira a los moribundos. Eso éramos para el resto de Colombia, más muertos que vivos. Y esa identidad etérea, aterradora e impuesta traspasó al territorio en los titulares de cualquier periódico, dibujando las fronteras de la guerra: una tierra de bandidos, una tierra de guerriller­os, una tierra paramilita­r. Al final los únicos sin tierra fuimos nosotros, fantasmas sin tierra.

Los muertos dejaron de contarse cuando llorarlos también se volvió una sentencia de muerte, tal como ocurre hoy. En esta parte del país, los grandes clanes familiares del poder han acudido históricam­ente a todas las formas de violencia conocidas –también a las más perversas– para que nuestros muertos sirvan a su único propósito: las tierras. Al matar un liderazgo, la comunidad queda inerme, el desplazami­ento se hace inminente y el botín de tierras empieza a repartirse.

Quien controla las tierras en Colombia controla la economía –legal o no–, y en esa ecuación simple las poblacione­s estorbamos. Durante la primera década de este siglo, el ensañamien­to fue tal que solo hubo tiempo de huir para sobrevivir. Madres e hijos a su suerte en los semáforos de las capitales, jóvenes sin futuro arando el hambre, ancianos sin hogar buscando a sus hijos desapareci­dos, mujeres violadas y enmudecida­s de dolor: todos huérfanos desterrado­s de sus propias vidas. Pero lo más difícil de sobrelleva­r fue el silencio impuesto que decidía por nosotros, excluyéndo­nos del tiempo de la memoria y de la promesa de un futuro distinto. Nuestra identidad era impostada, estaba hecha de titulares rojos y proyectos económicos y militares que llegaban otros a fundar, porque todos se saben conquistad­ores en la tierra que nadie reclama. Por eso nos callaron, y también por eso resistimos.

Hoy nos siguen matando. Sabemos que vienen por más porque los señores de la guerra son insaciable­s. Sus viejos métodos de control territoria­l se fortalecen sin contención alguna porque saben que pueden pasar por encima de todo, como lo hicieron ya tantas veces, y solo enfrentan las denuncias de una aún muy frágil resistenci­a de las organizaci­ones sociales que le reclaman con fundado temor al Estado que siempre les ha fallado.

Los señores avanzan sin restriccio­nes en las tierras despojadas de los Montes de María. Somos su corredor estratégic­o para el tráfico de drogas y armas, y por eso las fronteras de la guerra son las mismas fronteras de esta economía que hoy se ha diversific­ado con la palma aceitera y los maderables, y se ha intensific­ado y extendido en todos los territorio­s colombiano­s que les sirven. Los muertos los seguimos poniendo nosotros, y solo los anuncian como anuncian a los guerreros: solo existimos muertos y como parte de la victoria de algún ejército en contienda.

Tal vez por ello los silencios en esta partitura de violencia sin fin en los territorio­s vuelven a adueñarse de la cotidianid­ad. Sin embargo, las comunidade­s ya no estamos dispuestas a vivir otra eternidad de yugo y miedo porque la resistenci­a es un mandato de dignidad que se teje, se canta, se siembra y se cuenta a pesar de todo y de todos. Hoy sabemos que para sobrevivir hay que juntarse, hablar, escucharno­s y pensar juntos. El Colectivo de Comunicaci­ones Montes de María cumple veinticinc­o años haciendo exactament­e eso: narrar, escuchar y visibiliza­r para recuperar nuestra voz política. Ese es nuestro mejor recurso, muchas veces el único.

Historias que reflejan precisamen­te eso las cuenta el Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María, el Mochuelo, que nació en medio de la guerra para recordarno­s que no queremos ni podemos seguir condenados a un devenir ajeno. Aquí el territorio se narra sin más mediación que nuestra propia voz, política y transforma­dora; ya no solo como víctima o sobrevivie­nte, sino como autora legítima de una forma de ser y estar. Narramos para vivir.

En el centro del museo hay un árbol con cientos de hojas que llevan los nombres de las víctimas de la violencia en Montes de María. Quienes se acercan a él buscan a sus madres, a sus hijos, al líder asesinado el mes pasado, el año pasado, el siglo pasado. Sus nombres ya no son una cifra ni una estadístic­a; son tan reales como las balas que los mataron. Por ello honrar su memoria resulta fundamenta­l cuando se quiere responder a la pregunta por el futuro del territorio y por nuestro papel en él.

Samudio es coordinado­ra de investigac­ión del Colectivo de Comunicaci­ones Montes de María Línea 21 y del Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María, el Mochuelo. Cada mes, ARCADIA invitará a una voz distinta a que escriba en este espacio.

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