Apuntes desde el Sur
La pandemia convirtió a los besos en transfusiones de virus y a los muertos en combustibles del pánico. Y los Gobiernos pretenden que sus ciudadanos, individualistas, se tornen solidarios.
El jueves 19 de marzo, cuando en la Argentina ya se sabía que desde el día siguiente iba a decretarse el aislamiento social obligatorio por causa de la pandemia de coronavirus, fui hasta un parque de mi barrio, en Buenos Aires. Había gente corriendo, sentada en el pasto, la actividad normal de cualquier día de la semana. Las fronteras del país estaban cerradas, y cuando escuché el sonido de un avión miré hacia el cielo, sorprendida (¿de dónde venía, quiénes iban en él?), pero nadie más miró. Sentí una claustrofobia que no tenía que ver con la obligación de quedarme en casa sino con la imposibilidad de ir a cualquier parte: el planeta entero era un sitio sin escapatoria. Pensé en mis abuelos, que llegaron a la Argentina en el siglo xx huyendo unos de la peste y otros de la guerra. Ahora no había dónde buscar refugio: el virus estaba en todas partes.
Al día siguiente, ya en confinamiento, escuché los gritos de una mujer. Me asomé al balcón. Sostenía un vaso lleno de líquido amarillo y la acompañaba un hombre que parecía menos borracho que ella. En un carro de supermercado llevaban su casa: trapos, un colchón, las cosas de vivir en la calle. Y la cosecha: una pila de cartón para vender, recogida de la basura. La mujer vociferaba a pocos centímetros del rostro del hombre. De pronto, dejó de gritar, empezó a reírse, se arrojó sobre él y comenzó a besarlo con gula, con lengua y con saliva. Frente a mi edificio hay una casa con una terraza. La familia que vive allí sube a tomar sol, a jugar a las cartas. Al escuchar los gritos se asomaron sobre la baranda. La madre me vio y la saludé con la mano. Pero ella señaló hacia abajo, hizo un gesto simulando una pistola y disparó: pac, pac. Una escena que dos días antes hubiera sido normal —la discusión, los besos de dos borrachos— ahora era una imagen del apocalipsis: dos personas transfundiéndose, quizás, hectolitros de virus. Me pregunté cómo iban a lidiar con eso los Gobiernos: la amenaza concreta del hambre versus la amenaza fantasma de un huésped que no se ve; la furia de los vecinos “civilizados” contra los “inciviles” que no respetan el aislamiento y la distancia.
Esa noche vi por televisión un recital de Antes del Virus. El cantante arengando desde el escenario a una masa apretada de cincuenta mil cuerpos sudorosos. Me pareció estar viendo una escena prehistórica. Pero nadie en mi entorno parecía alarmado por este ingreso agónico en un universo desconocido, un lugar sereno que en cualquier momento podía desperezarse y morder. Estaba sola en esa conciencia lacerante. Y estaba furiosa. Era una furia estúpida, dirigida contra nada y contra todo. Contra el discurso romántico y voluntarista que decía que de esto saldríamos mejores; contra el discurso de los poderosos que repetían la misma partitura —te encierro por tu bien—; contra el discurso de los poderosos que alentaban a salir y darse abrazos.
Además, no paraba de hacerme preguntas. Por qué se mencionaban las epidemias de la peste negra, de la gripe española, pero no se hablaba casi de la epidemia de hiv, más cercana en el tiempo y producida por un virus que aún vive entre nosotros. ¿No tenían esos cuerpos jóvenes repletos de sarcoma de Kaposi, ciegos, cubiertos de hongos, algo que decirnos a los cuerpos todavía sanos, potencialmente enfermos, de estos días? ¿Qué hubiéramos hecho si esta epidemia acontecía en los años ochenta? ¿Qué pensábamos entonces de la vida y de la muerte, de la enfermedad y de la salud? Recordé a un amigo contagiado de hiv. Pensé en ese cuerpo enfermo que yo abrazaba sin cuidarme, y en este presente de cuerpos que no se pueden tocar aunque estén sanos. En aquel virus al que se estigmatizaba como una excrecencia de la promiscuidad y de la fiesta, y que se combatía con un producto típico de la época —el látex, muy pop—, y en este virus moralista que confina en lo doméstico, en la burbuja familiar, cuyo único remedio es un encierro de convento. En aquel virus que se traslada en la sangre y en los fluidos sexuales derivados del deseo y de la vida, y en este que salta de humano en humano transportado por las partículas invisibles de una cosa llamada spray nasal.
Esa noche me fui a dormir con el estruendo silencioso de la ciudad y la sensación de estar sumergiéndome en una catástrofe tranquila.
Y todavía sigo en eso. Escribo a más de cien días de esas escenas. El confinamiento continúa en Buenos Aires. Se adelantan y se atrasan las fases —de fase uno a dos y tres y de regreso a fase uno—, hay restricciones para circular, para trabajar. El país se dirige, como otros en América Latina, hacia una crisis económica terminal. La derecha, opositora del Gobierno, reclama por la economía, por el avasallamiento de las libertades individuales. El Gobierno responde diciendo que su prioridad es cuidar la salud de todos y que quienes cuestionan la cuarentena son “militantes de la muerte”. Los muertos se reportan como datos de la bolsa o cabezas de ganado. Son el combustible del pánico. Ellos, y los viejos. Los funcionarios y los periodistas repiten: “Los adultos mayores son el peor grupo de riesgo, serán los últimos en volver a salir”. Los “adultos mayores” de hoy tenían veinte en los convulsos años setenta. Un amigo pintor, militante de izquierda y secuestrado durante la dictadura argentina, me envía un mensaje: “Pasé de ser ‘artista’ a ser ‘adulto mayor/persona de riesgo’. Me niego”. A ellos se les repite hora tras hora una advertencia pavorosa: la muerte golpea a su puerta. ¿No golpea, acaso, a la de todos? ¿Vivir es sólo respirar? ¿Salvar la vida es sólo salvar el hígado y los huesos?
El mundo ha desaparecido de los periódicos, que se han vuelto provincianos: los de la Argentina hablan solamente de la Argentina, con breves concesiones a Estados Unidos o Brasil. Los europeos, de lo que pasa en su área. Y nada sucede, excepto el virus. Ya no hay femicidios, ni migrantes ahogados en el Mediterráneo, ni narcotráfico, ni corrupción. Los infectólogos dicen “Estamos aprendiendo” para evitar decir “No sabemos nada”, y los Gobiernos piden a los ciudadanos, hechos a las reglas del capitalismo salvaje y el individualismo cruel, que se transformen al budismo y sean solidarios: que convivan con la incertidumbre y cuiden a los otros más que a ellos mismos. La filósofa norteamericana Judith Butler, en su artículo ‘Capitalism Has its Limits’, escribió: “El virus no discrimina. Podríamos decir que nos trata por igual, nos pone igualmente en riesgo de enfermar, perder a alguien cercano y vivir en un mundo de inminente amenaza”. Todos podemos contagiarnos, todos podemos morir, pero ¿es lo mismo el virus para mí, clase media, casa, trabajo, que para alguien que vende pañuelos des
cartables en la calle, vive en una casilla de chapa con su pareja y cuatro hijos, no tiene agua y no produce ingresos desde hace más de cien días? El virus parece, más bien, un subrayado de la discriminación. No dejo de pensar en la depiladora, en la zapatera, en la chica de la mercería. ¿Qué harán, de qué viven? A veces encuentro respuestas rápidas: un día paso por la puerta del instituto de depilación, el timbre está cubierto por una cinta, en el frente hay un cartel que ofrece el espacio en alquiler.
Los funcionarios utilizan, en torno a la enfermedad, un lenguaje bélico y carcelario: es una guerra, un enemigo invisible, hay que confinar, aislar, denunciar los casos sospechosos. A quienes recorren los barrios haciendo test para detectar infectados se los llama “rastreadores”. Quienes conducen noticieros y programas periodísticos repiten que hay que quedarse en casa (una obligación accesible para las personas que, como muchos de ellos, cobran dos o tres sueldos haciendo televisión y radio, escribiendo en un periódico) y llaman, a quienes no cumplen con el confinamiento, irresponsables, imbéciles y asesinos. Después, presentan notas sobre los casos de contagiados cuyas viviendas son apedreadas, cuyas puertas son pintadas con cruces rojas, cuyos vecinos exigen que se vayan del barrio, con un tono de encendida indignación.
En eso, la epidemia del hiv y del covid se parecen: la culpa es del portador. No es el déficit del sistema de salud, no es la falta de previsión, no es la ciencia que un día dice barbijos no y al otro día barbijos sí: es usted, irresponsable.
Hace algo más de un año un hombre me dijo: “Estamos en una época que confunde trauma con experiencia”. Yo quiero que, al final, sea experiencia. Pero ¿de qué lado caerá la moneda?
En estos meses empezamos a vivir en dos dimensiones, haciendo esfuerzos para parecernos a esa representación de nosotros mismos que somos en el Zoom. Aunque siempre evité el exceso de inmersión en el mundo virtual, me adapté rápido. Doy clases, conferencias, charlas, presento libros en diversas plataformas. Sin embargo, centennials y millennials, para quienes hasta febrero la realidad era lo que sucedía dentro del teléfono, están tristes porque no pueden entrar en contacto con otros de manera física. El mismo mundo que hasta enero se vanagloriaba de estar reemplazando a los cajeros de supermercado por máquinas y a los cadetes por drones habla de la pérdida de contacto humano como de una pérdida lastimosa (siempre lo fue). Pero incluso quienes se adaptan bien, ¿serán capaces de dar infinitas clases por Zoom, de mirar infinitos recitales en streaming, o en algún momento se impondrá la sensación de simulacro? El escritor argentino Martín Kohan, que es reacio a la tecnología pero que, desde que esto empezó, da clases en cinco universidades a través de varias plataformas, dice: “Mi idea de la docencia está inscripta en la escena del aula. Esto es como un refugio antiaéreo. El día que el bombardeo termina ¿a quién se le ocurre quedarse en un sótano con una lamparita? Yo no comparo al Zoom con la clase real. Comparo al Zoom con nada: son clases virtuales o nada. Entre Zoom y nada, Zoom. Pero sólo durante el bombardeo. Esto no va a durar un minuto más de lo necesario”.
El filósofo italiano Franco ‘Bifo’berardi lleva un diario desde el inicio de la pandemia. El 15 de marzo anotó: “¿Y si la sobrecarga de conexión termina por romper el hechizo? Quiero decir: tarde o temprano la epidemia desaparecerá (…): ¿no tenderemos quizás a identificar psicológicamente la vida online con la enfermedad? ¿No estallará tal vez un movimiento espontáneo de acariciamiento que induzca a una parte consistente de la población joven a apagar las pantallas conectivas transformadas en recuerdo de un período desgraciado y solitario?”.
No se sabe qué pasará después, pero ahora hemos sido eyectados al mundo de los bytes, y la cultura no es la excepción. Se liberan contenidos digitales, se hace teatro por streaming, se presentan libros en Facebook Live, los museos habilitan visitas virtuales. Las audiencias responden, y hay avidez. Pero no parece suficiente. A mediados de mayo, una encuesta de la Unesco y el Consejo Internacional de Museos concluyó que un tercio de los museos del mundo quizás cierre definitivamente. Como los museos, permanecen cerrados también los cines, los teatros, los centros culturales, las salas de ensayo, las galerías de arte. Y, así, están sin trabajo los actores, los directores de cine, los músicos, los camarógrafos, los tramoyistas, los maquilladores. Se habla de reconversión: una fábrica de sábanas se reconvierte en una fábrica de tapabocas; una de autopartes, en una de pedales para abrir puertas sin tocar los picaportes. ¿En qué se reconvierten un violinista, una actriz, un pintor, un cantante de tangos? ¿Deberíamos aplaudir con romántico orgullo —acabo de verlo en la tele— que un teatro independiente se convierta en un expendio de verdura orgánica? En el mes de marzo, el Gobierno de Alemania dispuso una línea de liquidez ilimitada para artistas, actores, músicos, teatros, óperas, cines, escritores, museos, galerías afectadas por la cuarentena. Su ministra de Cultura dijo que “la cultura no es un lujo y ahora estamos comprobando cuánto nos hace falta”. Fueron los consumos culturales —conciertos en streaming, series, películas, libros— los que hicieron que el encierro fuera más llevadero para millones de personas, pero aún así la cultura no parece prioridad en América Latina. Los ministros que gestionan el sector no suelen formar parte de ningún comité de emergencia y, a pesar de que hay algunos planes de ayuda, toda alusión al tema parece dirimirse con una frase innegociable: “Los espacios culturales serán los últimos en reabrir”. Ezequiel Rivero, investigador argentino y magíster en Industrias Culturales, decía al periódico Página/12 en mayo pasado: “En medio de una crisis económica, la cultura se convierte en una especie de lujo. Y eso complica también la intervención del Estado. Como lo que ocurrió con el contrato que planteó el Ministerio de Cultura de la Nación para 700 artistas, que recibió una catarata de insultos. ‘¿Por qué el Estado va a pagar por algo que puedo ver gratis en Youtube?’, era la pregunta detrás de esos insultos (…) La cuestión de fondo es que los bienes culturales, al menos por una gran parte de la audiencia, al mismo tiempo que son consumidos de forma exponencial están muy lejos de ser percibidos como una necesidad”. Si en otras crisis la cultura fue motor de pensamiento crítico y de resistencia —hay que recordar la explosión de manifestaciones culturales que produjeron la crisis económica argentina de 20012002 o el estallido social de Chile de octubre pasado—, ahora, recluida en la
En estos meses empezamos a vivir en dos dimensiones, haciendo esfuerzos por parecernos a esa representación de nosotros mismos que somos en el Zoom
virtualidad, en una región con hogares en los que difícilmente haya un dispositivo por persona o conectividad suficiente, hace lo que puede, enfrentada al riesgo de volver a ser, como alguna vez fue, un lujo de pocos para pocos.
Una tarde, en uno de los talleres que dicto por Zoom, pregunto quiénes, cuando la cuarentena comenzó, creyeron que iba a durar, realmente, catorce días. Todos levantan la mano. Me abruma esa confianza ciega, y veo en ella un síntoma: la necesidad, impuesta por el miedo, de que alguien haga algo: de que alguien, al menos, simule saber. Convertidos en ciudadanos del pánico: ¿a qué cosas estaremos dispuestos en el futuro? Si se decreta que la única forma de trabajar o de salir de casa es colocarse un chip que detecte la fiebre, reportarse cada 24 horas, presentar un certificado sanitario, ¿quiénes van a negarse?
En su artículo ‘Distopía de alta tecnología’, la escritora canadiense Naomi Klein dice que en el futuro que se está forjando “cada uno de nuestros movimientos, nuestras palabras, nuestras relaciones pueden rastrearse y extraer datos mediante acuerdos sin precedentes entre el Gobierno y los gigantes tecnológicos. (…) antes del covid, este preciso futuro impulsado por aplicaciones nos fue vendido en nombre de la conveniencia (…) y la personalización. (…) Ahora (…) se nos vende la dudosa promesa de que estas tecnologías son la única forma posible de proteger nuestras vidas contra una pandemia (…) ¿estará la tecnología sujeta a las disciplinas de la democracia y la supervisión pública, o se implementará en un frenesí de estado de excepción, sin hacer preguntas críticas, dando forma a nuestras vidas en las próximas décadas? (…), ¿deberían estas redes y nuestros datos estar realmente en manos de jugadores privados como Google, Amazon y Apple?”.
La vida online era, hasta febrero, un paraíso hacia el que muchos corrían contentos, y “teletrabajo” una palabra que aparecía en los suplementos de negocios de los diarios como sinónimo de innovación. Hoy, con jornadas interminables, sin respeto por el horario de descanso o los fines de semana, el teletrabajo es, en América Latina, una región con más de 140 millones de trabajadores informales, un infierno no legislado y sólo para pocos. Pero después de esta prueba piloto, ¿no concluirán los empleadores que es muy conveniente mantener a los empleados en sus casas, consumiendo su propia energía eléctrica, su propia internet, cocinando su propio almuerzo? ¿Quién se atreverá a rechazar condiciones de trabajo miserables ante la perspectiva de perderlo; qué protesta sindical puede organizarse con trabajadores encerrados en cien casas dispersas?
Todo pasa en la pantalla, que cosecha nuestros datos, pulsiones, movimientos. Se aprieta un botón: sexo. Otro: trabajo. Otro: diversión. En la calle late el peligro. Los cuerpos han sido muteados, y lo único que circula son los bienes de consumo, acarreados en bicicletas y motos por trabajadores que hasta ayer eran el último eslabón de la cadena alimenticia y que ahora son “trabajadores esenciales” (aunque les siguen pagando una miseria). Los vecinos son fuente de denuncia, la policía imparte control con beneplácito de todos. Hay quienes alertan acerca del peligro de ser eternamente gobernados en estado de excepción; de que se aplique un totalitarismo digital con excusa sanitaria. Pero los habitantes del pánico no piensan en esas sutilezas: bombardeados por noticias sobre la muerte, sólo pueden ocuparse de preservar el cuerpo que resguardan. Todo lo demás importa menos.
El filósofo español Paul B. Preciado, en su artículo ‘Aprendiendo del virus’, escribió: “Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos la revolución que viene”.
Hoy apagar la pantalla equivale a desaparecer completamente. Existir tan sólo en “modo real” es pasar a la clandestinidad. Hace falta coraje.