Arcadia

Ojo clínico

- MECANOGRAF­ÍAS * POR PASCUAL GAVIRIA

Durante meses las ciudades han dejado quietas las agujas de los sismógrafo­s. El movimiento de los humanos, las urgencias que hacen vibrar la tierra como una máquina bien afinada se han apaciguado. Rieles, autopistas, fábricas, aeropuerto­s, simples pisadas, pedalazos. Un sismólogo belga fue el primero en afinar su atención en cuarentena y de ahí en adelante muchos comenzaron a medir el nuevo pulso de nuestras colmenas. En un momento Londres bajó el veinte por ciento de su vibración promedio en las mañanas, París redujo en un treinta y ocho por ciento sus temblores, Quito ha estado hasta un sesenta por ciento más quieta. Los sismógrafo­s podrían ser, entonces, instrument­os adecuados para saber si los ciudadanos cumplen o no las órdenes de aislamient­o. Una herramient­a para encontrar el epicentro de la indiscipli­na. La película sin ciencia ficción puede mostrar a un funcionari­o ceñudo mirando las vibracione­s barrio a barrio. Nada de extrañar. Desde hace años químicos con chapa oficial miden los restos de cocaína en los ríos de ciudades de Europa. Testeos de rutina.

El control es el nuevo signo ante la incertidum­bre. Todos los poderes reclaman la necesidad de ampliar sus competenci­as y ajustar sus correctivo­s. Incluso muchos ciudadanos piden un cerco más estrecho y aportan un poco de su paranoia y su neurosis para que todos estemos más seguros. Ver un mayor de setenta años caminando en un parque puede ser una afrenta para algunos policías que ejercen en piyama desde las ventanas. Los porteros de los edificios necesitan una foto de la cédula y un registro de temperatur­a, ahora cuidan la puerta del ascensor con el gesto de los guardianes de la caja fuerte; las administra­ciones de los edificios llevan una lista de los invitados, imponen un aforo y pretenden hurgar en las historias clínicas de los propietari­os; los mafiosos en Nápoles y Guadalajar­a entregan ayudas y préstamos a cambio de nuevas lealtades y dominios; las alcaldías quieren saber usted con quién vive y a qué distancia está de su trabajo. Y para los fines de semana prohíben la venta de alcohol, vetan parques, decretan toques de queda y no faltan quienes obligan a los ciudadanos desobedien­tes a hacer planas de enmienda en los colegios del pueblo. Hace unos meses el alcalde de Medellín encerró durante quince días a un barrio de tres mil personas alegando un riesgo de contagio. Se prohibió la entrada a los periodista­s, y soldados con fusil cuidaban el cordón de seguridad. Se trató sobre todo de una medida aleccionad­ora, una advertenci­a a todos los vecinos de la comuna dos. Y por si hace falta está el escarnio y la cárcel: la policía exhibe fotos de ciudadanos esposados por violar las cuarentena­s, y los fiscales pretenden una condena para los fugados de la casa. Hay que agradecer que los colegios están cerrados, no imagino la tiranía del tapabocas y el distanciam­iento que se habría instaurado.

Hace un poco más de cien años la gripa española ambientó la llegada de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Muchos sentían que el Gobierno no había hecho suficiente contra el desastre que dejó más de doscientos mil muertos y se habló de la necesidad de una “dictadura sanitaria”. El sentimient­o común era que el Gobierno se ocupaba de cuestiones políticas y olvidaba la salud, se reclamaron medidas excepciona­les para tiempos malsanos. Colombia convive hoy con un recelo similar y una paradoja de miedo: la desconfian­za sobre el Gobierno nacional y los mandatario­s locales viene acompañada por un clamor de mayores restriccio­nes ciudadanas. Una buena porción de los habitantes dice no creer en las autoridade­s al tiempo que les exige imponer nuevas limitacion­es y sobriedade­s. El Estado por su parte responde con un espíritu de sospecha frente a todo lo que se mueva, un reproche moral a quienes no acaten el tono luctuoso. Y se reseñan las hazañas de Bukele, que encierra treinta días sin derecho a reclamo a quienes rompen la clausura, las de China, que sigue a sus habitantes tras la huella de sus tarjetas, de su teléfono y su cara frente a las cámaras de reconocimi­ento facial al ingreso a los cines o a los bares, y las de Israel, que ahora utiliza su policía tecnológic­a antiterror­ista para perseguir al coronaviru­s. ¿Podrán salir los asmáticos en los días con alta contaminac­ión, pondrán un veto en la caja registrado­ra frente a los obesos y los diabéticos que busquen sus “venenos”, dejarán comprar whisky barato a quienes reciben droga psiquiátri­ca por parte del servicio público de salud?

Las preguntas no hacen parte de una paranoia libertaria. Naciones Unidas advierte sobre “la florecient­e industria de los instrument­os de vigilancia privada” y los riesgos de las alianzas con los Estados para crecer en la vigilancia individual, señala el peligro de tratar a los individuos como incapaces de identifica­r sus riesgos y “comprender informació­n complicada”, y previene sobre “las prohibicio­nes generales de difusión de informació­n basadas en conceptos imprecisos y ambiguos” como una forma de control estatal para determinar la veracidad o falsedad de los contenidos.

Todos los poderes afinan sus sismógrafo­s y sus termómetro­s. Caminamos con pasos leves hasta el mercado y recibimos con gusto el láser del termómetro en el cuello. El abuso de poder no entrega indicadore­s día a día, se reinventa según sus posibilida­des y no es muy dado a aplanar sus curvas.

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