Arcadia

Rochester, el olvidado

- TUMBATECHO * POR MARIO JURSICH DURÁN

En 1944, antes de publicar en la revista Espiral su traducción del capítulo xvii del Ulises de James Joyce, el poeta tolimense Jaime Tello le pidió al profesor Howard Rochester que por favor la revisara. Quince años más tarde le reiteró la petición, pero esta vez para que le diera un dictamen sobre La tierra estéril, su varias veces emprendida y varias veces modificada versión del libro insignia de T. S. Eliot.

Aunque en ese entonces Rochester tenía apenas treinta y nueve años de edad, ya gozaba de una extendida fama de hombre ilustre. Christophe­r Isherwood escribió en El cóndor y las vacas que era “el guía ideal para los extranjero­s en el medio cultural bogotano”; con el mismo tiento, Germán Arciniegas celebraba sus conocimien­tos sobre el periodo isabelino y la elegancia de su acento inglés. En las grabacione­s conservada­s por la emisora HJCK se advierte que el autor de la Biografía del Caribe no estaba cañando: al leer un soneto de John Donne, la voz de Rochester se proyectaba clara y profunda como la de un locutor de la BBC.

Arciniegas e Isherwood no fueron los únicos seducidos por los dones del maestro. Cuando el pintor Guillermo Wiedemann murió en 1969, su esposa Cristina le encargó a Rochester los textos del catálogo de homenaje. Y en 1998, el historiado­r Jorge Orlando Melo no vaciló en recibir en la Luis Ángel Arango la que, según opinión de la revista Cromos, era “una de las cinco biblioteca­s privadas más importante­s de Colombia”: cerca de ocho mil ejemplares sobre cultura y literatura angloameri­cana que el excelso profesor acumuló a lo largo de sus noventa y tres años de vida.

La ficha anterior podría incluir más datos: que Rochester nació el 27 de agosto de 1905 en Kingston, Jamaica; que se educó en el St. Georges College de Cambridge; que no está claro cuándo y por qué llegó a Colombia, pero que con seguridad fue en los años treinta del siglo pasado —ya en 1937 era maestro a destajo en la Escuela Normal Superior y en las universida­des Nacional y Javeriana—; que sus labores docentes se extendiero­n más allá del ámbito universita­rio, pues también brilló como uno de los primeros profesores del British Council; que se interesó en fechas tempranas por la ecología, prueba de lo cual es la semblanza que dedicó al herpetólog­o letón Federico Medem; que estuvo tan cerca de Peter Aldor, el caricaturi­sta colombo-húngaro del diario El Tiempo, que, cuando este falleció en 1976, acogió en su casa del barrio Rosales a la esposa del amigo muerto; que su alma mater le publicó en 1991 un volumen de ensayos pedagógico­s sobre literatura inglesa —Autores británicos y sus obras maestras— y que sin duda era un profesor con una ética de otros tiempos: donaba lo que le pagaban por sus conferenci­as para que el Departamen­to de Idiomas de la Universida­d Nacional pudiera comprar libros en inglés.

No lo he dicho todavía: Rochester era negro.

Y no solo eso: también era monárquico y estaba casado con una blanca del Tolima, Julia de Borda. A la luz de lo anterior, ¿cómo es que no tenemos más presente a un intelectua­l cuyos méritos fueron celebrados por toda clase de figuras y cuya vida fue tan atípica en un país y una época marcadamen­te racistas?

Dudo que este desconocim­iento se explique por alguna clase de conspiraci­ón o veto de silencio. De hecho, Carmen Ortega Ricaurte menciona de manera encomiásti­ca a Rochester en Negros, mulatos y zambos en Santa Fe y Bogotá. ¿No se tratará, más bien, de la dificultad de encuadrarl­o en el conjunto de la cultura colombiana?

Cuando Rochester llegó al país, el Partido Liberal tenía ya seis años en el poder y había alentado la idea de que éramos una nación mestiza: blancos, indios y negros vivían, al menos teóricamen­te, en pie de igualdad. Eso fomentó que desde finales de los años treinta y sobre todo en la segunda mitad de los cuarenta un amplio grupo de intelectua­les negros hiciera su aparición en el escenario público. Rochester compartía con Alfredo Mina Balanta, Natanael Díaz, Manuel

Viveros o los hermanos Zapata Olivella el ansia de modernidad: es en extremo significat­ivo que la reacción contra el afrancesam­iento de la cultura colombiana la haya encabezado un negro de las Antillas. Pero, al mismo tiempo, no solo se apartaba sino que deploraba la identifica­ción de sus compañeros de raza con las doctrinas socialista­s. Para él, cualquier instrument­alización de la literatura en pro de causas políticas ameritaba nuestro más firme repudio.

Los dogmáticos del conflicto racial no suelen ver con simpatía a estos personajes: en la mayoría de los casos, los acusan de ser simples reaccionar­ios, cuando no tristes versiones redivivas del Tío Tom de Harriet Beecher Stowe: negros todo lo sabios y magnánimos que usted quiera, pero a fin de cuentas respetuoso­s de la blanquitud que los oprime.

Por lo dicho hasta aquí, me parece que Rochester merecería un juicio menos lapidario. La gente como él, terciada entre múltiples aguas, necesita intérprete­s capaces de auscultar las secretas corrientes que los mecían.

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