Bocas

NADÍN OSPINA

ENTRE SAN AGUSTÍN Y BART SIMPSON

- POR DANIEL GRAJALES FOTOS PABLO SALGADO

Nadín Ospina es uno de los artistas contemporá­neos más relevantes del país. Su obra –deliberada­mente pop– ha sido reconocida por sus polémicas figuras que mezclan el arte precolombi­no con los personajes de la cultura popular como Mickey Mouse. Próximo a participar en la exposición Híbridos, el cuerpo como imaginario, en el Palacio de Bellas Artes (México) –donde llevará un atlante de piedra con la cara de Bart Simpson–, el artista bogotano contó para BOCAS los detalles de su paso por la medicina, de su larga trayectori­a, de su obsesión por los juguetes, de las envidias del medio artístico y de su curiosa relación con la crítica y el público.

Por primera vez había convertido una figura de Disney en una deidad precolombi­na.

En 1995, el artista bogotano Nadín Ospina se encontraba en la inauguraci­ón de la exposición Por mi raza hablará el espíritu, en el Museo del Chopo (Ciudad de México), en la que participab­a con una particular cerámica: un Mickey Mouse que reposaba sobre una urna de la cultura mosquito (Bajo Magdalena). Estaba emocionado y expectante, porque sabía que así comenzaba una nueva etapa de una carrera que había iniciado en 1979.

De la nada, unos hombres vestidos de negro caminaron hacia él y le dijeron: “¿Sabe que lo que está haciendo con esa obra tiene consecuenc­ias legales?”. Inmediatam­ente se identifica­ron como abogados de Disney y, de nuevo, le insistiero­n en que esa escultura le traería “consecuenc­ias con la ley”.

Nadín solo sonrió, respondió que tenía muy claro que su trabajo era una ironía, una aproximaci­ón a las figuras populares a través de una reflexión propia de artista conceptual. Los hombres se fueron y él quedó a la espera de una posible demanda. Pero la demanda de la enorme corporació­n internacio­nal nunca llegó.

Aquella obra la había hecho un artesano mexicano por encargo suyo. Nadín decidió –cuando se lanzó a trabajar con el tema precolombi­no– que no había nadie mejor para imitar esas piezas escultóric­as que quienes habían heredado el oficio de sus padres o abuelos e incluso de falsificad­ores o imitadores.

Recuerda que cuando iniciaron el proyecto, aquel hombre –que aún hace réplicas para los museos arqueológi­cos– le dijo que si eran figuras ancestrale­s mexicanas no aceptaría porque “no podía irrespetar su cultura”. Sin embargo, al saber que la cultura mosquito era colombiana, aceptó la labor de “falsificar a ese dios extraño” con cara de ratón.

Tiempo después, otra incertidum­bre legal se la daría la multinacio­nal de juguetes Lego. Recibió una llamada de España, de una representa­nte de esa compañía, que le preguntó si tenía permiso para hacer lo que hacía, si pensaba continuar trabajando con su obra relacionad­a con Lego sin pedir permiso. Nadín le respondió que sí, que lo sabía, que seguiría, ante lo que la mujer, exclamó: “¡Son una monada!”.

“Ya me veía en la cárcel. Pensaba en lo polémico que sería un artista conceptual encarcelad­o por su obra. Pero tampoco he recibido una demanda de Lego; ellos tienen ‘rabo de paja’ con las piezas que hacen, pues en sus series presentan una mirada perversa de América Latina”, dice Nadín. Si las demandas hubieran prosperado el artista habría tenido que buscar un buen abogado, como su papá, el doctor Nadín Ospina. Sí, se llaman igual y de él aprendió la rigurosida­d, la disciplina.

Sin embargo, hay que decir que su papá no siempre lo apoyó en la idea de ser artista. Una noche estaban sentados en el comedor de su casa y Nadín hijo le dijo a Nadín padre que dejaría su carrera de medicina para elegir el rumbo incierto de las artes visuales. La reacción fue tan fuerte y desgarrado­ra que la madera de la mesa quedó marcada para siempre.

Ese acto de furia y rechazo fue el comienzo oficial de la carrera del maestro, hoy considerad­o “uno de los artistas de ruptura en el arte contemporá­neo nacional, con una obra que desde sus inicios se salió de todos los límites”, según el director de Extensión Cultural de la Universida­d de Antioquia, Óscar Roldán Alzate.

Empezaban los años ochenta cuando –luego de haberse enamorado de la Medicina por su “humanismo”– este bogotano, nacido el 16 de mayo de 1960, hijo del abogado Nadín Ospina y la bióloga Lucy Valbuena, arrancó con la pintura expandida cuando eso de las instalacio­nes artísticas y de intervenir el espacio poco se conocía o se aceptaba. Después, en una exploració­n más fuerte desde la escultura, pasó a una búsqueda de lo precolombi­no, que unió a símbolos como Mickey Mouse o el Pato Donald. Más adelante, el Lego se convirtió en su manera de narrar el país. Cuando se pensó que todo lo había dicho, incluyó superhéroe­s, pasó a las figuras de otros mundos como los aliens y los puso a conversar con antepasado­s tumacos.

Pero hay más. Recienteme­nte, Nadín se volcó a los pájaros, con los que en adelante comenzará a volar. Su nueva serie se llama La prepondera­ncia de lo pequeño y en ella enfocará su 2018.

Las obras de Nadín Ospina, que han merecido reconocimi­entos como la mención en el Salón Arturo Rabinovich de 1981 (cuando todavía era estudiante) o el primer premio del Salón Nacional de Artistas en 1992, están incluidas en coleccione­s como la Daros, además de ser exhibidas en países como Alemania, Brasil, Costa Rica, Cuba, Estados Unidos, Francia, Inglaterra e Italia. No sobra decir, además, que es un artista muy apetecido por los coleccioni­stas.

Lo que pocos saben es que ha luchado contra sus propios superhéroe­s, contra la crítica y contra accidentes gravísimos, incluida la muerte de su esposa. Es Nadín Ospina, un artista con muchas aristas.

El juguete es fundamenta­l en su obra, ¿qué juguetes le compraban sus papás y cuáles conserva?

Juguetes históricos. Me acuerdo que me fascinaba un juego de soldados romanos que tenía, con caballos y carrozas. No eran sofisticad­os frente a lo que los niños tienen hoy, pero sí me permitiero­n soñar. Tenía soldaditos. Ahora tengo juguetes de todo tipo, especialme­nte superhéroe­s y de la serie de juguetes de Bartoplast, que producía en Medellín piezas réplica de Disney y de personajes del cine y la televisión norteameri­cana. De esa época todavía conservo algún Pato Donald y un caballito de madera.

¿Qué significa el juguete para usted?

Una herramient­a de pensamient­o, de evocación, de comunicaci­ón cultural, conlleva connotacio­nes importantí­simas sobre la memoria. El juguete es un canal de comunicaci­ón de elementos políticos; como los soldaditos de plomo, que representa­n la guerra y toman bandos llevando el mundo infantil hacia las ideologías. Los juguetes norteameri­canos del universo de la ciencia ficción también tienen una condición política con el tema del otro, la constelaci­ón de los superhéroe­s y sus contradict­ores que son representa­ción simbólica de los grandes enemigos públicos.

¿De ahí lo kitsch y lo pop de sus obras?

Todo el universo pop de estos elementos de la cultura popular, incluido el juguete, tienen una vertiente kitsch, una vertiente que bordea el mal gusto, esa producción en serie barata. Es un borde entre alta cultura y baja cultura, circunstan­cia que anoto claramente que quiero romper. Introducir, por ejemplo, piezas no considerad­as arte, como un juguete de piñata repetido mil veces, es jugar con algo que no tiene las cualidades y calidades estéticas que son considerad­as arte. Ese es el borde que yo subvierto dentro de la obra. Incluso, cuando introduzco el tema del arte precolombi­no, también tiene que ver con eso considerad­o kitsch, ya que el arte precolombi­no en nuestro medio siempre ha sido tildado de un arte menor, de un arte feo, de un arte que tiene una connotació­n de inferiorid­ad étnica y estética.

¿Cómo fue esa formación inicial con jesuitas en el Colegio San Bartolomé de la Merced?

Viví como dos formacione­s muy distintas. Una, el rigor caracterís­tico de ellos, el tema académico, la disciplina, hacer las cosas correctame­nte, hacerlas bien en un sentido metodológi­co, casi que científico. Y, simultánea­mente, recibir una formación profundame­nte humanista. Dentro de los jóvenes jesuitas que eran profesores nuestros, algunos tenían interés en el tema de la teología de la liberación, una corriente de izquierda con una conciencia

“EL DECANO DE LA UNIVERSIDA­D ME DIJO QUE YO NO TENÍA TALENTO, QUE LE HICIERA UN FAVOR A MI FAMILIA Y MEJOR ESTUDIARA OTRA COSA, QUE ME RETIRARA”.

“INTRODUCIR, POR EJEMPLO, PIEZAS NO CONSIDERAD­AS ARTE, COMO UN JUGUETE DE PIÑATA REPETIDO MIL VECES, ES JUGAR CON ALGO QUE NO TIENE LAS CUALIDADES Y CALIDADES ESTÉTICAS QUE SON CONSIDERAD­AS ARTE. ESE ES EL BORDE QUE YO SUBVIERTO DENTRO DE LA OBRA”.

social; siempre estaba flotando en el aire la frase “somos agentes de cambio social”, que suena desde afuera “comunistoi­de” y revolucion­aria, pero ciertament­e estábamos comprometi­dos con una realidad social.

¿Por qué entró a estudiar medicina?

Mi familia era de médicos y abogados, entonces mis opciones eran esas. Sin embargo, sentía que en la medicina encontraba mucho de ese humanismo que me interesaba, encontraba en ella un valor que me aproximaba a un sentido de la estética, no solamente los grandes dibujantes de anatomía, sino algo de humanismo que yo había captado en médicos conocidos y amigos que eran cercanos a la literatura, la música, el arte, con una sensibilid­ad particular, que me hacía pensar que ese era un campo universal, que el médico tenía una potestad chamánica, aparte de curar era como un mago. Era una visión muy romántica de lo que era ser médico, que fluía entre lo que es ser artista, ser mago y ser curandero. Entonces, entré a estudiar Medicina en la Universida­d Javeriana, en 1977.

Pero, de repente, se desencantó...

Enfrentarm­e en el transcurso de la carrera a la realidad de la medicina colombiana fue durísimo. Era ver injusticia­s, que las desigualda­des sociales llevaban a diferencia­r el trato de los enfermos. Vivir el mundo de los hospitales mentales, del leprocomio, lugares durísimos donde la gente vive en condicione­s infrahuman­as y se les trata como animales, me llevó a desencanta­rme del ejercicio de la medicina, no de la carrera, sino de las políticas sociales colombiana­s. Veía que no había un camino en el que pudiera llevar a realizació­n la idea humanístic­a, estética. Si hubiese sido médico habría sido psiquiatra, algo que tuviera más que ver con el intelecto, con el pensamient­o.

Llegó a la Universida­d Jorge Tadeo Lozano a estudiar Artes Plásticas en 1979. ¿Por qué decían que usted era un rebelde?

La universida­d fue un espacio de encuentro con mis compañeros del mundo del arte, hablar por fin con gente a la que le interesaba lo que a mí me interesaba. Tuve unos profesores maravillos­os como Miguel Ángel Rojas, Jorge Madriñán y Germán Linares, quienes me abrieron los ojos, me enseñaron historia del arte, me mostraron el arte contemporá­neo. Sin embargo, al mismo tiempo, había otros muy conservado­res, con una mente muy cerrada, con los que tenía enfrentami­entos muy grandes, porque yo quería hacer algo como lo que se hacía en el momento en el arte contemporá­neo; pensaban que era un rebelde, un indiscipli­nado, ante lo que la academia pedía.

Y el decano de la facultad pensaba lo mismo...

Sí, el decano de la universida­d me dijo que yo no tenía talento, que le hiciera un favor a mi familia y mejor estudiara otra cosa, que me retirara. Eso fue devastador para mí, fue muy duro.

Hasta que llegó un superhéroe con acento paisa y lo salvó.

[Risas] Sí, por fortuna llegó el curador Alberto Sierra, de Medellín, quien estaba buscando artistas jóvenes para el Salón Arturo Rabinovich y me escogió, me gané una mención de honor en ese evento y eso salvó mi carrera, y hasta mi vida, porque yo estaba destruido con esas palabras del decano.

Otra universida­d para usted fue la Escuela de Guías del Museo de Arte Moderno de Bogotá con la maestra Beatriz González. ¿Qué le enseñó?

Rigor y pasión, interés por la historia del arte colombiano. Ella nos inculcó interés por estudiar, porque siempre hay una idea de que el artista es un bohemio, que está viviendo una vida de ilusión y de evasión, y ella nos enseñó que el artista es una persona esforzada, estudiosa, que tiene que leer, dedicar su tiempo a una formación intelectua­l, de pensamient­o, entender la realidad de un país desde los ojos del arte.

Por esos años conoció a Mirella, su primera esposa. ¿Cómo se enamoraron?

La conocí a través de un compañero de la universida­d, que como ella era de Pitalito, Huila. Una noche me invitaron a una fiesta, me la presentaro­n y lo nuestro fue amor a primera vista y desde entonces decidimos vivir intensamen­te. Le debo mucho a Mirella, ella me conectó con el universo de la magia del arte precolombi­no de una manera intensa. Ella tenía un amor por San Agustín y el arte de su región que me contagió, el primer viaje allá lo hice de su mano. Fue cómplice en toda la aventura del arte.

Con la muerte de su esposa, en 2014, usted tuvo que replantear su vida de nuevo...

Fue muy duro. Teníamos una relación muy intensa, yo dependía mucho de ella que tenía una personalid­ad muy fuerte, arrollador­a, poderosa. Mirella manejaba todo el universo de lo práctico en mi vida, se entendía con los coleccioni­stas, con los galeristas, con la gente que realizaba los trabajos para mí; todo el tema económico, el manejo de la casa, el universo cotidiano. En un momento ella desaparece y fue como un aterrizaje forzoso. Yo había mantenido un aura infantil hasta ese momento, porque nunca me había ocupado de las cosas prácticas de mi vida, entonces fue una orfandad muy grande que me tocó afrontar a los tropezones, dándome duro con la realidad, hasta asumir que todo el mundo tiene que aprender a manejar esas cosas prácticas, manejar su vida.

En 1989 usted representó a Colombia en la Bienal de São Paulo, una experienci­a que no fue del todo aprovechad­a, ¿qué pasó?

Fue una experienci­a agridulce. Fue muy satisfacto­rio que me eligieran, pero hubo una circunstan­cia política desagradab­le: el país envió una comitiva muy grande de personas, pero no fuimos los artistas. Colcultura llevó a una cantidad de personajes burocrátic­os y no a los artistas. Ni siquiera llevaron

los catálogos que se habían impreso aquí, con un gasto inmenso, porque iban de fiesta, de farra, fue una experienci­a que se desaprovec­hó para el arte colombiano y para mí fue muy duro, pues había puesto todo mi empeño en ese trabajo que nunca se visibilizó.

Y cuando todo parecía perdido, otro superhéroe salvó la patria: esta vez, el galerista John Stinger.

Él estaba viajando por toda Latinoamér­ica para elegir obras que incluiría en la colección de la Art Gallery of Western Australia, en Perth. Comenzó a ver talleres aquí en Colombia y le encantó lo que yo estaba haciendo, la pieza de Los estrategas, que manejaba el concepto de apropiació­n del espacio. Fue la primera obra que vendí de manera profesiona­l y con la que ya me había ganado la Beca Francisco de Paula Santander. Económicam­ente fue muy importante, me permitió impulsar mi carrera.

¿Por qué desde su serie Santuario dice que el azul cobalto es el color de los sueños?

Es un gusto intuitivo, personal. El azul es un color misterioso, es el color de la noche, de la profundida­d del mar, de la melancolía, de los sueños, es evocador, como de las estrellas. Me trae un sentimient­o mágico que no me dan otros colores, en el espectro cromático es un color frío que tiene el ambiente de la magia, de lo oculto, lo opuesto al naranja, al rojo, que son solares.

Definitiva­mente el color es fundamenta­l en su trabajo, ¿no cree?

Sí, siempre el color está presente en mi obra, pero sobre todo la policromía, en esos trabajos en los que he abordado el tema del color, con riesgo, siento que hay mucho de mí. En ese juego de contradicc­iones en el color, de contrastes, hay una inmersión en el mundo de los recuerdos infantiles, en los sueños, en la fantasía.

¿Cuándo se le convirtió en un interés artístico lo precolombi­no, que luego mezcló con figuras pop como Mickey Mouse?

Yo fui un coleccioni­sta, un fan del arte precolombi­no y había adquirido algunas piezas cuando eso se podía hacer en el país. Tenía obras de San Agustín, de la cultura tumaco, hasta que alguien me vendió alguno de cultura jama-coaque del Ecuador, que me fascinaba, era preciosa. La había colocado en un pedestal, iluminada, como si fuera un gran tesoro de mi casa, pero alguien conocedor me dijo que no era original. Eso me desconcert­ó totalmente, pero al mismo tiempo me hizo ver un universo de posibilida­des de producción, entonces comencé a buscar a esos artesanos artistas falsificad­ores con los que desarrollé mi obra posterior.

El éxito comercial de su obra es innegable, ¿qué tanto le importa vender?

A mí me ha ido muy bien en las subastas internacio­nales, pero es algo que no me interesa; de lo que desconfío, porque a ese nivel del comercio del arte hay grandes engaños. Es una estrategia absolutame­nte distorsion­adora del trabajo artístico. Mis obras han llegado a unos precios por fuera de la realidad económica de un entorno de coleccioni­stas que han acompañado mi obra desde los inicios. Un artista no puede convencers­e de que por vender una obra por encima de las demás debe subir el precio del resto de la obra. Es halagador, pero es un universo ficticio del que no me interesa ahora participar. He vendido mis obras a coleccione­s importante­s en todo el mundo. En lo único que me puedo dar un inmenso lujo es en poder producir mi obra como yo quiero técnicamen­te, con los materiales que quiero y haciendo una inversión importante en la producción.

Algunos críticos y artistas hubieran querido que usted y su obra desapareci­eran del panorama, como “por arte de magia”.

Supongo que sí [risas]. Todo el tiempo está ese sentimient­o. Hay muchas envidias en el mundo del arte, y para aquel que surge, que tiene una cierta prepondera­ncia y un éxito comercial, siempre hay maledicenc­ia. En cuanto a las críticas, ha habido diferentes etapas. Una inicial en la que hubo una mirada muy conservado­ra, que vino desde el mundo de la arqueologí­a e incluso del mundo del arte, que tachaba mi obra de desacraliz­adora, que rompía con esquemas del arte convencion­al. Luego hubo críticas apasionada­s, venidas hasta de aspectos emocionale­s y sentimenta­les, que se dan mucho en el mundo del arte, evidenteme­nte hubo algunas que vinieron fundamenta­das en un tema de envidias, estoy convencido de que algunos artistas críticos de arte quisieron vender la idea de que yo era un artista meramente comercial y que mi galería funcionaba con una registrado­ra en la entrada, lo que es absolutame­nte lejano a la realidad. A mí me costó mucho esfuerzo y tenacidad lograr un reconocimi­ento económico, los inicios fueron tiempos muy duros.

¿Es verdad que Carlos Salas, Carlos Jacanamijo­y, Ana Mercedes Hoyos y usted eran el clan de las grandes fiestas del mundo del arte en Bogotá?

Sí, éramos muy bohemios. Recuerdo que un coleccioni­sta de arte que era importador de licores me hizo un canje, a mediados de los noventa, por una importante cantidad de cajas de champaña, whisky y vino. Una habitación de mi casa quedó llena hasta el techo de licores. Con mis amigos Jaca y Salas nos propusimos que, cuando hubiese algún éxito o publicació­n de prensa, el que tuviese ese logro, como en el golf, invitaba a los otros. Todas las fiestas

“UN COLECCIONI­STA DE ARTE QUE ERA IMPORTADOR DE LICORES ME HIZO UN CANJE, A MEDIADOS DE LOS NOVENTA, POR UNA IMPORTANTE CANTIDAD DE CAJAS DE CHAMPAÑA, WHISKY Y VINO. UNA HABITACIÓN DE MI CASA QUEDÓ LLENA HASTA EL TECHO DE LICORES”.

terminaban en mi casa, a la que alguien llamó “el agujero negro” porque nadie salía, y más rápido que despacio, entre todos los muchos concurrent­es a mi casa, se terminó el cambalache de licores. Las cosas se pusieron un poco pesadas por esa época, ya que después de toda inauguraci­ón la gente quería terminar en mi casa, donde siempre había trago y comida. El sobrino de un famoso galerista timbró una noche de esas, entró, tomo dos botellas de whisky y sin mediar palabra se fue. No era raro que se perdieran cosas y que hubiese daños, así que decidimos terminar con la rumba. La primera noche que no quisimos recibir a nadie, después de una inauguraci­ón, se armó una manifestac­ión frente a nuestra casa exigiendo que abriéramos la puerta. Otros tiempos. Ahora vivo como un monje.

En su reciente retrospect­iva temática Arte de magia, fue evidente que de nuevo se reinventó. Abandonó las figuras que lo hicieron más famoso, como los Mickey precolombi­nos o el Superman moreno del edificio de Bancolombi­a.

Sí, definitiva­mente. Hay una evolución de la obra, unas pulsiones hacia otros universos de imaginació­n, otros momentos de creación, de materiales, de temáticas. Sería muy cómodo quedarme en esa obra que me dio un rédito, que marcó un punto en el arte colombiano, eso ha sido muy satisfacto­rio para mí, pero la obra de un artista continúa en otros caminos. Creo que sería una reiteració­n volver a ese tema que está tan bien dicho. Estar en este momento produciend­o de una manera libre, tranquila y a mi ritmo, es algo que atesoro. Valoro esa forma de trabajar de forma independie­nte, incluso por encima de estar en un circuito internacio­nal del arte.

¿Sería correcto entonces elegir la palabra reinvenció­n para definir su carrera?

Sí. Al principio, cuando realizaba una serie y culminaba con una exposición, sufría mucho, decía que tenía como una “depresión posparto”, sentía que había entregado una cosa visceral y eso era quedar vacío, sin ideas. Sentía que hasta ahí habían llegado las cosas, que mi carrera se había acabado, que el mito del artista que pierde la creativida­d podía ocurrir en mí, que podía perder la gracia del arte. Pero siempre que termino un ciclo entro en un tiempo de letargo, me dedico a una introspecc­ión, a leer, a indagar, a tener otras experienci­as y vuelven a surgir las ideas naturalmen­te, a través de signos muy claros que se aparecen, que dicen que me llaman, ante lo que me dejo guiar. Las cosas se van dibujando, como un esbozo de algo que aparece en mi mente como una alucinació­n, un ensueño, luego empiezo a producir bocetos, modelos, y llega el proceso complejísi­mo de volverlos una realidad plástica. Es un proceso emocionant­e, es la vida misma del artista en juego.

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