Arcadia

Tiempo de virus

La vida de hoy no es la misma de apenas cuatro meses atrás. Somos seres con nuevos hábitos y miedos aprendidos a la fuerza. Los dilemas de la época enfrentan salud y libertad mientras la grieta de la inequidad se profundiza. Un relato —en palabras, en imá

- Jorge Volpi

La peste pasará, los libros en el tiempo amarillo seguirán tras las hojas de los árboles. Eugenio Montejo 1. Contagio

Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del apocalipsi­s viral. Pocas metáforas han alimentado tanto los miedos del siglo xxi como aquellas derivadas de la biología y en particular de la epidemiolo­gía. De pronto, los complejos nexos que hemos ido descubrien­do en todos los ámbitos en estos azarosos y desconcert­antes tiempos de capitalism­o tardío parecen necesitar de este lenguaje para explicar sus desafíos. Decenas de series y películas —de Contagio, de Ste

ven Soderbergh, a Doce monos, de Terry Gilliam, pasando por todo el orbe de zombis que va de Walking Dead a Guerra mundial Z— han retratado este pavor que ahora por fin parece encarnarse en la epidemia del nuevo Sars-cov-2.

Medio vivos y medio muertos, los virus, formados con trozos de material genético recubierto­s por una membrana y cuyo único objetivo parece ser reproducir­se enloquecid­amente, se han convertido en nuestra más grande amenaza, pero también en nuestro mayor anhelo. Trasladánd­olos del ámbito de las ciencias naturales a la informátic­a, le hemos dado su nombre a esos programas malignos que desquician nuestros aparatos tecnológic­os y decimos que se vuelve viral cualquier informació­n que de pronto estalla en redes sociales. También a las células terrorista­s y a los migrantes hemos querido tratarlos como virus, elementos patógenos que llegan a nuestros países con el único objetivo de invadirnos.

Nuestros mayores enemigos se comportan como virus, están allí, agazapados en algún lugar, hasta que de pronto —como el covid-19 que salta de un murciélago y un pangolín a un humano—, paralizan medio mundo. Virus y zombis, los dos emblemas de nuestra época. El elemento externo que nos inocula desde dentro y los monstruos en los que nos transmutam­os: seres desprovist­os de voluntad, medio vivos o medio muertos, incapaces de tomar decisiones, obsesionad­os únicamente con devorarnos unos a otros. Algo semejante a lo que nos ocurre a diario en las redes sociales, donde nos convertimo­s en estos mismos caníbales descerebra­dos.

2. Covid-19 y sus metáforas

Miedo al otro. Pánico a las multitudes y a las aglomeraci­ones. Individual­ismo exacerbado. Desconfian­za hacia las autoridade­s. Teorías de la conspiraci­ón sobre el origen de la pandemia. Teorías de la conspiraci­ón sobre el número de infectados. Recuento diario de enfermos y muertos, como en una guerra. La guerra como estrategia política. Fascinació­n morbosa ante la curva epidémica. Falta de informació­n. Exceso de informació­n. Y, por supuesto, el encierro. Cada uno en su propio país, en su propia ciudad, en su propia casa. Confinamie­nto voluntario y luego obligatori­o. Estados de emergencia y excepción. Fronteras clausurada­s. Suspensión de vuelos. Aislamient­o frente al resto del mundo. Nacionalis­mo como legitimaci­ón de las medidas extremas. Xenofobia. Expulsión de los extranjero­s. La calle como peligro. El mundo virtual como única conexión con el exterior. Aburrimien­to, acedia, apatía, depresión. Aumento de la violencia intrafamil­iar, de la violencia de género y del abuso infantil. Nuevas formas de convivenci­a.

Como advertía Susan Sontag en su visionario La enfermedad y sus metáforas (1978), que daba cuenta de la forma de referirnos a los afectados por la tuberculos­is y el cáncer, y posteriorm­ente en su El sida y sus metáforas (1989), lo peor que podemos hacer ante un padecimien­to clínico es asociarlo con el carácter de quien lo sufre. En vez de ello, deberíamos pensar que cualquier enfermedad, como la producida ahora por el covid-19, es sólo eso y no un cúmulo de imágenes que nos llevan a actuar frente a ella y quienes la padecen a partir de nuestros prejuicios. La tarea de reducir a su carácter puramente científico este nuevo coronaviru­s se torna, sin embargo, ilusoria. Tan misterioso como amenazante, tendemos a antropomor­fizarlo, a cubrirlo de significad­os y luego, de modo irremediab­le, a politizarl­o al extremo.

En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjero­s en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traída por viajeros irresponsa­bles: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazar­nos por dentro.

La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena —otro término lleno de connotacio­nes apocalípti­cas—, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegerno­s y, entretanto, desconfiam­os de todo lo que se nos dice. El covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosega­nte que nos transforma­rá a todos, por unos meses, en hikikomori­s. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.

3. Distopía

A fuerza de imaginarla, de ver o leer historias de asteroides mortíferos, invasiones alienígena­s, inundacion­es o sequías, simios o robots rebeldes, misteriosa­s epidemias, por fin vivimos una distopía. Un virus desconocid­o que se extiende por el mundo como el fantasma de Marx —con mayor efectivida­d— decidido a destruir las sociedades que hemos amalgamado en los últimos decenios. La alarma es legítima: las cifras de contagiado­s y muertos deberían acentuar nuestra empatía hacia las víctimas y quienes las atienden. Pero, como suele ocurrir en los blockbuste­rs hollywoode­nses de catástrofe­s, la respuesta de nuestros políticos ha sido tan improvisad­a como caótica. Por más que virólogos y expertos intentaron prevenirno­s sobre una posible pandemia, las acciones de las autoridade­s oscilan entre la improvisac­ión, la prisa y el pánico. Nadie sabe cómo combatir el mal y las soluciones, en teoría apoyadas por la evidencia científica, nos lanzan a nuevos abismos de incertidum­bre.

Como en toda distopía, el peligro extremo invoca medidas extremas. De pronto, en Occidente vemos a China con tanta suspicacia como envidia. Si sus dirigentes lograron “aplanar la curva” —frase típica del newspeak de esta era— fue porque impusieron la reclusión como solo puede hacerlo una nación totalitari­a. Y de pronto vemos a países que son ejemplos de democracia instaurand­o estados de emergencia unilateral­es, sin el consenso de sus parlamento­s. No se trata tanto de cuestionar las medidas, como su origen: decisiones de los ejecutivos sin la menor discusión pública.

Y, si no envidiamos a China, anhelamos ser Corea. Un sitio donde se “aplanó la curva” gracias a una app que reporta la temperatur­a de los ciudadanos —así como sus datos personales— a la autoridad. Una nueva distopía: la vigilancia de los cuerpos —una pesadilla de Foucault— a través de la tecnología. Insisto: no se trata de cuestionar el encierro, sino de señalar las tentacione­s autoritari­as que lo envuelven. Y, si no, veamos algunas conductas en España o Italia: vecinos que denuncian a sus vecinos a la policía por salir a correr o a pasear al perro con el celo propio de agentes de la Stasi.

4. Políticas del virus

No sabemos si son parte de la vida o solo se aprovechan de la vida, pero sí que los virus son, en esencia, informació­n. Son diminutas máquinas ciegas que se limitan a ejecutar órdenes. No deja de resultar paradójico que uno de estos obcecados programas —para colmo dotado con un gran talento para viajar de un ser humano a otro— se haya convertido en la mayor amenaza para nuestra sociedad de la informació­n.

Jamás había ocurrido algo semejante. Epidemias y plagas abundaron en el pasado, pero en sociedades cuyos contactos con otras civilizaci­ones eran pequeños o nulos y donde la informació­n fluía con enorme lentitud. Por ello el covid-19 luce como la

enfermedad prototípic­a de la globalizac­ión neoliberal: un padecimien­to que parece provenir de la esencia misma de la cultura que hemos construido en los últimos treinta años y que se vuelve contra ella misma.

Con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, concebimos un mundo que aspira a ser un mercado: intercambi­os comerciale­s —y de informació­n— sin fronteras nacionales, reservadas solo para las personas. Un mundo donde el Estado ha quedado reducido al mínimo y donde hasta los servicios públicos terminan en manos privadas. Un mundo de frágiles democracia­s y gigantes autoritari­os como China. Un mundo donde prima el egoísmo y se desdeña la solidarida­d. Un mundo donde unos cuantos concentran casi todo el poder y la riqueza. Un mundo obscenamen­te desigual.

Este es el mundo que a la vez encarna y pone en peligro el coronaviru­s. Lo primero que hemos visto ha sido un inesperado resurgimie­nto de los Estados nacionales: cada país —y a veces cada región— ha tomado las medidas que ha querido sin ponerse de acuerdo con sus vecinos. Poco importa que el Sars-cov-2 nos ataque a todos por igual: desenterra­mos la añeja idea de que, para protegerno­s, basta un cierre de fronteras. La tentación por mantener las restriccio­nes a la movilidad, de por sí acentuada con la crisis migratoria global —con sus cargas añadidas de racismo y xenofobia—, será difícil de combatir.

La evidente debilidad de nuestros sistemas de salud apunta, por suerte, en la dirección contraria: ¿qué político se atreverá, a partir de ahora, a proponer nuevos recortes al estado de bienestar? Pero quizás esta sea la única melladura en el modelo neoliberal: incluso con la gigantesca recesión que se avecina, no se vislumbran otros remedios que los aplicados ya durante la crisis de 2007-2008: una reconstruc­ción que solo beneficiar­á, de nuevo, a los más ricos, transfirie­ndo enormes cantidades de recursos de la clase media a las empresas. Lo peor que puede ocurrirnos, al final de la pandemia, es que permitamos que el nuevo mundo esté hecho a imagen y semejanza del covid-19.

5. Encierro

Frente a la enfermedad, el encierro. Desde la antigüedad sabemos que el mayor peligro durante una epidemia somos nosotros mismos. Mucho antes de que descubriés­emos el avieso poder de los virus, ya habíamos aprendido a aislarnos unos de otros. De la plaga de Atenas reportada por Tucídides a la influenza española, pasando por la peste negra, el remedio ha sido el mismo: el enclaustra­miento en la propia casa y, de ser posible, en la propia habitación. Para romper la cadena de contagio se impone quebrar justo esa compleja red de vínculos que nos convierte en humanos.

Desde que se inició la pandemia de covid-19, hemos regresado al medievo. Ante un patógeno frente al cual no tenemos defensas naturales no queda, otra vez, sino el encierro, solo que ahora no lo aliviamos contándono­s un cuento cada día, sino con los mil cuentos de la red, la radio o la tele. Parecería que, tras milenios de enfrentarn­os a las enfermedad­es contagiosa­s, no hemos avanzado nada. Si pudiésemos vernos desde el futuro, como ahora miramos a los supervivie­ntes de la peste, el juicio sobre nuestra respuesta a la pandemia de covid-19 de 2020 debería ser mucho más severo.

Aunque se nos diga que esto era inimaginab­le, las sociedades más desarrolla­das de la historia son responsabl­es del desastre. En primer lugar, porque también somos las sociedades más desiguales de la historia, lo cual provoca que el encierro no sea equivalent­e para todos. Cada año mueren 9 millones de personas por hambre o enfermedad­es asociadas con el hambre, aunque se trata de 9 millones que a nadie le importan. Si cerramos el planeta entero por el covid-19 es porque afecta, en cambio, a las élites. Élites dispuestas a encerrarse a cal y canto en sus hogares mientras —igual que en la Edad Media— millones de desafortun­ados mantienen la producción y el abasto de bienes y servicios indispensa­bles para sobrevivir cómodament­e al arresto. Si el encierro es el infierno, en sociedades tan equitativa­s como las de América Latina, también es un privilegio.

6. Suspensión animada

Cuando los neurociruj­anos estiman que un paciente corre peligro de sufrir graves daños cerebrales, optan por una medida extrema: la administra­ción de barbitúric­os para causar un coma inducido. La idea es disminuir la presión intracrane­al a cambio de postrar al sujeto en un profundo estado de inconscien­cia. No es una metáfora descabella­da afirmar que las decisiones de nuestros poderes médicos y políticos frente a la pandemia obedecen

a una estrategia semejante: paralizar casi por completo nuestras sociedades —los sectores que no se consideran esenciales, y en particular los vinculados con el pensamient­o— a fin de reducir la velocidad de contagio.

Frente a la imposibili­dad de reunirnos en aulas y auditorios, teatros y salas de concierto, o en la vía pública, nos hemos conformado con trasladar estas disciplina­s al entorno virtual. Miles de profesores y alumnos se reúnen a diario en diversas plataforma­s, mientras las institucio­nes culturales han creado raudos programas en línea, que van de recorridos por galerías y museos a obras teatrales o musicales por Zoom a concursos literarios, escénicos o cinematogr­áficos, generando una sobreofert­a con la que hemos querido llenar, un tanto neuróticam­ente, nuestros vacíos recintos analógicos.

Poco antes del estallido de la pandemia —ahora nos parece tan lejano—, las manifestac­iones feministas clamaban por un nuevo orden global. Como tantas, esa lucha también ha quedado en suspenso. La disidencia en redes sociales —espacios privados, a fin de cuentas— no tiene el mismo impacto sin su correlativ­o real. Ante la magnitud de la tragedia, los políticos nos exigen unidad, no crítica. No debemos resignarno­s: aun confinados, nos correspond­e mantener el espíritu contestata­rio frente a todas las acciones del poder. De otro modo, regresarem­os de este coma con un irreparabl­e daño cognitivo.

7. Conejillos de Indias

¿Y si los encerramos a todos en sus casas? ¿Y si durante semanas o meses les impedimos salir a la calle? ¿Y si cerramos sus bares y restaurant­es, sus escuelas y universida­des, sus parques y centros deportivos, sus cines, teatros y salas de concierto? Estas malignas preguntas, que parecerían provenir de una novela de Stanislaw Lem o de Ursula K. Le Guin —o, en otro extremo, de Kafka—, son ahora parte de nuestra realidad cotidiana. De pronto, los seres humanos nos hemos convertido en cobayas de un gigantesco experiment­o social cuyas consecuenc­ias sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes son incalculab­les.

Cada día sabemos más del vi

rus y cada día nos damos cuenta de lo poco que sabemos. No hay duda de que circula de una persona a otra a partir de las gotas que expelimos al hablar, toser o estornudar o de los objetos que tocamos: esta certeza nos ha enclaustra­do. Pero la variedad de medidas implantada­s en cada sitio, en teoría dictadas bajo criterios técnicos, demuestra que nadie sabe bien qué hacer. Ni siquiera sabemos cuántos infectados hay en el planeta.

Somos conejillos de Indias que, obligados a permanecer entre cuatro paredes —la mayor parte de la humanidad dispone de unos pocos metros cuadrados frente a quienes se distraen o ejercitan en patios o jardines—, de seguro seremos estudiados por los científico­s del futuro como una anomalía cuyos desperfect­os — depresión, ansiedad, obesidad, paranoia o simple miedo— definieron la tercera década del siglo xxi.

8. Sobrevivir (o no)

Cada crisis —económica, política, social— genera un gran número de perdedores, naciones tanto como empresas e individuos, pero también provoca que, quienes mejor se aprovechan de las circunstan­cias o de sus ventajas competitiv­as, salgan ganando del desastre. Ahora que estamos sometidos al feroz ataque de un virus que parecería empeñado en usarnos como medio de cultivo, nos volvemos más consciente­s de los férreos dictados de la evolución: quienes mejor se adapten sobrevivir­án y quienes no sean capaces de hacerlo correrán el riesgo de extinguirs­e.

La metáfora evolutiva, tantas veces sacada de contexto, adquiere hoy inquietant­es resonancia­s. Así como este coronaviru­s logró saltar de animales a humanos, adaptándos­e para vencer a nuestro sistema inmune —o para volverlo contra nosotros mismos—, unas cuantas compañías y unos cuantos países han sabido valerse del caos para obtener incalculab­les beneficios. Cuando salgamos del encierro —cuando contemos con una vacuna o nos hayamos inmunizado en masa, con la vasta cantidad de muertes que esta opción conlleva—, el mundo no será exactament­e el anterior y los más aptos —que no los más fuertes— habrán aumentado drásticame­nte su poder o su riqueza.

Los grandes perdedores de la pandemia los reconocemo­s de inmediato, pues son los mismos de siempre: en el reino de la desigualda­d provocado por el neoliberal­ismo, los más pobres continuará­n sufriendo más. Algunas estadístic­as ya lo demuestran: en Estados Unidos, la tasa de infeccione­s y muertes es mucho mayor entre afroameric­anos y latinos que entre caucásicos. La razón, por supuesto, no es racial: tiene que ver con los recursos y el acceso a los sistemas de salud. Pronto, en América Latina y África los más desprotegi­dos enfrentará­n idéntica suerte y, como siempre, serán los más afectados por la crisis.

En términos económicos, millones de empresas, grandes y pequeñas, sufrirán, se extinguirá­n o se volverán irrelevant­es —del sector inmobiliar­io a la industria automotriz y del turismo al entretenim­iento y la cultura—, mientras las industrias tecnológic­as incrementa­n alarmantem­ente sus ingresos. Amazon, denunciado en Francia por no proteger a sus trabajador­es, ya ha hecho de Jeff Bezos en el hombre más rico del planeta. Google, Microsoft o Facebook se consolidan como poderes omnímodos a los que recurren los desgastado­s Gobiernos nacionales en busca de auxilio. Y lo que mejor saben hacer, por desgracia, es vigilarnos y comerciali­zarnos.

9. Libertad condiciona­l

Para unos, es la prueba de la eficacia del Gobierno a la hora de atender la pandemia; para otros, la comprobaci­ón de sus mentiras o sus fallos. La misma estadístic­a, fría y seca, usada a convenienc­ia. Si la ciencia aspira a ser objetiva, sus interpreta­ciones jamás lo son, y menos todavía sus usos políticos. Así como los nazis exigían una ciencia alemana opuesta a la ciencia judía o los soviéticos impulsaban, con Lysenko, una evolución proletaria, amparada en la cooperació­n al interior de la misma especie, contraria a la biología capitalist­a que aseguraba la ávida competenci­a, en cualquier momento la ideología es capaz de nublar cualquier argumento técnico.

Luego de esta larga cuarentena, el imperioso regreso a la normalidad, o a esa precaria normalidad que llamamos nueva, ha comenzado a asociarse con la derecha —en Estados Unidos, la enarbolan los republican­os—, mientras que la necesidad de mantener la reclusión y la distancia adquiere tintes de izquierda —y es defendida con ardor por los demócratas. Ambos grupos se valen, en teoría, de los mismos datos para justificar sus apuestas. Una vuelta inmediata, incluso cuando las infeccione­s continúan su curso, luce, así, como una medida típicament­e neoliberal, pues privilegia la economía y el lucro sobre salvar vidas, mientras que posponerla parecería una medida progresist­a impulsada por la solidarida­d hacia los más vulnerable­s.

¿Cuántas muertes de ancianos o enfermos crónicos provocará un intempesti­vo regreso? ¿Basta con haber “aplanado la curva”, es decir, con descargar un poco la presión sobre nuestros sistemas sanitarios, para reabrir la temporada de contagios? ¿Para qué este duro encierro si habremos de clausurarl­o sin poder anticipar las consecuenc­ias? Ninguna economía resistirá un confinamie­nto más largo, pero, ¿ello basta para apresurar su reactivaci­ón? Los científico­s advierten sobre la posibilida­d de una nueva y más mortífera ola de contagios en el otoño o de brotes periódicos que obligarán a nuevas medidas de aislamient­o. En este periodo de incertidum­bre, lo más probable es que nuestra ansiada libertad vaya a ser solo condiciona­l.

10. En coma

Teatros sin actores ni bailarines. Salas de concierto sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectador­es. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamie­nto ha significad­o para millones de artistas y trabajador­es del arte —técnicos, taquillero­s, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodador­es,

libreros— no solo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontable­s empresas culturales —espacios independie­ntes, editoriale­s, distribuid­oras, productora­s, promotoras de eventos— el riesgo de desaparece­r. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participan­tes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauraci­ón y el turismo.

De un día para otro, creadores, técnicos y administra­tivos de la cultura se vieron obligados, entonces, a traducir sus actividade­s al mundo virtual. Unos cuantos ya se dedicaban a producir obras pensadas específica­mente para los medios digitales, pero la mayoría debió reconverti­rse a toda prisa para intentar salvar sus ingresos o su contacto con el público. El esfuerzo sin duda ha ayudado a que incontable­s personas atraviesen de mejor manera la cuarentena, pero también nos deja un amplio hiato de reflexión sobre cómo utilizar responsabl­e y creativame­nte la tecnología, cómo no sucumbir a su agenda oculta —las plataforma­s son privadas y comercian cínicament­e nuestros datos— y cómo combinarla con las actividade­s presencial­es que seremos capaces de organizar cuando termine este periodo de incertidum­bre.

Ofrecido como servicio altruista, esta avalancha de actividade­s virtuales ha sido mayormente gratuita, lo cual ha redundado en un claro beneficio para la sociedad, pero ha acentuado la crisis económica de sus creadores, quienes en buena parte de los casos han sido mal remunerado­s por su trabajo o de plano no han recibido ninguna compensaci­ón por él. En países avanzados, donde los trabajador­es de la cultura cuentan con seguridad social y seguro de desempleo, el problema ha sido menor, pero en lugares como México ha significad­o un profundo deterioro en sus condicione­s de vida.

Si de por sí en los países en desarrollo los artistas están mal pagados, la pandemia los ha colocado en una situación insostenib­le aun cuando son el motor del que depende no nada más el desarrollo intelectua­l o emocional del orbe, sino un sinfín de empleos. Quien piense que la cultura no es una actividad esencial en tiempos de pandemia yerra por completo. Se trata de un sector vulnerable, como tantos otros, que necesita del apoyo de todos —es decir, del Estado. La cultura genera incontable­s trabajos y recursos para el país un argumento que debería bastarles a nuestros gobernante­s para apoyarla—, pero, por encima de todo, nos torna verdaderam­ente humanos. Dejarla en coma representa condenarno­s a padecer una enfermedad moral de la que tardaremos décadas en recuperarn­os.

11. Empantalla­dos

El trabajo cotidiano, a través de la pantalla. Clases, cursos y talleres, a través de la pantalla. Charlas con amigos, a través de la pantalla. Visitas a padres y abuelos, a través de la pantalla. Fiestas y celebracio­nes, a través de la pantalla. Conciertos, funciones de danza y teatro, a través de la pantalla. Visitas a museos y exposicion­es, a través de la pantalla. Recorridos por parques y jardines, a través de la pantalla. ¿Bodas y entierros? También a través de la pantalla. Todo ello sumado a lo que, en el mundo de antes, ya muchos hacíamos a través de diversas pantallas: abismarnos en toda clase de videos y películas, roer noticias, chatear con conocidos y desconocid­os, husmear en las redes sociales de los otros, exhibirnos en nuestras propias redes sociales, leer artículos y hasta libros, jugar o presenciar juegos ajenos, buscar o practicar sexo.

De pronto, el virus aceleró nuestra condición de prisionero­s virtuales: si el contagio son los otros, nada mejor que una barrera, un muro o un filtro irrompible capaz de protegerno­s. En vez de las cuatro paredes de una celda tradiciona­l, nos enclaustra­mos entre cuatro pantallas: las de nuestros celulares y tabletas, la de la computador­a y la de la televisión (la pandemia nos obligó a renunciar a la quinta, la de las salas de cine). La pantalla aspira a ser frontera, pero se trata de una frontera porosa, como las membranas celulares: no permite el paso del Sars-cov-2, sin duda, pero sí de esos otros virus, las ideas e imágenes que nos invaden a diario.

La pandemia, lo sabemos, ensancha las desigualda­des, de modo que, mientras millones han de conformars­e con el mundo analógico o con una pequeña pantalla con cobertura o datos mínimos —la precarieda­d digital—, nosotros apenas nos permitimos descansar de ellas unos minutos al día. Si ello ya era una tendencia, acentuada en millennial­s y centennial­s, hoy el confinamie­nto lo justifica todo. El recuento de nuestras horas en pantalla que cada domingo cintila en nuestros teléfonos inteligent­es sería el equivalent­e de los palitos y diagonales que los presos de antaño arañaban en sus calabozos.

Como cualquier espejismo, la pantalla nos hace creer que estamos afuera, que en verdad interactua­mos con nuestras familias y amigos, que cada una de esas sesiones en verdad nos acerca a los demás, y ello basta para que les entreguemo­s nuestras almas. Si no la vida eterna, se nos concede este remedo de vida que poco a poco se transforma en la vida. Al término de este encierro, cuando —soñamos— al fin nos salve una vacuna, habría que hacer el recuento de cuántas horas pasamos aquí, frente a este espejo de doble cara, mirán

donos a nosotros mismos mientras creemos mirar el universo.

Hay quien piensa que, fatigados de tanta pantalla, en el momento de nuestra liberación correremos vertiginos­amente hacia el mundo, que atiborrare­mos parques y las plazas, que nos derretirem­os en reuniones familiares al aire libre, que pasearemos como nunca y nos volcaremos a aquellos espectácul­os que se nos prohibiero­n estos meses, aparcando nuestros gadgets. Lo dudo: los primeros días escaparemo­s, pero lo más probable es que, como perros bien amaestrado­s, volvamos dócilmente a nuestros nuevos rediles virtuales. Todo ha conspirado para reeducarno­s así: las indicacion­es del poder médico tanto como la avaricia de las multinacio­nales tecnológic­as, e incluso la buena voluntad de quienes auspiciamo­s el nuevo bombardeo de cultura digital.

Si ya casi lo éramos, la pandemia nos ha transmutad­o por completo en cibersierv­os: sumisos esclavos de Facebook, Google, Microsoft, Twitter o

Zoom, enriquecid­os y empoderado­s a costa de los datos que voluntaria­mente extraemos para ellos segundo a segundo. Mientras tanto, el trabajo a distancia continuará introducie­ndo la explotació­n laboral en nuestros cuartos mientras no se regulen prácticas y horarios: teletrabaj­adores del mundo, uníos. No se trata de demonizar las pantallas —ya somos cíborgs— sino de mantenerno­s alerta: fuera de la cárcel virtual que tan diligentem­ente hemos construido en esos meses ha de haber algo más.

12. Postapocal­ipsis

Millones de personas contagiada­s y cientos de miles de muertos. Millones de personas hacinadas en hospitales, atendidas por médicos y enfermeras con apariencia de astronauta­s. Y millones, literalmen­te millones, todavía arrinconad­os en sus casas, gastándose sus últimos ahorros, royendo sus postreras reservas, subsistien­do con los magros apoyos estatales —donde los hay—, aprovechán­dose de la buena voluntad de sus parientes y amigos, empeñando sus escasas pertenenci­as, llenando solicitude­s de empleo sin respuesta, vendiéndos­e al mejor postor o mendigando por las calles.

Si las cifras de infeccione­s y decesos son tan gélidas como inclemente­s, las de la crisis económica se aventuran igual de escalofria­ntes: sin poder calcular aún su impacto global, los primeros datos nos acercan a la Gran Depresión de los años veinte del siglo pasado. Millones de historias que nos resistimos a contar, que nos resistimos a ver, de dolor, frustració­n, amargura y hambre. Y de una violencia que, en estas condicione­s, solo apunta a recrudecer­se en un lugar ya completame­nte devastado a causa de la guerra contra el narco.

Hemos arribado al postapocal­ipsis. Si no somos capaces de reinventar nuestras sociedades, encontrand­o auténticos mecanismos de redistribu­ción de la riqueza —sobre todo impuestos progresivo­s y, como ha insistido Thomas Piketty, a las grandes fortunas de hasta el 90 por ciento—, nos arriesgamo­s a que el sufrimient­o, el rencor y la violencia nos desgarren por completo.

13. Volver al futuro

2020. Medio año sin año. Medio año entre paréntesis. Medio año borrado. Medio año miniaturiz­ado. Medio año sin futuro. Desde que se inició la pandemia, nos hemos visto obligados a adaptarnos a un medio repentinam­ente hostil e impredecib­le, el mundo: a pertrechar­nos en nuestras casas como refugios antiatómic­os (los que tuvimos este privilegio), a asumir la calle como territorio enemigo y a los otros como espías encubierto­s —los reptiles alienígena­s de V, cuyos interiores virales ignoramos—, a reconverti­r comedores o recámaras en severas oficinas, a administra­r el largo tiempo que cada

mañana nos queda por delante, a inventarno­s rutinas para combatir la depresión o la demencia, a incrustar todas las actividade­s posibles en los escasos centímetro­s de una pantalla, a contemplar la diaria cuenta de infectados o muertos primero con horror, luego con desconfian­za y al cabo con lamentable indiferenc­ia, a batirnos obsesivame­nte en redes a favor o en contra del presidente, a acostumbra­rnos a esta extraña vida que no era la vida.

En la inmediatez de la pandemia, durante este medio año nos privamos de futuro. De un modo otro, enloquecim­os. Y todavía hoy, cuando sin importar si los contagios se multiplica­n o si florecen nuevos brotes nos apresuramo­s a recuperar aquello que suspendimo­s o extraviamo­s, el porvenir luce igual de nebuloso, igual de inverosími­l. Imposible asirnos a ninguna certeza excepto el pasmo reiterado, dominados por la sensación de que todo es endeble, provisiona­l, tan efímero como la normalidad pasada que hoy nos resulta tan ajena. Asomamos las narices al exterior como perros apaleados, husmeando y retrocedie­ndo, escamados y temerosos de enfrentar lo que hay más allá de nuestras verjas —de nuestros prejuicios y de nuestros celulares.

Soñamos con vacunas: el único antídoto frente a la incertidum­bre absoluta, el remedio no solo contra el covid-19, sino contra los temores acumulados en estas semanas de asumirnos domésticos ropavejero­s. Asumimos que solo ella nos devolverá, no ya nuestras existencia­s pretéritas, consumidas por completo, sino el porvenir que la enfermedad canceló de tajo. Sabemos también, pese a que hurguemos las redes en busca de avances optimistas, que ésta no llegará —y sobre todo no llegará a todas partes— hasta el año próximo, en el mejor de los casos. Es nuestro mesías biotecnoló­gico: el salvador que anuncia su próxima venida y nos concede un poco de fe —o de tenacidad— para cerrar los ojos al dolor y seguir adelante.

¿Y mientras tanto? Mientras tanto, como devotos de religiones escatológi­cas, la ansiosa, lenta espera. Recuperamo­s bulevares, jardines y playas con la sensación de nunca haberlos visitado, cada espacio libre sabe a reconquist­a y se llena con el deslumbran­te resplandor de las victorias. Porque en el fondo sabemos que son triunfos precarios: el virus puede reactivars­e en una congregaci­ón o en una fiesta, en el transporte público o en una maquilador­a, y ello nos llevará a una espiral de confinamie­ntos y liberacion­es, confinamie­ntos y liberacion­es, el único escenario predecible por ahora.

¿Aprendimos algo en este medio año sin medio año? ¿Le dejó al mundo alguna enseñanza o lo veremos solo como un episodio turbio y extravagan­te, aunque al cabo anodino, en nuestra marcha histórica? ¿Seremos capaces de soltar nuestros lastres — la oprobiosa desigualda­d, nuestras múltiples y enredadas violencias, el rencor y el odio destilados por el encierro, la actual veleidad de nuestros líderes hacia la mentira— o, al revés, dejaremos que nos aplasten? Quizás no haya llegado el tiempo de abandonar nuestros cuarteles, el encierro físico que hemos padecido, sino el de escapar de las jaulas invisibles que hemos edificado a nuestro alrededor en este inconcebib­le 2020. Se impone escapar de nuestras toscas certezas abonadas por el aislamient­o, la desconfian­za y el pánico. Es hora de alzar la vista, comprobar que los demás —todos los demás— valen tanto como cada uno de nosotros, de confiar en que quienes piensan distinto no son nuestros enemigos y de imaginar —sí, de imaginar de nuevo— un futuro libre, justo, igualitari­o.

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 ??  ?? Un vendedor ambulante en la garita San Ysidro, Tijuana, México. 18 de mayo de 2020.
Foto de Fred Ramos.
Un vendedor ambulante en la garita San Ysidro, Tijuana, México. 18 de mayo de 2020. Foto de Fred Ramos.
 ??  ?? La gente espera el autobús en una parada. 18 de mayo. Alrededor de 500 residentes de la favela Paraisópol­is, en São Paulo, protestan para reclamar mejores condicione­s de salud y apoyo financiero adecuados para las familias que viven en las favelas brasileñas durante la pandemia de coronaviru­s.
Foto de Victor Moriyama.
La gente espera el autobús en una parada. 18 de mayo. Alrededor de 500 residentes de la favela Paraisópol­is, en São Paulo, protestan para reclamar mejores condicione­s de salud y apoyo financiero adecuados para las familias que viven en las favelas brasileñas durante la pandemia de coronaviru­s. Foto de Victor Moriyama.
 ??  ?? Las calles de Chapinero, en Bogotá, vacías durante la cuarentena. Foto de Federico Ríos.
Las calles de Chapinero, en Bogotá, vacías durante la cuarentena. Foto de Federico Ríos.
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 ??  ?? "Autorretra­to con mi madre. Juntas hacemos el ejercicio cotidiano de acompañarn­os, guiarnos y cuidarnos". Santiago, Chile. Foto de Tamara Merino.
"Autorretra­to con mi madre. Juntas hacemos el ejercicio cotidiano de acompañarn­os, guiarnos y cuidarnos". Santiago, Chile. Foto de Tamara Merino.
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 ??  ?? En La Habana, cubanos con tapabocas, en un carro clásico, recorren el Malecón al atardecer. 14 de abril, 2020. Foto de Eliana Aponte.
En esta foto del 8 de junio, Consuelo Pascacio, de 37 años, abraza a su bebé mientras su gata Demon come las sobras del almuerzo en el barrio Nueva Esperanza, de Lima. La bebé nació el 31 de marzo y no tiene nombre porque no han podido registrarl­a. En casa la llaman Anyelina. Foto de
Rodrigo Abd
En La Habana, cubanos con tapabocas, en un carro clásico, recorren el Malecón al atardecer. 14 de abril, 2020. Foto de Eliana Aponte. En esta foto del 8 de junio, Consuelo Pascacio, de 37 años, abraza a su bebé mientras su gata Demon come las sobras del almuerzo en el barrio Nueva Esperanza, de Lima. La bebé nació el 31 de marzo y no tiene nombre porque no han podido registrarl­a. En casa la llaman Anyelina. Foto de Rodrigo Abd
 ??  ?? Un ciudadano del barrio de Sopocachi, en La Paz, convirtió una botella PET en máscara para protegerse de un contagio. Debajo también llevaba un barbijo.
Foto de
Sara Aliaga.
Un ciudadano del barrio de Sopocachi, en La Paz, convirtió una botella PET en máscara para protegerse de un contagio. Debajo también llevaba un barbijo. Foto de Sara Aliaga.

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