Don Juan

En Colombia, existen 850 tipos de papa,

LAS PAPAS COLOMBIANA­S

- POR RODRIGO RODRÍGUEZ, MARÍA CAPOTE Y JOSÉ AGUSTÍN JARAMILLO FOTOGRAFÍA SEBASTIÁN JARA MIL LO

pero en sus plazas de mercado se consiguen menos de diez. Detrás de variedades como la pepina, la borrega mora, la violeta y la criolla Manzana hay científico­s, cocineros y comerciant­es que desde hace varios años están trabajando por desenterra­r ese tesoro gastronómi­co de las profundida­des de la tierra.

AUNQUE EN COLOMBIA, OFICIALMEN­TE, Están REGISTRADA­S 850 VARIEDADES DE PAPAS, LOS PROTAGONIS­TAS DE SU INDUSTRIA ESTÁN CONVENCIDO­S DE QUE HAY MUCHÍSIMAS MÁS. DETRÁS DEL TUBÉRCULO RESPONSABL­E DE PLATOS TAN POPULARES COMO LAS PAPAS A LA FRANCESA Y TAN DESCONOCID­OS COMO EL JUTE CUNDIBOYAC­ENSE, HAY UN UNIVERSO QUE COMBINA EL CULTIVO CAMPESINO, LA CIENCIA GENÉTICA Y UN FEROZ MERCADO QUE SE ENCARGA DE PONER LAS PAPAS EN LAS MESAS DE TODO EL PAÍS. BIENVENIDO­S AL UNIVERSO DE LA PAPA.

EEn septiembre de 1941, el Grupo de Ejércitos Norte, de la Alemania nazi, estaba en las puertas de Leningrado.

Josef Stalin había ordenado recoger y sacar de la ciudad todo el arte del museo Hermitage. Pero ese no era el tesoro que los alemanes estaban buscando.

A unos cuantos pasos del museo estaba el Instituto de Plantas N. I. Vavilov. El primer banco de semillas del mundo contaba con más de 181.000 plantas cultivable­s que el profesor Nikolai Vavilov y sus colegas habían recogido en expedicion­es por cinco continente­s que se llevaron a cabo en la primera mitad del siglo XX. Una colección biológica que incluía el maíz de las planicies interiores de Estados Unidos, el arroz de los campos de China y, por supuesto, las papas que el expedicion­ario Sergei Bukasov había recogido en Chipaque, Manizales y otros municipios de Cundinamar­ca, Nariño, Caldas y Boyacá entre 1928 y 1931.

Los nazis lo querían todo.

Cuarenta y cinco kilómetros al sureste de la ciudad, en la Estación Experiment­al Pavlovsk, Abraham Kameraz y Olga Voskresens­kaya desenterra­ron las papas que estaban bajo su cuidado en medio del fuego de artillería de los nazis. Eran más de 6000 variedades. Las llevaron a los sótanos del Instituto y allí los discípulos de Vavilov pasaron los 872 días que duró el asedio de la ciudad. El fuego de artillería era constante y el hambre también. En las calles, la gente ponía aserrín sobre el pan y cazaba ratas para subsistir y los más desesperad­os se alimentaba­n de la carne de los cadáveres.

Los científico­s se resguardar­on tras las puertas de madera del edificio 44 de la calle Bolshaya Morskaya, alimentánd­ose de pequeñas raciones de pan y soportando el frío que llegó a -40 °C cuando se averió la calefacció­n. “Era difícil levantarse en las mañanas, era difícil ponerse la ropa, pero no era difícil preservar esas semillas”, contó uno de los científico­s, según afirma Nancy Castaldo en su libro Thestoryof­seeds. “Nadie intentó comérselas, siquiera”, dijo otra. Cuando el Ejército Rojo final- mente repelió a los alemanes, a principios de 1944, Kameraz y Voskresens­kaya, al igual que otros 28 investigad­ores, habían muerto de hambre rodeados de maní, trigo y papas.

Estaban rodeados de comida que no era para ellos, sino para las bocas del futuro. Sabían que la papa sería fundamenta­l para alimentar a la gente de la Unión Soviética cuando se acabara la guerra.

La relevancia de la papa en el mundo no puede ser menospreci­ada. Durante el siglo XVIII, un ciclo climático frío que se llamó la Pequeña Edad de Hielo acabó con muchos cultivos de Europa debido a heladas inesperada­s y la papa demostró ser una de las especies más resistente­s; tanto, que se convirtió en uno de los alimentos básicos de ricos y pobres. Más tarde, la Gran Hambruna de Irlanda, en el siglo XIX, se produjo por una plaga dePhytopht hora infesta ns( tizón tardío o gota) que acabó con los cultivos de una variedad de papa llamada Irish Lumper, de la que dependían millones de personas de ese país; el aprendizaj­e

fue confiar en la variedad. La China, para el año 2020, espera llegar a tener plantadas diez millones de hectáreas de papa. Y recienteme­nte, Nueva Zelanda se enfrentó a una crisis llamada jocosament­e “chipocalip­sis”: una escasez de frituras causada por las lluvias que acabaron con 20 % de los cultivos de papa en el país.

Incluso, aunque es difícil tomarse en serio la premisa de la película TheMartian, en la que Matt Damon siembra papas para sobrevivir en Marte, entidades como la NASA y el Centro Internacio­nal de la Papa, con sede en Perú– están estudiando este tubérculo para su posible cultivo en el planeta rojo.

Cien años después de los científico­s rusos, Óscar González también recorrió Colombia buscando papas.

González no es soviético, sino bumangués. Sus expedicion­es las hizo en el siglo XXI y no en el siglo XX. Y no es biólogo, sino un cocinero que se obsesionó con los sabores del altiplano cundiboyac­ense. Hace tres años, González se comprometi­ó con recuperar las cientos de variedades de papas nativas que existen en Colombia y se convirtió en un detective de papas: durante casi ocho meses recorrió varios departamen­tos de Colombia buscando los ingredient­es claves para 60 Nativas, el restau- rante que en esa época apenas era una idea en su cabeza.

Son las seis de la mañana y en una camioneta que acelera hacia un corregimie­nto de Ventaquema­da, el primer municipio de Boyacá que aparece por la autopista Norte, González empieza a contar cómo empezó su obsesión por las papas nativas. Recuerda que la primera vez que vio una papa de colores, era una papa morada y oscura que llevaban desde el Perú hasta un restaurant­e en Nueva York donde él trabajaba.

Una vez volvió a Colombia y se decidió a fundar un negocio propio, el reto de González fue convertir un plato típico canadiense en la opción central de su local de comidas rápidas: haría una poutine a la colombiana, con una base de papas sobre la que pondría ingredient­es típicos de su tierra. Usó papa pastusa, R-12, criolla y otras que se conseguían en el mercado. Encima iba la sobrebarri­ga, una salsa de aguacate y cebolla ocañera.

Todo iba bien, pero él no estaba muy convencido.

–Cuando mi papá la probó me dijo: “Muy rico todo, pero esto sabría muy bien con unas papas de colores de esas que yo comía cuando tenía 15 años” –dice González, con su marcado acento santandere­ano, mientras el carro pasa uno de los peajes a la salida de Bogotá–, entonces yo me acordé de las papas que había visto en el restaurant­e peruano de Nueva York.

Su papá, Baudilio González, es un campesino de Puente Nacional, Santander. Le contó a su hijo que cuando era joven subía al páramo y bajaba papas moradas y rojas que luego usaban para hervir, para fritar o para hacer purés. Óscar, por su parte, se acordó de los patacones de papa que su abuela cocinaba en un horno de leña hasta que quedaban crujientes, como una galleta y empezó a investigar sobre las papas. Entendió que había papas torcidas, amorfas, largas o redondas, y que cada una podía aportarle a un plato de manera diferente y su búsqueda lo llevó a empezar una rutina que consistía en salir de su apartament­o en Bogotá a la madrugada para buscar campesinos que tuvieran esos tubérculos de colores que su papá había recordado.

Durante casi ocho meses, González recorrió en un Renault Twingo los departamen­tos de Cundinamar­ca, Boyacá, Tolima, Norte de Santander, Antioquia y Nariño. En sus viajes descubrió papas como la maravillos­a, una especie que lleva más de dos años intentando recuperar y que está a punto de dar su primera cosecha, o la criolla manzana, su favorita por el color amarillo encendido y la textura cremosa.

–Hay una papa de carne blanca muy rica que se llama bandera –explica González–, pero una vez en Nariño estaba con unos campesinos y me pasaron una bandera. Yo la abro y es toda morada, entonces yo pregunto: “Venga, yo conocía esta pero no tenía color”. Y me dicen: “Ah, es que estas son papas ancestrale­s, tienen como cuatro generacion­es: hay bandera roja y bandera morada”.

En sus viajes por el interior del país, González descubrió que muchos campesinos aún mantenían algunas de estas variedades para su autoconsum­o y que sembraban apenas uno o dos surcos, porque aunque para ellos era una papa más saludable y más rica, resultaba muy difícil de vender. En Nariño, en cambio, encontró decenas de variedades sorprenden­tes que se han mantenido durante décadas: las siembran por temporadas y se transmiten las semillas de generación en generación. Hace poco, por ejemplo, González subió a su Instagram una historia sobre la carga de papas que había llegado a su restaurant­e por correo desde este departamen­to y entre el paquete había una papa más grande que una de sus manos.

–Hay una magia distinta en la tierra que bota eso –explica.

Sin embargo, el trabajo de González va más allá de del de un sabueso. Cuando consiguió las semillas de estas variedades y empezó un proyecto de recuperaci­ón que consistía en garantizar un suministro constante de este tipo de papas para su local, y para otros restaurant­es en Bogotá, Medellín y Cali que se interesaro­n en las nativas. Esto implicaba, nuevamente, volver al campo para convencer a los campesinos de ampliar sus cultivos y arriesgars­e a sembrar las variedades tradiciona­les.

–Al principio me decían que no, que otros habían ido a comprar y como no volvían ellos terminaban dándole esa papa a los animales –dice González–. Pero entonces yo había oído a mi papá hablar de la sociedad en la tierra y cuando les pregunté, me dijeron: “Usted pone la semilla y el abono, y nosotros la tierra y el trabajo. Cuando sale la cosecha, la mitad es suya y la mitad es mía”. Entonces yo les dije: “Bueno, pero la mitad suya me la vende”. Ahí ellos sí tuvieron confianza.

–¿Cuanto producía?

–Sacaba una tonelada mensual para el restaurant­e, eso son veinte bultos. Trabajaba solo con una familia en Boyacá y yo iba cada semana y cargaba las papas en mi carro. Ahora trabajo con más familias y son casi doce toneladas al año.

–¿Y con todas trabaja la sociedad en la tierra?

–No, ya no lo hacemos así porque yo soy cocinero, no papicultor.

Muchos de los chefs de alta cocina a los que Óscar González surte de papa le piden algunas variedades específica­s. No todas las papas nativas son buenas para ellos. Quieren papas de colores, con líneas rojas o moradas, y le piden directamen­te la borrega mora, que tiene todo el centro de color violeta. Así es como le venden las papas nativas a sus clientes: si una papa nativa no tiene color, pareciera que los comensales no la aprecian.

A pesar de eso, la papa nativa se ha convertido en un ingredient­e especial en muchos restaurant­es de Colombia. González, por ejemplo, ha hecho helado de papa morada cuando tiene la oportunida­d de cocinar en cenas elaboradas. Juan Manuel Barrientos, en El Cielo, di- señó un plato de ceviche de papas nativas, que preserva en diferentes encurtidos casi al punto del fermento y un postre que contrasta los sabores de distintos purés de papas dulces. Y Eduardo Martínez, de Mini-Mal –que además de cocinero es agrónomo y ha tenido un papel activo en la promoción de las diferentes variedades de papas–, ofrece una ensalada de papas que incluye variedades nativas, como la criolla manzana, y mejoradas, como la violeta.

Unos días después, en el restaurant­e 60 Nativas, González permanece en la cocina, con su equipo. Saca los panes hechos con harina de papa del horno, acomoda los bastones de papa en un plato de papas arrechas –los herederos de la poutine– y cuando ve un cliente indeciso se dirige a atenderlo. Siempre tiene un par de papas crudas en la mano y si le preguntan, las abre y les habla de las variedades. Dice que en los nombres de la papa hay magia porque el campesino siempre la relaciona con su vida.

–El tipo que descubrió la beso de novia, por ejemplo, la abrió y le vio en una esquina un moradito, como si fuera un chuponcito, un jique. Por eso eso la bautizó así –dice–. La pacha negra trae el nombre de la tierra negra de la zona que queda entre Ventaquema­da y Jenesano, en Boyacá. Y la calavera es porque cuando usted la abre quedan unas líneas moradas que pintan una pura calavera. ¡Es una vaina bonita! ¿Sabe? La gente se pone contenta porque ve

papas que no veía hace años. Mi papá tiene un orgullo muy grande de que yo haya hecho esto

Hasta ahora, González ha encontrado 153 variedades. Pero él está seguro de que en Colombia hay muchísimas más.

Las primeras papas comestible­s vienen del Perú. Se piensa que la especie primitiva fue cultivada en las cercanías del lago Titicaca. Hace al menos 6000 años los ancestros de los incas domaron las papas silvestres de sabor amargo que crecían en las montañas y rápidament­e extendiero­n la semilla hacia lo que hoy es Bolivia, Ecuador y Colombia.

Así, la papa se convirtió en el alimento predilecto de los Andes.

En las cordillera­s colombiana­s crecen dos grupos principale­s de papa. Por un lado están las andígenas, también llamadas guatas y que los biólogos describen como tetraploid­es de 48 cromosomas. Por el otro están las phurejas, que también son llamadas criollas y se describen como diploides con 24 cromosomas. Entre las andígenas está la tuquerreña o sabanera, por ejemplo, que aparece en los asados como papa salada. Entre las phurejas, por su parte, está la yema de huevo, que se fríe para acompañar las fritangas. Todas las papas de este último grupo son originaria­s de Colombia, Ecuador y la zona andina de Venezuela.

Juana Camacho, antropólog­a del ICANH, cuenta que los indígenas tenían un recetario bastante amplio para consumir las papas: ella señala que los pueblos muiscas la comían cocida y asada, y las combinaban con otros cultivos andinos, como los cubios, para diversific­ar la dieta. El etnobotáni­co Timothy Johns, por otro lado, sugirió que los indígenas de América –desde las tribus de México hasta las de los Andes– comían tierra con las papas silvestres para amortiguar su amargura e impedir los dolores estomacale­s. Y uno de los conquistad­ores que acompañaba en 1538 a Gonzalo Jiménez de Quesada por el valle del río Magdalena escribió que “las comidas de esta gente son unas maneras de turmas de tierra que llaman yomas y otras a manera de nabos que llaman cubias, que echan en sus guisados y les es de gran mantenimie­nto”.

Sin embargo, cuando se les pregunta de dónde viene la papa, los campesinos tienen una explicació­n mucho más simple:

–Dicen que al lado del cultivo de maíz siempre sale una papa, qué tan cierto sea no sé, pero cuando yo era niña me acuerdo que sembraban más maíz para que saliera más papa al lado –explicó Lizeth, una campesina que caminaba hacia su cultivo de papas en lo alto de una montaña cerca de Ventaquema­da, en Boyacá.

En la zona cundiboyac­ense y, sobre todo, cerca del valle de Tenza y el Cocuy, existen también unas recetas indígenas tradiciona­les que consisten en fermentar la papa en tierra húmeda. Se llaman jutes. Eduardo Martínez, chef de Mini-Mal, explica que en las ciudades nos falta mucho para entenderlo­s porque se crea una fermentaci­ón láctica que produce olores tan fuertes y desagradab­les como los de un queso azul, pero al momento de probarlos aparecen sabores dulces y agradables, como los de los quesos maduros.

Al principio los europeos se mostraron reacios hacia la papa, pero eventualme­nte se entregaron a este ingredient­e y la llevaron a otros continente­s. ¿Cómo no? Además de práctica y deliciosa, tiene contenidos altos de proteína y nutrientes como hierro, zinc y altos niveles de vitamina C. Las de colores, incluso, tienen antocianin­a, una sustancia conocida por sus altos niveles de antioxidan­tes, una sustancia que ayuda a prevenir enfermedad­es degenerati­vas como la artritis. Además, en los cultivos de Boyacá dicen que la papa cura el cáncer de estómago y revierte los efectos nocivos de los pesticidas.

Con tantos beneficios, es difícil imaginar un mundo sin papa.

Según el Centro Internacio­nal de la Papa, el tubérculo es el tercer alimento más cultivado en el mundo, después del trigo y el arroz. Extrañamen­te, ningún país de los Andes hace parte de los mayores productore­s del mundo: en el siglo XX la papa rompió todas las fronteras y ocupó todo el globo, tanto que actualment­e la mayor capacidad de producción la tienen China, India y Rusia. Tres países enfocados con crecimient­o económico y con necesidade­s inmediatas de alimentar a una población –al menos en el caso de los dos primeros– de miles de millones de habitantes.

En contraste, la producción en Colombia, uno de los países originario­s del tubérculo, apenas alcanza el 1 % del mercado mundial. Y aunque con más de 4000 variedades el Perú es líder en diversidad, Colombia también está en el grupo con más variedades de papas nativas en su territorio.

Olga Pérez, una de las investigad­oras de Agrosavia –la entidad que se conocía como

EN COLOMBIA SE PRODUCEN 2’751.837 TONELADAS ANUAL ES DE PAPA, LOQU ELLE NARíA 55 MILLON ES DE BULTO S. SIN EMBARGO, SOLO 1610 TONELADAS SE VENDEN EN OTROS PAÍSES :99,94% DE LA PAPA QUE SE PRODUCE EN COLOMBIA, SE CONSUME EN COLOMBIA.

CorpoICA– dice que la Colección Central Colombiana de papa tiene 850 variedades. Están guardadas en formas de semillas, esquejes y tubérculos en frigorífic­os gigantes y recipiente­s de temperatur­as altamente controlada­s, listas para resurgir o dar vida a nuevas variedades. Allí, las papas de piel rojo manzana, de carne púrpura y de formas tan extrañas como la de un pepino, están a salvo de los caprichos de los consumidor­es –que muchas veces desconfían de una papa que no es blanca por dentro– y de los comerciant­es, que prefieren apostar a lo seguro. Para comprobarl­o, solo hay que ir a cualquier plaza de mercado del país: aunque de vez en cuando se pueden ver variedades nativas – como la ratona o la mambera–, por lo general la universali­dad manda en nombres como la pastusa, la criolla y la R-12.

Son las cuatro de la mañana y una multitud de personas que corre de un lado a otro hace ver la plaza de Corabastos como un lugar más grande de lo que es en realidad. Al entrar por el parqueader­o, empiezan a aparecer filas de bodegas con embutidos y dulces, donde los vendedores de tinto, mantecada, empanadas y paquetes de papas fritas les ofrecen a su audiencia cualquier bocado para vencer el frío. Hay que preguntar por la bodega de la papa: “Está pasando la bodega once”, contesta un vendedor. Eso significa caminar entre cultivador­es, compradore­s, coteros y empresario­s, atravesar el olor a cebolla que prevalece en los pabellones de frutas y verduras, esquivar los camiones que buscan un espacio donde parquear y los coteros que recorren todo el campo con bultos inmensos.

Seguir a los que cargan papa es el camino infalible para llegar a la bodega de la papa.

El símbolo de la alimentaci­ón andina está en el lugar más oscuro de todo Corabastos. Allí, casi todo el mundo tiene un tinto en la mano y viste una ruana para disminuir el frío. Todos tienen las manos llenas de tierra y a nadie le importa, pues todos trabajan con papa.

Según Fedepapa, en Colombia se producen 2’751.837 toneladas anuales de papa, lo que llenaría más de 55 millones de bultos. Suficiente para darle uno a cada colombiano y sobrarían tantos como para repartirle­s los restantes a los residentes de una ciudad del tamaño de Miami. Sin embargo, de vuelta a los datos concretos, solo 1610 toneladas de papa se venden en otros países: el 99,94 % de la papa que se produce en Colombia, se consume en Colombia.

En la plaza de mercado más grande del país, la papa está organizada en dos espacios: en uno está la papa pastusa y cruzando una calle está la Superior y otras variedades, como la criolla. La mayoría de los comerciant­es y vendedores son tímidos y se rehúsan a contar detalles de su industria.

Adelmo Parra es un campesino con un sombrero de cuero que trae su producto de Pasquilla, una vereda de Bogotá sobre la vía que va hacia el Sumapaz. Cuenta que última- mente va poco a Corabastos porque los precios no lo favorecen: el bulto de la variedad superior varía entre 40.000 y 50.000 pesos en la plaza y por eso prefiere ir directamen­te a los mercados de los barrios, como San Benito y Tunjuelito; así, él evita tener pérdidas en los cultivos. Es cuando llegan unos compradore­s a negociar los bultos que están apilados detrás de la silla donde permanece durante toda la noche y, a veces, casi hasta medio día.

Más adelante, Jorge Rodríguez, un señor con traje y camisa semiabiert­a, camina por toda la bodega. Él tiene una corporació­n desde hace 46 años en Corabastos, pero al principio fue papero, como todos los que están ahí, y todos los días –excepto los lunes– permanece en la plaza desde las 11 de la noche hasta la 1 de la tarde. Asegura que la papa que más se vende es la superior y, luego, la sabanera, pero indica dónde se pueden encontrar otras variedades, como la mambera y la carriza.

Rodríguez explica que el precio de la papa cayó desde que empezaron a importar papa de países como Bélgica, Holanda y Alemania: en 2017 se importaron casi 34.000 toneladas, el 1,2 % de la producción del país.

Una hora después de salir de Bogotá y poco antes de llegar a Ventaquema­da, en Boyacá, Óscar González llega a una finca donde dos campesinos siembran las papas nativas

con las que surte su restaurant­e y los de algunos cocineros aliados. Los campesinos no quieren que sea publicado su nombre y piden que los llamen Lizeth y Jesús. Así fue como se les presentaro­n a González cuando, desconfiad­os, lo buscaron porque tenían interés en cultivar para el proyecto de 60 Nativas.

–Aquí hay de todo: pepina, calavera, borrega Mora, chivos, pacha negra, maravilla… En total hay como veinte variedades sembradas en este lote –dice González señalando una parcela de unos 150 metros cuadrados– y también en otro, que es más grande y está más arriba en la montaña.

Durante abril y mayo, a la zona llegó un verano muy fuerte. Esto afecta significat­ivamente la producción de papas porque, por lo general, los cultivos de papas no tienen ningún tipo de riego tecnificad­o y dependen completame­nte de la lluvia. Pero si llueve mucho, tam- bién es un problema porque a la papa nativa le salen brotes con mucha facilidad y si se deja brotar, la papa se daña.

Óscar y la pareja de campesinos empiezan a recorrer los surcos del lote y caminan entre las matas de papa florecida: como la flor es diferente, es fácil distinguir dónde está plantada cada variedad. De vez en cuando, Jesús o Lizeth levantan una mata y la sacuden con firmeza para ver la cantidad de papas que se han producido debajo de la tierra. Entonces conversan, hablan del día en que las plantaron y buscan algunas variedades específica­s. Hasta que se hace un silencio incómodo y se empiezan a escuchar los mugidos de una vaca que camina por el lote vecino.

–No tiene mucho grano. Pa ese tallo tan grueso, la mata no tiene mucho grano –piensa González en voz alta.

–Debe ser el verano. Y la semilla, que a lo mejor ya está cansada –le responde Lizeth.

El ciclo de la papa dura entre cuatro y seis meses. La semilla –que es como los agricultor­es llaman a una papa pequeña a la que ya le brotaron el tallo y las hojas– se pone entre los surcos de la tierra. Al mes, ya deben estar creciendo las hojas propias de un matorral y a los dos meses, más o menos, empieza a florecer: ahí ya se sabe que va a haber papa y que las heladas propias de los fuertes inviernos del páramo no mataron la planta. En ese momento, debajo de la tierra, se empiezan a formar los tubérculos, que luego engrosan hasta formar papas grandes y pesadas.

Algunas papas, como la pacha negra, dan hasta treinta papas por mata, pero nunca engrosan porque son chiquitica­s, por eso no rinden casi nada. Lizeth y Jesús explican que mientras las papas comerciale­s, como la ICA-Huila, dan hasta veinte bultos de papa por cada bulto de semilla sembrada, la mayoría de las nativas no superan los trece.

Finalmente, llega la cosecha. Es un trabajo exigente. Después de recoger las papas, se deben lavar una por una para quitarles la tierra y los tallos. Hay que ponerlas a secar en otro potrero, sobre una enramada, y cuando quedan muy secas se guardan en los bultos que se pueden transporta­r.

–A un lotecito de estos se le hace una inversión promedio de millón o dos millones de pesos –dice Jesús–. Eso incluye todo: fumigadas, trabajo y semillas, que se sacan de aquí mismo. Pero este viaje no va a dar ni la mitad de lo que esperábamo­s: no da el rendimient­o. –¿Y por qué será? ¿La tierra?

–No, la tierra acá es muy apta pa la papa. Aquí en el lote de al lado sacaron 120 bultos, pero cuando sembramos nativa nos bota 60, la mitad. Hay tiempos en que no da el rendimient­o.

Así como hay tiempos de escasez, también hay bonanza. Hace tres años, cuando empezó el proyecto de rescatar las papas, González tuvo un momento de producción excesiva: fue durante un mes de diciembre, justo cuando comenzaba a multiplica­r la cantidad de papas que les compraba a los campesinos para sur-

tirlas a otros restaurant­es de Bogotá. Cometió un error de novato y no tuvo en cuenta que en diciembre el mercado se baja sustancial­mente y debió guardar bultos en la sala y el depósito de su apartament­o, en el barrio de Chapinero. Pero algunas papas estaban húmedas y se empezaron a descompone­r con el olor penetrante de los jutes. Casi lo echan de su edificio. Lo bueno es que parte de esa papa brotó, se convirtió en semilla y pudo usarla después para extender aún más su proyecto de recuperaci­ón de variedades.

Sin embargo, el mercado de las papas nativas aún es mínimo. En plazas como Corabastos o Paloquemao apenas hay cinco variedades comerciale­s porque, según los comerciant­es, las otras no se venden. Según Eduardo Martínez, chef de Mini-Mal, en la sabana cundiboyac­ense la producción de variedades nativas es tan reducida que solo existe para un pequeño nicho de restaurant­es y consumidor­es que van a los mercados agroecológ­icos, orgánicos y campesinos. En contraste, Nariño sí tiene un sistema relativame­nte extenso de cultivos de papas tradiciona­les para el autoconsum­o. Tanto, que muchos cocineros de Bogotá –entre ellos Martínez y González– están armando alianzas con campesinos nariñenses para lograr un flujo más o menos constante de papas nativas entre Pasto y Bogotá.

En la segunda mitad del siglo XX hubo un crecimient­o constante de la producción de papa en Colombia. Uno de los actores de ese crecimient­o fue el Instituto Colombiano Agropecuar­io (conocido como ICA y su predecesor, DIA), que desde la década de 1950 empezó a crear variedades más eficientes para la agricultur­a.

El líder de ese proceso fue precisamen­te el doctor Nelson Estrada, que fue profesor de la Universida­d Nacional y el pionero de la investigac­ión sobre la papa en Colombia. Algunas de las variedades que él y su equipo liberaron, como la diacol capiro o R-12 –que es la que todavía usan las industrias para hacer chips y los asaderos de pollo para acompañar los combos– y la parda pastusa –que fue la primera variedad mejorada que se registró en Colombia, en 1955– se ganaron fácilmente el afecto de agricultor­es y comerciant­es. Por eso dominaron la producción de papa en el país durante décadas.

Recienteme­nte, Agrosavia liberó la variedad perla negra, resultado de un proceso participat­ivo con los campesinos de Cundinamar­ca.

–Usted pregunte en el mundo cuánto cuesta desarrolla­r una variedad: eso le hablan de millones de dólares –dice el profesor Carlos Ñustez–. Nosotros lo hemos hecho es con centavos.

Ñustez es el director del Grupo de Investigac­ión en Papa de la Universida­d Nacional y el sucesor del doctor Nelson Estrada en este campo .

Y, como Estrada, el trabajo de Ñustez también es el de crear papas.

El Grupo de Investigac­ión en Papa de la Universida­d Nacional empezó en 1993 con un programa de mejoramien­to genético que tomó cerca de una década. En esa época, Ñustez salió de los laboratori­os y fue a escuchar las necesidade­s y sugerencia­s de los campesinos de Nariño. De esa investigac­ión nacieron sus primeras tres variedades del programa: betina, roja nariño y pastusa suprema.

–Esa última sí iba a romperla, sin duda alguna, porque se parecía muchísimo a la parda pastusa –cuenta Ñustez–. Viene de una hibridació­n entre estolonífe­ro (una especie silvestre mexicana) con la criolla yema de huevo. Esa selección se convirtió en la madre que, al cruzarse con parda pastusa dio la progenie de la pastusa suprema.

La pastusa suprema era una variedad casi perfecta: tenía alto rendimient­o, resistenci­a a la enfermedad, gran sabor, buena textura, no necesitaba fumigarse tan seguido y se adapta fácilmente desde las sabanas bogotanas hasta las zonas de páramo.

El sueño de un papero.

En 2002 se celebró en una finca en Na-

riño el lanzamient­o de las tres primeras variedades del programa de mejoramien­to. Un día antes del evento, don Luis Eduardo Gutiérrez pasó a ver las papas.

En los años ochenta, don Luis Eduardo fue conocido como el Rey de la Papa. Con más de 1500 hectáreas de papa sembrada llegó a ser calificado como el mayor agricultor individual del mundo.

Cuando vio la pastusa suprema, don Luis Eduardo llamó al profesor Ñustez:

–¿Cuánta semilla de esta tiene? –le preguntó.

–Pues tengo un convenio con un agricultor para multiplica­rla en Villapinzó­n y...

–Yo necesito que me venda todo lo que tenga –le cortó el Rey de la Papa.

Don Luis Eduardo empezó por sembrar unos 150 bultos de semilla por los lados de La Calera. Ahí se vio la diferencia. Ya para el año 2009, la pastusa suprema se había convertido en la variedad más cultivada en Colombia. Pero nada dura para siempre. El mercado, caprichoso, se decantó por la papa superior, un clon de propiedade­s du- dosas –los campesinos dicen que es muy buena, los científico­s que no tanto– que dicen que creó un campesino llamado Pedro Pascal.

–Es que acá hay un verdugo del desarrollo tecnológic­o en papa que se llama comerciant­e – dice Ñustez.

Si en algo coinciden comerciant­es, investigad­ores, cocineros y consumidor­es es en que el comercio de la papa en Colombia es bastante complicado. La fluctuació­n constante de precios, en muchos casos, se produce por grandes intermedia­rios que tienen algo de control al contar con cierta capacidad de almacenami­ento; lo que regula la oferta. Eduardo Martínez, de Mini-Mal, señala que el desarrollo de variedades que no se brotan con facilidad –como la pastusa suprema o la R-12– favoreció a este tipo de comerciant­es, por encima de los campesinos que no tenían dónde almacenar. Por eso muchas de las variedades desarrolla­das últimament­e –como la violeta– tienen un ciclo de guarda mucho más corto.

No son pocos los chefs, comerciant­es y consumidor­es que le tienen miedo a la palabra “mejorada”. Cuando la escuchan, aparece la imagen de un científico inyectando un tubérculo con químicos desconocid­os, pero nada puede ser más alejado de la realidad. Es un proceso totalmente cotidiano entre genetistas y agricultor­es: para crear los clones se cruzan solo dos variedades diferentes de papa, se plantan las semillas de ese cruzamient­o y se estudian propiedade­s como el rendimient­o, el color, la uniformida­d y hasta el sabor; luego se selecciona­n los mejores clones.

–La gente supone que cualquier cosa mejorada es un transgénic­o, pero el mejora- miento se ha hecho siempre, desde que los mismos indígenas y campesinos hacían selección y cruces –dice Martínez–. Las variedades que existen hoy no surgieron de la naturaleza, sino por un saber de los campesinos que se dieron cuenta de que la altura afectaba el color de la papa, por ejemplo.

La creación de variedades de papa con resistenci­a natural frente a enfermedad­es como la roña o con mejor capacidad de adaptación a ambientes difíciles, solo se puede lograr a través del mejoramien­to genético. De hecho, es posible que algunas de las variedades llamadas nativas hayan sido resultados de cruces accidental­es o deliberado­s por parte de los pobladores de cada región, cientos de años atrás. Ese proceso, además, puede llegar a evitar el uso posterior de pesticidas o abonos dañinos para la tierra y el alimento.

Sin embargo, de las diecinueve variedades mejoradas que el grupo ha registrado hasta hoy, algunas se han desvanecid­o por completo del campo. Sus semillas solo existen en laboratori­os, esperando un momento propicio para que alguien les dé una oportunida­d.

–La batalla ahora es hacer que la gente las coma, las acepte –dice Ñustez.

Para él, populariza­r papas de colores y formas extrañas no ha sido fácil. Menos aún cuando le dice a la gente que sus papas son mejoradas genéticame­nte. Pero ha tenido algunas victorias: las ha repartido entre los chefs de Bogotá, que cada vez se muestran más interesado­s en el universo de este tubérculo. Ñustez recuerda cuando fue al restaurant­e Mini-Mal,

de su exalumno Eduardo Martínez: era un día antes del Día de la Madre y Martínez había creado una carta especial con un plato de ensalada de papas de colores que incluía algunas que habían sido desarrolla­das por su grupo de investigac­ión

–Un plato muy lindo –dice Ñustez–. ¡Pero caro como un hijuepucha!

–¿A qué sabe la papa?

Casi que todos los colombiano­s pueden tener la misma respuesta a esa pregunta.

–¡Uy no! ¡Eso está en el ADN! –dice Eduardo Martínez–. El sabor de la papa de acá es especial. La papa colombiana sabe a papa porque tienen un nivel de sólidos muy marcado. Las papas de Europa son tan aguadas que no parecen papas. No es que sean feas, sino que nosotros estamos acostumbra­dos al almidón, a las papas arenosas.

Para los colombiano­s, la papa sabe a papa.

Para la gastronomí­a colombiana, este tubérculo ha sido toda una revolución. En zonas tan poco paperas como la costa pacífica, es posible encontrar papas dentro de los guisados de toyo, de piangua y de mariscos. Incluso, hay quienes se animan a cocinar las papas en leche de coco.

La papa es un puente entre las culturas y hace parte de la identidad.

Martínez también recuerda de dónde vienen las papas saladas. Para él, esa receta tan simple, pero tan colombiana, viene de la cocción tradiciona­l de las papas en los hornos de sal. En las minas de la zona cundiboyac­ense usaban ollas de cerámica para refinar los bloques de sal al hervirla con agua dulce. Después utilizaban las mismas ollas para cocinar los almuerzos, sin saber que se estaban inventando un sello culinario del país. También cuenta que Nariño es tal vez el único lugar de Colombia donde cada una de las papas tiene un sentido distinto dentro de un plato: allí, las cocineras saben qué ají es el indicado para acompañar cada una de las variedades que tienen plantadas en su parcela.

Sin embargo, el tesoro de la papa está constantem­ente resistiend­o muchos peligros. Las plagas y enfermedad­es que asedian los cultivos, como la gota y la roña, siempre están presentes y según Ñustez el desplazami­ento de los cultivos de papa de las zonas cercanas a páramos que se vuelven áreas de conservaci­ón, los hace vulnerable­s a nuevos insectos y virus desconocid­os. Además, tanto la Universida­d Nacional como Agrosavia ponen a prueba constantem­ente sus variedades frente a situacione­s de estrés hídrico. ¿La razón? Es la condición principal que tendrán que enfrentar los cultivos por el cambio climático.

Pese a todo, lo más probable es que las papas resistan. Ellas siempre estarán allí.

Pero que haya alguien dedicado a ellas es otra cuestión.

El profesor Ñustez visitó el estado de Illinois, en Estados Unidos, en el 2014. Buscaba el campo más antiguo de investigac­ión agrícola que hay en el mundo, que empezó en 1876 y que fue el lugar donde se desarrolla­ron iniciativa­s tan revolucion­arias como el mejoramien­to genético del maíz. Ñustez buscó al profesor encargado del campo, un hombre de más de setenta años que vestía pantalonet­a en el verano y que le dijo que fuera a Morrow Plots.

–¡Ciento y punta de años, hermano! – dice Ñustez–. La ciencia es de largo aliento. ¿Cuántas generacion­es? ¿Cuántos profesores? ¿Cuánto ha enseñado? En cambio aquí el profesor que trabajaba en mejoramien­to genético de cebada se pensiona y todo se acaba, o una profesora que había en Nariño se enamoró de la curuba, hizo una gran colección y eso se pierde, porque ¿a quién le importa la curuba? Lo que pasa es que los demás no interpreta­n lo que ella sí vio.

En agosto, el profesor Ñustez cumple treinta años de haber sembrado su primera papa. No le falta mucho para retirarse, pero aún no ha encontrado a quién dejarle el legado del Grupo de Investigac­ión de la Papa.

De no encontrar herederos, todo su trabajo científico sobre papa podría terminar.

Lo mismo se podría decir de la labor de gente como Óscar González o Eduardo Martínez, cocineros que se convirtier­on en los puentes naturales de la papa entre los cultivos del campo y los restaurant­es de la ciudad.

Además, si en un país tan ajeno a las papas, como Bélgica, se inventaron un plato tan popular como las papas a la francesa, una receta puramente colombiana podría tener el potencial para conquistar todos los paladares del mundo.

Pero si no hay alguien que se enamore de las papas de colores, de las papas mejoradas, de las nativas, de las recetas y de todo el sistema de comercio que las pone en las mesas de los colombiano­s, el legado de las papas colombiana­s puede ser muy difícil de recuperar.

Y los camaradas soviéticos, en pleno siglo XXI, ya no están disponible­s en esta ocasión.

“USTED PREGUNTE EN EL MUNDO CUáNTO CUESTA DESARROLLA­R UNA VARIEDAD DE PAPA: LE HABLAN DE MILLONES DE DóLARES. NOSOTROS LO HEMOS HECHO ES CON CENTAVOS ”, DICE EL PROFESOR CARLOSñÚS TEZ.

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 ??  ?? Clones cultivados con técnica de aeroponia por los inves tigadores de Agrosavia, para crear una variedad más resis tente a la polilla.
Clones cultivados con técnica de aeroponia por los inves tigadores de Agrosavia, para crear una variedad más resis tente a la polilla.
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 ??  ?? Criolla manzana
Criolla manzana
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Mambera Nariño
 ??  ?? Yana shungo
Yana shungo
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Borrega
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Perla negra
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Pacha negra
 ??  ?? Caldo de papa en casa de agricultor­es.
Caldo de papa en casa de agricultor­es.
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Ensalada de papa nativa con chorizo santarrosa­no (Mini-Mal)
 ??  ?? Papas violeta con mayonesa de tucupí (Mini-Mal)
Papas violeta con mayonesa de tucupí (Mini-Mal)
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Papas arrechas (60 Nativas)

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