Comer, limpiar, amar
Con el confinamiento cambió la cotidianidad. Cambió todo. Portar el virus cambió la mirada de los otros sobre nosotros. Y aprendimos a ver el mundo distinto.
COMER
Hace unos días por fin tiré el manojo de los viejos recibos de la compra que estaban adheridos con un imán a la puerta de la nevera. Nunca guardamos un recibo, ni el de la aspiradora que acabamos de comprar, mucho menos los de la lista del supermercado. No sé si pensamos que nos iba a servir para algo en el futuro, pero ahí permanecieron las semanas que siguieron al pico de la enfermedad y a la meseta de la desescalada hasta que lo quité. Hicieron las veces de testimonio y advertencia. A veces le echaba un ojo al documento: Compras gordas, de más de cien euros, productos básicos de primera necesidad, las cosas que meterías en el búnker subterráneo cuando llegara la hora del fin del mundo. Esos recibos pertenecen a otro tiempo, con los botes de garbanzos, las latas de atún y el exagerado número de bolsas de pasta y cajas de leche. Nunca hacemos compras gordas. Somos de vivir el día a día, de acudir con moneditas a los pequeños negocios chinos, árabes, latinos e indios y comprar lo que nos apetezca. Así que esos recibos no son solo de otro tiempo, también hablan del consumo de otras personas en las que no me reconozco. Las personas que fuimos hace unos pocos meses. Supongo que hablo de personas que no tienen en realidad tanta hambre como miedo. Eso fuimos. Yo, digamos que era Phyllis Schlafly acariciando las conservas y bolsas de papel higiénico de mi alacena para sentirme segura, solo que feminista. En los días de la covid, además, me volví ama de casa exclusiva y cocinera a tiempo completo porque no había algo más importante que hacer encerrado que comer. Me convertí en una señora de los años cincuenta que gestionaba su hogar con estilo marcial o, mejor dicho, en la sirvienta de esa señora. De alguna manera garantizar la manutención literal de nuestra familia tres veces al día se convirtió en mi objetivo número uno. Poco importaba eso de alimentar el alma. Ni siquiera haber crecido en las grandes depresiones y economías inflacionarias de un país de Sudamérica en los ochenta me preparó tanto para diferenciar entre lo esencial y lo prescindible. Ahora era yo —y no mis padres— la que tenía que construir una ficción de tranquilidad y sustento para sus propias crías. Hice menús diferentes para los sanos y los enfermos, seguí recetas sanas y de fast food, horneé pizzas y empanadas caseras. Estábamos encerradas alrededor de platos que mutaban. El único tráfico posible entre el adentro y el afuera eran los productos alimenticios que nos llegaban. Y debía hacerse poco. Una vez o dos veces a la semana como máximo, porque cada vez que se abría la puerta y entraba algo también se filtraban la paranoia y las dudas ontológicas: ¿Cómo desinfectar el pan? En cualquiera de esas cosas que nos metíamos a la boca o que metía en la boca de mis hijos podía estar incubando el mal. Nuestro corresponsal en el Día o el Carrefour, uno de nosotros, tenía el potencial de matarnos. Marzo y abril son meses de temporada de fresas pero no se me ocurría dárselas en un bol con nata. Hervía las fresas largas horas en una olla para matar el virus o, lo que es lo mismo, para hacer mermelada. Nadie intuía que el olor de la fresa hirviendo y acaramelándose con el azúcar me hacía viajar a ese tiempo ahora imposible en que yo no cuidaba a nadie y otras personas cuidaban de mí. Cuando era una niña catastrofista y me encantaba jugar a los terremotos y tsunamis. Y nada me conmovía y excitaba más que jugar a que huía, me ponía a buen recaudo y abrazaba fuerte a mis hijas-muñecas, les atragantaba de hojas y pétalos de
flores que servía en platitos, mientras el horror se quedaba detrás de la ventana. Niña y vieja a la vez. A nadie más le gusta la mermelada de fresa en esta casa y mis hijos no son tan mansos como mis muñecos, pero mi propósito seguiría siendo endulzarles la vida a toda costa para olvidar los mil muertos al día que escupían en la radio. En cada compra el alcohol se contaba entre los productos esenciales. Qué remedio. Cuatro meses después del comienzo del confinamiento y apenas días desde el anuncio del fin del estado de alarma, supongo que haber arrancado el manojo de recibos de la nevera, haberlos hecho una bola y tirado a la basura como un conjuro significaba que nos habíamos alejado definitivamente del peligro, o al menos eso pensé.
LIMPIAR
Casi por la misma época tiré también los trapos de la covid. En un recipiente que no me había atrevido a tocar desde el mes de abril se conservaban aún en un lugar del patio las bayetas de colores, estropajos de limpieza y guantes de goma de la época más limpia o sucia de nuestra vida. Restos arqueológicos como las bolsas llenas de ropa supuestamente infectada que nadie se atrevió a lavar y fueron directas al contenedor. Estábamos tan acostumbrados a esos vestigios que cuando preguntábamos por la ubicación de algo la respuesta podía ser “allí al lado de la zona covid”. Es curioso cómo la vida pasa y de repente dejas de aplaudir desde los balcones a los sanitarios a las 8:00 p. m. por su sacrificio y de limpiar a cada minuto como una posesa como si no hubiera mañana. Pero había un mañana en el que ya no limpiaríamos. Cuando el coronavirus infectó a mi hije adolescente y mandó a mi marido al hospital con una neumonía bilateral y con dificultades para saturar oxígeno casi me perfumaba en lejía y ya no sabía si me ardían los ojos por el olor o por el dolor. Nos aislamos porque pesaba la sospecha sobre nosotros. Los proyectos modernizadores siempre han consistido en diferenciar socialmente a los limpios de los sucios, a los saludables de los corruptos. Las mujeres en especial hemos cargado con el estigma de la enfermedad por menstruar, por ser madres; las disidencias también, por encarnar todo eso que se percibe como potencialmente infeccioso y patologizable, que es también lo moralmente condenable. El sida mandó a muchos a sus casas y los hizo blanco de señalamientos por contagiosos. El coronavirus acosa sobre todo a hombres. Mi casa era la triste demostración de la estadística. Y ahora la vida de cualquiera podía depender de un chute de retroviral contra el vih. Dos coronavíricos y tres probables asintomáticos compartiendo las cuatro paredes con dos aspersores de una mezcla invencible de lejía y jabón como toda munición y escudo. Cuando mi amado volvió tras las treinta horas esperando cama y después de los cuatro día de internamiento medicado con antivirales y anticoagulantes, hubo que administrar la convivencia de modo que se garantizara la vuelta a la salud de los enfermos y se evitara la caída en la enfermedad de los sanos. Y todo, decían los especialistas en las noticias, dependía en gran parte de lo mucho y lo bien que limpiáramos nuestra habitación del pánico. No seríamos buenas, seríamos excelentes, sobresalientes en la detersión de la vida, seríamos nazis y haríamos de la existencia de los virus el peor holocausto. Por eso bailaba como una deshollinadora sobre las superficies lustrosas, arrancaba baobabs de mi pequeño planeta y neutralizaba cualquier avance de los agentes patógenos. Asear los pomos de las puertas, meter la vajilla al lavaplatos a máximas temperaturas, cepillar y purificar histéricamente con bayetas distintas, haciéndome miles de preguntas y redactando sensaciones con la mente sin poder escribirlas, me hacía sentir como una poeta casada con un poeta mejor que yo y con ganas de suicidarme y, lo peor de todo, sin poder hacer un maldito poema al respecto.
AMAR
Dejé de usar el zoom antes de dejar de usar bayetas empapadas de lejía en cada contacto humano y mucho antes de hacer la última compra gorda. Pero por un tiempo, vernos en videollamada fue lo más parecido a la plaza del pueblo. La cháchara siempre iba de lo mismo, de aferrarnos a nuestra humanidad compartiendo los últimos bulos sobre el coronavirus. Solo por el zoom podíamos evitar que nos salpicaran las gotitas del mal de la boca de otro ser vivo contagioso. Yo en el zoom siempre estaba borracha y en pijama. Y odiaba verme la cara de imbécil en la pantallita, tratando de encontrar mi mejor ángulo sin suerte. Lo hubiera abandonado el primer día pero lo necesitaba. Estuve en un par de mesas redondas que me pagaron y en otro par de fiestas virtuales que llevaban nombres como “Antivirus party”, y siempre era la última en irme, algo que no solía pasarme en la vida real. Me habían encerrado con algunas de las personas que más me gustan del mundo y yo era perfectamente consciente de mi privilegio pues sabía de otros que se habían quedado solos, como mi hermana, que cumplió cien días cuidando sola a su hijo de cinco años sin una sola conversación adulta. Encendíamos el zoom algunos días y nos decíamos cuatro cosas, poníamos a jugar a nuestros hijos por la pantalla como si estar juntos fuera un videojuego. Los primos se reconocían, movían sus muñequitos de píxeles hasta que se cansaban. Y eso era lo más parecido al amor. Cuántas veces construimos tiendas de campaña para nuestros bebés en el salón para imaginar el aire libre en el encierro. Nos metimos con ellos para ver las estrellas. Mis hijos estaban tan felices de estar con nosotros las 24 horas del día que parecía que nunca hubieran conocido la libertad. Era todo tan primitivo, como cuando nos dimos cuenta que habíamos vuelto a escuchar la radio. Era la única forma de seguir limpiando, preparando comida y velando por el resto sin dejar de estar inmersa en el torrente informativo. El privilegio consistía en movernos entre los infinitivos esenciales. Eso fue la vida y respirar por una ventana y un pequeño patio trasero a bocajarro ese aire con nosecuánto por ciento menos de dióxido de nitrógeno desde la epidemia. Salíamos por la compra semanal y con algo de suerte nos encontrábamos con patos que ahora creían que un barrio obrero de Madrid era parte del bosque.
Pero enfermamos. Y entonces los médicos nos prohibieron salir incluso para hacer la compra. Ya no podía abrazarlos, al menos durante dos semanas, pero ¿cómo iba a alimentarlos? ¿Cómo iba a ir por nuevos productos desinfectantes? Así se activó la alerta entre las amigas y redes de confianza, que lo mismo nos traían un carrito repleto de comida del súper que una mascarilla o un porro. Me hice adicta a la hermandad de las que no tienen nada. No tener nada es otra forma de ser libres, aún estando encerrados. Las compañeras queríamos abrazarlas de tanto que las queríamos en ese momento, pero solo nos quedábamos hablando unos minutos a un metro de distancia. Queríamos meterlas en la casa y darles de comer y beber hasta que se durmieran con nosotros y nunca nos dejaran. Si el confinamiento había empezado fuerte aislándonos de todos, hacia el final de éste ya me veía proponiendo encuentros clandestinos a los que nadie accedía. Hay gente a la que no he vuelto a ver. Pero un día sanamos. Soñé que al volver a la socialización lo primero que haría sería asistir a decenas de raves en las que sudaría todo lo vivido junto a otros cuerpos igual de sudosos y turgentes, participaría en otras tantas orgías, estaría en cenas pantagruélicas llenas de comensales divertidísimos. Pero nada de eso pasó. Cuando volvimos, todo era mucho más aburrido y triste y desesperado que antes. Si hay algo que tarda en pasar es el miedo. Puede pasar todo lo demás, pero ese temblor persiste. Y entonces se vuelve a hablar de rebrotes y encierros, cuando estamos a punto de irnos de vacaciones, a punto de aceptar que somos criaturas que también necesitan de lo prescindible, de lo no esencial, cuando nos disponemos a conjugar los verbos, otros verbos. Quizá lo único que aprendimos de estos días es a ponernos a salvo. Y volveremos a hacerlo.