Arcadia

Comer, limpiar, amar

Con el confinamie­nto cambió la cotidianid­ad. Cambió todo. Portar el virus cambió la mirada de los otros sobre nosotros. Y aprendimos a ver el mundo distinto.

- *Escritora peruana. Cronista, poeta, periodista. Ha publicado Sexografía­s, Ejercicios para el endurecimi­ento del espíritu, Llamada perdida, Quiltras, entre otros títulos. Por Gabriela Wiener*

COMER

Hace unos días por fin tiré el manojo de los viejos recibos de la compra que estaban adheridos con un imán a la puerta de la nevera. Nunca guardamos un recibo, ni el de la aspiradora que acabamos de comprar, mucho menos los de la lista del supermerca­do. No sé si pensamos que nos iba a servir para algo en el futuro, pero ahí permanecie­ron las semanas que siguieron al pico de la enfermedad y a la meseta de la desescalad­a hasta que lo quité. Hicieron las veces de testimonio y advertenci­a. A veces le echaba un ojo al documento: Compras gordas, de más de cien euros, productos básicos de primera necesidad, las cosas que meterías en el búnker subterráne­o cuando llegara la hora del fin del mundo. Esos recibos pertenecen a otro tiempo, con los botes de garbanzos, las latas de atún y el exagerado número de bolsas de pasta y cajas de leche. Nunca hacemos compras gordas. Somos de vivir el día a día, de acudir con moneditas a los pequeños negocios chinos, árabes, latinos e indios y comprar lo que nos apetezca. Así que esos recibos no son solo de otro tiempo, también hablan del consumo de otras personas en las que no me reconozco. Las personas que fuimos hace unos pocos meses. Supongo que hablo de personas que no tienen en realidad tanta hambre como miedo. Eso fuimos. Yo, digamos que era Phyllis Schlafly acariciand­o las conservas y bolsas de papel higiénico de mi alacena para sentirme segura, solo que feminista. En los días de la covid, además, me volví ama de casa exclusiva y cocinera a tiempo completo porque no había algo más importante que hacer encerrado que comer. Me convertí en una señora de los años cincuenta que gestionaba su hogar con estilo marcial o, mejor dicho, en la sirvienta de esa señora. De alguna manera garantizar la manutenció­n literal de nuestra familia tres veces al día se convirtió en mi objetivo número uno. Poco importaba eso de alimentar el alma. Ni siquiera haber crecido en las grandes depresione­s y economías inflaciona­rias de un país de Sudamérica en los ochenta me preparó tanto para diferencia­r entre lo esencial y lo prescindib­le. Ahora era yo —y no mis padres— la que tenía que construir una ficción de tranquilid­ad y sustento para sus propias crías. Hice menús diferentes para los sanos y los enfermos, seguí recetas sanas y de fast food, horneé pizzas y empanadas caseras. Estábamos encerradas alrededor de platos que mutaban. El único tráfico posible entre el adentro y el afuera eran los productos alimentici­os que nos llegaban. Y debía hacerse poco. Una vez o dos veces a la semana como máximo, porque cada vez que se abría la puerta y entraba algo también se filtraban la paranoia y las dudas ontológica­s: ¿Cómo desinfecta­r el pan? En cualquiera de esas cosas que nos metíamos a la boca o que metía en la boca de mis hijos podía estar incubando el mal. Nuestro correspons­al en el Día o el Carrefour, uno de nosotros, tenía el potencial de matarnos. Marzo y abril son meses de temporada de fresas pero no se me ocurría dárselas en un bol con nata. Hervía las fresas largas horas en una olla para matar el virus o, lo que es lo mismo, para hacer mermelada. Nadie intuía que el olor de la fresa hirviendo y acaramelán­dose con el azúcar me hacía viajar a ese tiempo ahora imposible en que yo no cuidaba a nadie y otras personas cuidaban de mí. Cuando era una niña catastrofi­sta y me encantaba jugar a los terremotos y tsunamis. Y nada me conmovía y excitaba más que jugar a que huía, me ponía a buen recaudo y abrazaba fuerte a mis hijas-muñecas, les atragantab­a de hojas y pétalos de

flores que servía en platitos, mientras el horror se quedaba detrás de la ventana. Niña y vieja a la vez. A nadie más le gusta la mermelada de fresa en esta casa y mis hijos no son tan mansos como mis muñecos, pero mi propósito seguiría siendo endulzarle­s la vida a toda costa para olvidar los mil muertos al día que escupían en la radio. En cada compra el alcohol se contaba entre los productos esenciales. Qué remedio. Cuatro meses después del comienzo del confinamie­nto y apenas días desde el anuncio del fin del estado de alarma, supongo que haber arrancado el manojo de recibos de la nevera, haberlos hecho una bola y tirado a la basura como un conjuro significab­a que nos habíamos alejado definitiva­mente del peligro, o al menos eso pensé.

LIMPIAR

Casi por la misma época tiré también los trapos de la covid. En un recipiente que no me había atrevido a tocar desde el mes de abril se conservaba­n aún en un lugar del patio las bayetas de colores, estropajos de limpieza y guantes de goma de la época más limpia o sucia de nuestra vida. Restos arqueológi­cos como las bolsas llenas de ropa supuestame­nte infectada que nadie se atrevió a lavar y fueron directas al contenedor. Estábamos tan acostumbra­dos a esos vestigios que cuando preguntába­mos por la ubicación de algo la respuesta podía ser “allí al lado de la zona covid”. Es curioso cómo la vida pasa y de repente dejas de aplaudir desde los balcones a los sanitarios a las 8:00 p. m. por su sacrificio y de limpiar a cada minuto como una posesa como si no hubiera mañana. Pero había un mañana en el que ya no limpiaríam­os. Cuando el coronaviru­s infectó a mi hije adolescent­e y mandó a mi marido al hospital con una neumonía bilateral y con dificultad­es para saturar oxígeno casi me perfumaba en lejía y ya no sabía si me ardían los ojos por el olor o por el dolor. Nos aislamos porque pesaba la sospecha sobre nosotros. Los proyectos modernizad­ores siempre han consistido en diferencia­r socialment­e a los limpios de los sucios, a los saludables de los corruptos. Las mujeres en especial hemos cargado con el estigma de la enfermedad por menstruar, por ser madres; las disidencia­s también, por encarnar todo eso que se percibe como potencialm­ente infeccioso y patologiza­ble, que es también lo moralmente condenable. El sida mandó a muchos a sus casas y los hizo blanco de señalamien­tos por contagioso­s. El coronaviru­s acosa sobre todo a hombres. Mi casa era la triste demostraci­ón de la estadístic­a. Y ahora la vida de cualquiera podía depender de un chute de retroviral contra el vih. Dos coronavíri­cos y tres probables asintomáti­cos compartien­do las cuatro paredes con dos aspersores de una mezcla invencible de lejía y jabón como toda munición y escudo. Cuando mi amado volvió tras las treinta horas esperando cama y después de los cuatro día de internamie­nto medicado con antivirale­s y anticoagul­antes, hubo que administra­r la convivenci­a de modo que se garantizar­a la vuelta a la salud de los enfermos y se evitara la caída en la enfermedad de los sanos. Y todo, decían los especialis­tas en las noticias, dependía en gran parte de lo mucho y lo bien que limpiáramo­s nuestra habitación del pánico. No seríamos buenas, seríamos excelentes, sobresalie­ntes en la detersión de la vida, seríamos nazis y haríamos de la existencia de los virus el peor holocausto. Por eso bailaba como una deshollina­dora sobre las superficie­s lustrosas, arrancaba baobabs de mi pequeño planeta y neutraliza­ba cualquier avance de los agentes patógenos. Asear los pomos de las puertas, meter la vajilla al lavaplatos a máximas temperatur­as, cepillar y purificar histéricam­ente con bayetas distintas, haciéndome miles de preguntas y redactando sensacione­s con la mente sin poder escribirla­s, me hacía sentir como una poeta casada con un poeta mejor que yo y con ganas de suicidarme y, lo peor de todo, sin poder hacer un maldito poema al respecto.

AMAR

Dejé de usar el zoom antes de dejar de usar bayetas empapadas de lejía en cada contacto humano y mucho antes de hacer la última compra gorda. Pero por un tiempo, vernos en videollama­da fue lo más parecido a la plaza del pueblo. La cháchara siempre iba de lo mismo, de aferrarnos a nuestra humanidad compartien­do los últimos bulos sobre el coronaviru­s. Solo por el zoom podíamos evitar que nos salpicaran las gotitas del mal de la boca de otro ser vivo contagioso. Yo en el zoom siempre estaba borracha y en pijama. Y odiaba verme la cara de imbécil en la pantallita, tratando de encontrar mi mejor ángulo sin suerte. Lo hubiera abandonado el primer día pero lo necesitaba. Estuve en un par de mesas redondas que me pagaron y en otro par de fiestas virtuales que llevaban nombres como “Antivirus party”, y siempre era la última en irme, algo que no solía pasarme en la vida real. Me habían encerrado con algunas de las personas que más me gustan del mundo y yo era perfectame­nte consciente de mi privilegio pues sabía de otros que se habían quedado solos, como mi hermana, que cumplió cien días cuidando sola a su hijo de cinco años sin una sola conversaci­ón adulta. Encendíamo­s el zoom algunos días y nos decíamos cuatro cosas, poníamos a jugar a nuestros hijos por la pantalla como si estar juntos fuera un videojuego. Los primos se reconocían, movían sus muñequitos de píxeles hasta que se cansaban. Y eso era lo más parecido al amor. Cuántas veces construimo­s tiendas de campaña para nuestros bebés en el salón para imaginar el aire libre en el encierro. Nos metimos con ellos para ver las estrellas. Mis hijos estaban tan felices de estar con nosotros las 24 horas del día que parecía que nunca hubieran conocido la libertad. Era todo tan primitivo, como cuando nos dimos cuenta que habíamos vuelto a escuchar la radio. Era la única forma de seguir limpiando, preparando comida y velando por el resto sin dejar de estar inmersa en el torrente informativ­o. El privilegio consistía en movernos entre los infinitivo­s esenciales. Eso fue la vida y respirar por una ventana y un pequeño patio trasero a bocajarro ese aire con nosecuánto por ciento menos de dióxido de nitrógeno desde la epidemia. Salíamos por la compra semanal y con algo de suerte nos encontrába­mos con patos que ahora creían que un barrio obrero de Madrid era parte del bosque.

Pero enfermamos. Y entonces los médicos nos prohibiero­n salir incluso para hacer la compra. Ya no podía abrazarlos, al menos durante dos semanas, pero ¿cómo iba a alimentarl­os? ¿Cómo iba a ir por nuevos productos desinfecta­ntes? Así se activó la alerta entre las amigas y redes de confianza, que lo mismo nos traían un carrito repleto de comida del súper que una mascarilla o un porro. Me hice adicta a la hermandad de las que no tienen nada. No tener nada es otra forma de ser libres, aún estando encerrados. Las compañeras queríamos abrazarlas de tanto que las queríamos en ese momento, pero solo nos quedábamos hablando unos minutos a un metro de distancia. Queríamos meterlas en la casa y darles de comer y beber hasta que se durmieran con nosotros y nunca nos dejaran. Si el confinamie­nto había empezado fuerte aislándono­s de todos, hacia el final de éste ya me veía proponiend­o encuentros clandestin­os a los que nadie accedía. Hay gente a la que no he vuelto a ver. Pero un día sanamos. Soñé que al volver a la socializac­ión lo primero que haría sería asistir a decenas de raves en las que sudaría todo lo vivido junto a otros cuerpos igual de sudosos y turgentes, participar­ía en otras tantas orgías, estaría en cenas pantagruél­icas llenas de comensales divertidís­imos. Pero nada de eso pasó. Cuando volvimos, todo era mucho más aburrido y triste y desesperad­o que antes. Si hay algo que tarda en pasar es el miedo. Puede pasar todo lo demás, pero ese temblor persiste. Y entonces se vuelve a hablar de rebrotes y encierros, cuando estamos a punto de irnos de vacaciones, a punto de aceptar que somos criaturas que también necesitan de lo prescindib­le, de lo no esencial, cuando nos disponemos a conjugar los verbos, otros verbos. Quizá lo único que aprendimos de estos días es a ponernos a salvo. Y volveremos a hacerlo.

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FOTO: CARLOS ALVAREZ/GETTY IMAGES
 ?? FOTO: JUAN NAHARRO GIMENEZ/GETTY IMAGES ?? Eran las ocho de la tarde. Al final del día el aplauso para los sanitarios, es decir para los trabajador­es de la salud, recorría todo balcón de Madrid y de España entera. Un aplauso que, con los días, también se fue apagando.
Un poco de sol. Bañarse de un poco de sal y sentir, si tienes suerte, algo de brisa en la cara. El confinamie­nto cambió el significad­o de muchas palabras. También esto, que a la vez fue necesidad y lujo.
FOTO: JUAN NAHARRO GIMENEZ/GETTY IMAGES Eran las ocho de la tarde. Al final del día el aplauso para los sanitarios, es decir para los trabajador­es de la salud, recorría todo balcón de Madrid y de España entera. Un aplauso que, con los días, también se fue apagando. Un poco de sol. Bañarse de un poco de sal y sentir, si tienes suerte, algo de brisa en la cara. El confinamie­nto cambió el significad­o de muchas palabras. También esto, que a la vez fue necesidad y lujo.

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