POSTALES
TRANSIBERIANAS
EL MUNDIAL ESTá CERCA Y PARA MUCHOS ES LA OPORTUNIDAD DE CONOCER DE MANERA AUTéNTICA LA RUSIA PROFUNDA. LA RUTA TRANSIBERIANA ES UNA VíA FéRREA QUE UNE LOS 9.282 KILóMETROS QUE SEPARAN A LA CAPITAL RUSA Y VLADIVOSTOK, EL BASTIóN SOVIéTICO EN LAS COSTAS DEL PACíFICO NORTE. ES UNA TRAVESíA DE SIETE DíAS QUE OBLIGA A LOS VIAJEROS A EXPLORAR LA TIERRA DE ZARES, DESDE LAS CIUDADES QUE RECIBIRáN A LAS SELECCIONES Y LOS TURISTAS DEL MUNDO PARA LA COPA DE FúTBOL, HASTA LAS ENTRAñAS DE SIBERIA QUE SE SIENTEN COMO UNA NACIóN AISLADA Y COMPLETAMENTE DIFERENTE.
D“Damas y caballeros, bienvenidos a Moscú. Las condiciones meteorológicas son favorables, con una temperatura de –8 °C. Gracias por volar con nosotros”. Antes de terminar el anuncio, la gente ya estaba preparada para ese corto trayecto desde la puerta del avión hasta el bus: la pareja de españoles a mi lado se puso tres capas de ropa, la gente sacó sus chaquetas de los compartimientos. Yo me amarré mi bufanda lo mejor que pude y me preparé para esas “condiciones meteorológicas favorables” que en un segundo me congelaron las orejas. Cinco minutos después, mis propias gafas me congelaban la sien y yo rezaba para que el bus cerrara las puertas y dejara a los que faltaban por montarse a su propia suerte.
La gente que conozco se ríe de lo friolento que soy. Cuando empecé a ahorrar hace cuatro años y a decirle a la gente que iba a recorrer el transiberiano, el famoso viaje en tren por 9.282 kilómetros de vía que atraviesan Rusia desde su capital hasta la ciudad de Vladivostok, hogar de su armada en el Pacífico Norte, mis amigos más escépticos me veían temblar con el frío de las noches rolas y me decían burlones: “¿Y entonces cómo harás cuando vayas a Rusia?”.
Uno de los últimos en bajar del avión fue un ruso calvo de unos cincuenta años que había visto en el aeropuerto de Madrid mientras yo esperaba el abordaje y exprimía al máximo la última rayita de batería de mi celular. Al igual que cuando lo vi en el aeropuerto, ese ruso llevaba una bermuda caqui y una camiseta hawaiana de color azul que le colgaba en las mangas. Iba sin abrigo y sin prisa. Su cara despreocupada ignoraba las bufandas, los sacos y el aliento de los demás pasajeros que se condensaba frente a sus caras. Cualquiera pensaría que ese hombre se acababa de bajar en las Bahamas.
MOSCÚ PARECE ATRAPADA EN NAVIDAD. LOS COLORES PASTEL DE SUS EDIFICIOS ANTIGUOS SE ILUMINAN CON LAS LUCES
NA VI DE ñAS QUE TRAZAN SU CON TORNO, SIEMPRE PARECE HABER DECORACIONES FESTIVAS EN LAS CALLES DEL CENTRO Y LAS TORRES DELKREML IN BRILLAN CON SUS PAREDES
ROJAS Y TECHOS VERDES.
Esta imagen me decía, fuerte y claro: “Bienvenido a Rusia”.
Esas palabras nunca las escuché de la agente de migración en el aeropuerto de Sheremetyevo. Ella miraba mi pasaporte con una ceja alzada. Yo, de idiota, le había pasado todos los documentos de mi viaje –aunque a los colombianos no les piden visa para entrar a Rusia, supuestamente hay que presentar todos los papeles–. Incluso, los pasajes de tren que mostraban toda mi travesía. Ella pasaba las páginas incrédula, como si no entendiera por qué alguien haría la estupidez de encerrarse seis días en la clase más pobre de un tren para luego devolverse en avión al punto de partida. –¿Adónde vas?
–Nizhny Novgorod, Novosibirsk e Irkutsk… ¡Ah, y Vladivostok!
Me dio una mirada de incredulidad, luego una sonrisa.
–¿Y te gusta Rusia?
–Pues espero que sí.
Sellaron mi pasaporte y me dejaron seguir.
Moscú, al igual que otras ciudades rusas, parece atrapada en Navidad. Los colores pastel de sus edificios antiguos se iluminan con las luces navideñas que trazan su contorno, siempre parece haber decoraciones festivas en las calles del centro mientras la gente pasea por sus edificios históricos (“ah, ese es el teatro Bolshoi, casa de una de las compañías de ballet más antiguas y prestigiosas del mundo”; “ahí está el edificio de Lubyanka, la antigua sede de la KGB”) y las torres del Kremlin brillan con sus paredes rojas y techos verdes. Los centros comerciales siempre están activos, como si todos estuvieran en sus compras de última hora. La sensación se hacía más intensa porque por esos días la nieve lo cubría casi todo en nuestro entorno. De hecho, mientras caminábamos por los alrededores de la Plaza Roja, empezaron a caer gotas pesadas sobre nuestros abrigos desde las cornisas de los edificios.
–Está lloviendo –dijo un amigo.
–No está lloviendo, se está derritiendo –dijo Irene, su novia rusa.
Viajar a Rusia en esos últimos días del invierno permite ver los paisajes de la típica postal siberiana, los lagos congelados, los parques cubiertos por un grueso manto blanco y la gente envuelta en capas de ropa. Solo que el precio que hay que pagar es la constante presencia de charcos en la calle, pilas de barro en las esquinas y gotas que caen siempre de las salientes. Ver la primavera abrirse paso es algo bastante sucio, más en una ciudad que puede pasar de –20 ºC en invierno hasta los 25° en verano, cuando ocurrirá todo el mundial.
Sin embargo, a mi parecer, Moscú es perfecta con el clima de abril.
La mitad del tiempo el aire helado no importa porque estás dentro de edificios con calefacción: hoteles, restaurantes, museos y los “palacios subterráneos” de los que hablaba Stalin al describir las estaciones de metro, que eran solo trece en 1935 y ahora son más de doscientas. Descender a sus entrañas no cuesta más de un dólar por pasaje. Fue la entrada más barata a un museo que pagué en Rusia, porque eso es lo que el metro es: un museo, una red de obras de arte interconectadas, de homenajes a la revolución, la cultura, la aviación o solo magníficas por el hecho de serlo, porque son magníficas, tanto que incluso cuando estaba cargando mi maleta desde el aeropuerto sentía la necesidad de bajarme en cada estación a contemplar los murales, las estatuas, la arquitectura.
El GUM –el nombre del principal almacén o centro comercial de las ciudades rusas– es también una obra de arte en sí misma. El GUM de Moscú es el más famoso y fancy de toda Rusia, un castillo justo enfrente del Kremlin que homenajea la opulencia postsoviética. Su interior es tan cálido que hay filas de gente esperando para comprar uno de sus famosos helados en las entradas: con su cono en mano, la gente se pone a recorrer las obras de arte que son las vitrinas de Hermés, Gucci, Prada y Tiffany’s & Co. Es difícil reconciliar la idea de la Rusia de ayer, un país que pasó la mayor parte de un siglo tras la Cortina de Hierro y bajo un régimen comunista, con la Rusia que uno ve hoy en las vitrinas de sus centros comerciales más elegantes y en las calles del centro de Moscú: la gran cantidad de BMW y
Porsches, las mujeres vistiendo ropas de marca francesa, el caviar que se vende por cientos de dólares y que hay quienes se dan el lujo de comprarlo por montones.
La otra mitad del tiempo que se pasa en Moscú, cuando uno está afuera, en la Plaza Roja y rodeado de turistas chinos o de gente tomándose la infame selfie frente al mausoleo de Lenin, la temperatura es ideal para vestirse con la elegancia del clima frío. Tal vez no sea la clase de clima para caminar la ciudad por mucho tiempo, pero tampoco es el que va a hacerle perder un dedo a alguien que vaya mal abrigado o que mata niños en la Rusia rural (según me contaron). Y si llega a hacer mucho frío, siempre puedes fumar. Solo hay que comprar los cigarrillos porque el encendedor se lo puedes pedir a cualquier ruso en la calle. Todos fuman, o al menos eso es lo que parece.
Moscú es fría, pero nunca inactiva. Está preparándose constantemente. Desde que llegué a Rusia puedo respirar ese aire mundialista que inunda sus calles, un aire que no me pudo haber importado menos, pero que es casi imposible de ignorar: los obreros están remendando la ciudad contra reloj, para molestia de los turistas que queríamos ir a ciertas atracciones que estaban tras mallas de construcción (me pasó con el Centro Panruso de Exposiciones, que tenía muchas ganas de ver). Por toda Moscú se pueden encontrar máquinas dispensadoras con merchandising de la Copa del Mundo, desde figuritas de la mascota oficial hasta dulces con su marca. En varias ocasiones me encontré con matroshkas hechas con los jugadores de las selecciones de fútbol del mundo, entre ellas la de nuestra tricolor: cuando me acercaba a verlas y les decía a los vendedores que yo era colombiano me sonreían y decían “¡James! ¡Cuadrado!”. Empiezan a hablar sobre lo bueno que es nuestro equipo y sobre que, quizá, tengamos buenas probabilidades de ganar.
Cuando les preguntas sobre su propia selección, se encogen de hombros.
Según TheMoscowTimes, menos del 5 % de los rusos creen que su selección tiene posibilidades de llevarse la copa. Supongo que por eso les gusta hablar más de otros equipos que del propio.
Un día, mientras caminaba por la avenida Prospekt Mira hacia los Jardines Botánicos –que, por cierto, son encantadores en invierno y seguro aún más en el verano– una anciana en vestido púrpura me detuvo en la calle. La mujer parecía estar yendo o devolviéndose de misa.
– Я не говорю пo-русски –le dije. Era una frase sacada del poco ruso que había aprendido y que resultaba muy útil cuando se acercaba la gente a preguntar cosas: “Yo no hablo ruso”. – English? –preguntó la anciana.
– Yes.
– Givememoney.
Le dije que no tenía y la mujer se fue con mala cara. ¡Y dicen que en Rusia la gente no habla inglés! Por supuesto, no cae mal aprender a decir “disculpe” ( izbinitye), “por favor” ( pozhaluista) y “gracias” ( spacibo, aunque esa última “o” suena más como una “a”) en ruso porque es una forma muy efectiva de ganarse la amabilidad y la sonrisa condescendiente de más de una cajera. ¡Y créame que la sonrisa de una rusa lo vale! Resulta útil saber decir unas cuantas cosas y hacerse entender, pero al menos en Moscú –que es un poco más internacional que el lejano oriente siberiano– la gente tiene las bases para hablar inglés.
En el mercado de pulgas de Izmailovsky, por ejemplo, donde se venden baratijas chinas a precios exagerados y antigüedades reales a precios exorbitantes (con algunas excepciones para el que sabe buscar), conocí a los mayores políglotas rusos: los dueños de los asaderos, vendiendo sus pinchos de pollo y cordero.
– Whereareyoufrom,man? –preguntaban.
Dependiendo de la respuesta recitaban precios e ingredientes en inglés, español, chino, francés y quién sabe en qué otros idiomas. Los turistas caen gracias a esa ridícula filosofía de estar abierto a probarlo todo cuando se está de viaje.
Los platos rusos deben probarse por obligación moral más que porque sean realmente deliciosos, aunque hay restaurantes en los que platos como el clásico e infame borsch
(una sopa de color rojizo hecha a base de remolacha) son realmente disfrutables. Rusky tiene la mejor vista en todo el distrito de Moscow City y pasar una tarde en el Café Pushkin probando su carta de postres y con una taza de té siempre a la mano es uno de los placeres gastronómicos más grandes que me encontré en la ciudad. Quizá la gracia no esté en los platos rusos, sino en los ingredientes: el chocolate ruso, la miel rusa e incluso el caviar más barato son delicias con las que vale la pena llenar la maleta en el momento de volver.
Otra noche, mientras comía shawarma con un amigo dentro de un local, entraron dos rusos discutiendo. Uno era alto y parecía una torre de Jenga a punto de derrumbarse de lo llevado que estaba por el licor, o quizá por las drogas. El otro parecía un extra de Piratasdel Caribe. En cierto punto, mientras estaban todavía frente a la caja, se voltearon hacia nosotros y preguntaron algo.
Cuando les dije que no hablaba ruso, dijeron sin vacilar:
– Whatmusicdoyoulike?
No recuerdo qué respondimos, pero estoy seguro de que no fue Depeche Mode. Lo sé porque Leo –el tipo alto– empezó a preguntar que por qué no habíamos dicho Depeche Mode, que si estábamos conscientes de que era una de las mejores bandas de la historia. Entonces comenzamos a hablar y les dijimos que éramos colombianos, que estábamos buscando un bar para ir a tomar algo.
–¿Ustedes saben de un buen lugar para tomar cerveza?
–¡Sí! –dijo Anton, el extra de Piratasdel Caribe–. ¡Claro que sí!
Los seguimos hasta un callejón oscuro lleno de contenedores de basura en el que se veía una puerta azul oxidada que apenas se iluminaba con una bombilla titilante. Las escaleras dentro del edificio estaban llenas de stickers de bandas amateur de metal y grafitis hechos con Sharpie. En ese momento pensé que si no nos estaban llevando a la fiesta electrónica más hardcore de toda Rusia, nos iban a robar los órganos.
Resultó ser un bar bastante hipster de nombre Сосна и Липа –Pino y tilia– en donde vendían cerveza artesanal y hasta tenían un baño bien cuidado. Y es que al final del día Moscú es así, como sus bares: ruda en la superficie, pero agradable y hasta cordial en su interior, y sorpresivamente con más gente bebiendo cerveza que vodka.
Partí en el tren 146 procedente de San Petersburgo, con destino a Nizhny Novgorod, la cuna de Gorky, de los autos GAZ y una de las sedes de los cuartos de final. Los vagones de clase más baja, con camas hasta en los pasillos y sin distinción de compartimientos, suelen ser los últimos en la cola. Me recibió un pasillo inundado por un coctel de hedores corporales y niños bullosos, jóvenes bebiendo cerveza y gente durmiendo en sus literas. Horas más tarde, a las cuatro de la mañana, cuando acababa de doblar las sábanas y de recoger la colchoneta y esperaba a bajarme, conocí a Alexei, quien me saludó desde la litera de arriba. No es mucho lo que se puede conversar con un ruso que a duras penas habla inglés, pero estaba tan emocionado y ansioso de conversar que logró contarme hacia dónde iba (a Kirov, a visitar a sus padres), sobre su trabajo (era mayor en el ejército) y de sus pasatiempos (le encantaba ir a hacer snowboarding en Sochi, una de las ciudades que es anfitriona del mundial). Cuando me preguntó si sabía esquiar, mientras señalaba el paisaje oscuro y helado de la ventana, le respondí que no.
– Wedon’thavesnowinColombia –le dije–. Nosnow.
– Lucky –respondió él.
Cuando Colombia juegue en el mundial, no dudo que habrá una buena cantidad de pai-