MITAD ESCRITOR
Y MITAD CARNICERO
EL CALOR DE UNA COCINA LLEVóABILLBUFOR DA CAMBIAR SU MáQUINA DE ESCRIBIR POR UN CUCHILLO PARA DESHUESAR CERDOS.
“Soy un maniaco inseguro, un neurótico ilusionado e infatigable”, le dijo Bill Buford a un periodista del país que lo entrevistó en 1984. Entonces era solo el editor que había revivido Granta, una de las revistas literarias más prestigiosas del mundo. Y le faltaba ser el editor de ficción de The NewYorker. Pero, sobre todo, le faltaba aprender a cocinar.
Unos veinte años después, el mismo Buford recorría las calles de Nueva York con el cadáver de un cerdo entero de 100 kilos sobre el manillar de su motocicleta. Se lo había comprado a un amigo con contactos en las granjas orgánicas del Estado y su reto era darle trámite como lo haría un carnicero toscano. Así lo hizo y durante siete días despachó el animal: preparó una receta del Renacimiento, puso a conservar las piernas del animal en salmuera y luego en aceite de oliva según una tradición de Chianti, asó uno de los pedazos de carne que están entre las costillas para hacer una rosticiana, coció la cabeza hasta que los pedazos de carne se desprendieron y armó salchichas con todo lo que sobró. Lo único que botó a la basura, y lo hizo con tristeza, fueron los pulmones.
Buford aprendió a cocinar, precisamente, por ser un neurótico infatigable. Todo lo cuenta en su libro Calor, una de las joyas de la no ficción estadounidense: es su memoria gastronómica y narra cómo el plan de escribir un artículo sobre el trabajo en la cocina de Mario Battali –uno de los chefs estrella de Nueva York– lo llevó a trabajar después con Marco Pierre White, a aprender a hacer tortellini en un pueblito de Bolonia y a vivir como aprendiz de una carnicería en la Toscana en la que su maestro era un tipo que recitaba versos de Dante Allighieri mientras afilaba sus cuchillos.
Y aunque cuando cocinó el cerdo quedó francamente cansado, Buford nunca se cansó de la comida. Ahora vive en Lyon y a la gente que le pregunta les responde por Twitter que no se preocupen si los tortellini no salen perfectos, que la cocina italiana sabe perdonar y que, en el fondo, la comida se trata de filosofía, no de recetas.