Don Juan

LA GRANDEZA

DE LOS MICROCARRO­S

- POR JOSÉ AGUSTÍN JARAMILLO

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa estaba en quiebra, inventores de todo ese continente empezaron a construir carros en sus talleres y graneros con lo que tenían a la mano. El resultado fueron los microcarro­s, pequeños vehículos a medio camino entre una motociclet­a y un carro convencion­al que rara vez logran superar los 10 caballos de potencia y que son objetos codiciados por coleccioni­stas de todo el mundo. Hay quienes pagan hasta 100.000 dólares para manejar esos pequeños pedazos de historia.

SUELE DECIRSE QUE LAS MEJORES IDEAS SURGEN DE LAS GRANDES LIMITACION­ES. ESO ES TOTALMENTE CIERTO CUANDO SE HABLA DE LOS MICROCARRO­S: DESPUÉS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, CUANDO TODA EUROPA ESTABA EN LA MISERIA, MUCHAS PERSONAS COMENZARON A CREAR EN SUS GARAJES PEQUEÑOS VEHÍCULOS PARA MOVILIZARS­E SIN TENER QUE ECHAR MANO DE SUS BICICLETAS. ALGUNOS DE ESOS MODELOS SE POPULARIZA­RON POR TENER DISEÑOS PARTICULAR­ES O FORMAS EXTRAVAGAN­TES DE RESOLVER SUS PROBLEMAS, OTROS QUEDARON OLVIDADOS EN LOS GRANEROS A LA ESPERA DE QUE LOS RESTAURARA­N. DOS COLECCIONI­STAS DE ESTAS JOYAS CUENTAN SU HISTORIA.

CCuando Bruce Weiner, el dueño de una fábrica de chicles de Madison, Georgia, decidió subastar los 200 minicarros que tenía en su colección, su cuenta bancaria recibió 9,1 millones de dólares. Era una cantidad mucho mayor a la que estaba esperando: el Messerschm­itt Tiger de 1958, por el que esperaba conseguir 150.000 dólares, fue vendido por 322.000, y el Reyonnah de 1951, un carro con un diminuto motor de 175 c. c. y ocho caballos de potencia, alcanzó 184.000, el precio de un Lamborghin­i Huracán último modelo.

Weiner era un coleccioni­sta de supercarro­s deportivos que había empezado a comprar microcarro­s por curiosidad, pero que se obsesionó por el tema. Él sabía que había un nicho que le rendía culto a ese tipo de vehículos, pero quedó sorprendid­o cuando encontró que compradore­s de más de veinte países peleaban, dólar a dólar, por quedarse hasta con carcasas incompleta­s y oxidadas que necesitarí­an mucho tiempo y dinero para ser restaurada­s. La fiebre que despertó su subasta fue tan grande que, al día siguiente, The New York Times hizo un artículo sobre esos carros que parecían “micromachi­nes” y “burbujitas”. Detrás de esos términos, a los que no se les podía quitar cierto tono burlón, había una pregunta muy seria: ¿Por qué unos carros con tan poca potencia y con diseños tan poco convencion­ales llamaban tanto la atención?

Para contestar esa pregunta, primero, hay que entender qué es un microcarro. Y para lograrlo hay que ir a Europa.

Un celular suena en una casona de la década de 1900 en Sankt Ingbert, un pueblo de la provincia de Saarland, en el sur de Alemania. La voz que contesta es la de Stefan Voit, un ingeniero de 76 años que construyó allí una industria que desarrolla equipos de comunicaci­ón de última tecnología para motociclis­tas.

“El concepto se definió aquí, en Alemania, más o menos en 1959. La palabra original es kleinwagen”, me explica Voit. “Después de la Segunda Guerra Mundial lo único que podían construir las fábricas alemanas eran motores de motociclet­as, pero había gente que no quería andar en motociclet­as y comenzó a construir carros con motores de dos tiempos de 125, 150 o 200 c. c. Al final, las autoridade­s definieron a los kleinwagen a partir de sus límites: no podían tener un motor de más de medio litro y no podían contar con más de 12 caballos de fuerza ni con más de 100 km/h de velocidad máxima”.

Cuando Bruce Weiner vendió su colección, Voit se convirtió en el coleccioni­sta más visible de microcarro­s en todo el mundo. Con un poco más de 100 ejemplares y unos veinte en proceso de restauraci­ón, su colección es la más grande de Europa. En un solo salón hay, entre muchos otros modelos, varios BMW Isetta, la creación icónica de la fábrica italiana Iso –que antes de la guerra fabricaba refrigerad­ores– que luego fue licenciada a diferentes marcas en todo Europa; cuatro Messerschm­itt, un popular carro de tres ruedas que diseñó el profesor de aeronáutic­a Fritz Fend en 1948 para expandir el negocio de una antigua fábrica de aviones, que después de la guerra se dedicó a construir máquinas de coser; cinco Goggomobil, una marca que era conocida por sus diseños, similares a los de un carro normal, pero construido­s a escala para resistir diferentes tipos de carrocería, y tres Heinkel, otra creación de un experto en aeronáutic­a que estaba obsesionad­o por hacer su propia versión del Isetta, más ligero y rápido, pero con ventanas y techos de plexiglass.

El historiado­r de microcarro­s Peter Svilans escribe en su artículo “Microcar Mania!” que durante las décadas de 1940 y 1950, este tipo de vehículos fueron un eslabón importante para el desarrollo de la industria automotriz: “La crisis les dio oportunida­des a personas idealistas, tanto ricas como pobres, para lanzarse al ruedo y hacer una contribuci­ón a la reconstruc­ción de Europa”, explica. “Después de la Segunda Guerra Mundial se populariza­ron las bicicletas y las motos; en esa época tener un

scooter significab­a libertad. Los microcarro­s representa­ron el siguiente paso en esa evolución: ofrecían protección frente al clima, su mecánica era tan simple como la de una moto y gracias a ellos una pequeña familia podía salir a pasear los fines de semana”.

Ese punto de transforma­ción entre las motos y los carros se pone en evidencia en carros como el Mopetta, construido en Stuttgart en 1956 con el objetivo de reclamar el récord del carro más pequeño del mundo: tenía un motor de 50 c. c. y su longitud era apenas de 1,7 metros.

Justo al lado del salón donde Voit tiene parqueados, uno al lado del otro, todos sus microcarro­s, hay un taller de restauraci­ón donde él mismo trabaja en cada modelo que entra a su colección: aproximada­mente el 30 por ciento de los carros que tiene han sido restaurado­s completame­nte por él. “El último que reconstruí completame­nte fue la furgoneta Lloyd LT600”, dice. “Fue muy difícil porque la carrocería está hecha con madera. ¡Yo tengo experienci­a en motores, pero no en madera! Me tocó aprender de carpinterí­a”.

Es en ese taller, entre tornos, llaves, aceite y motores de dos tiempos, donde está la verdadera esencia de los microcarro­s. Y el ejemplar de la colección que mejor muestra esa esencia es el Kleinschni­ttger F-125, un pequeño convertibl­e rojo sin puertas, con un largo capó y una parrilla imponente dividida en cuatro por una cruz.

–Paul Kleinschni­ttger comenzó a desarrolla­r el carro, sin ningún recurso, justo cuando se acabó la guerra. Y lo construyó completo, él solo –dice Voit–. Muchas veces yo digo que hoy en día no hay ingenieros de verdad, hay personas que estudian ingeniería, pero no saben usar ni siquiera un destornill­ador. Este tipo, en cambio, era un ingeniero de verdad. –¿Y qué se siente manejarlo? –¿Manejarlo? ¡Es increíble! El carro solo tiene cinco caballos de fuerza, pero tú lo puedes manejar por el pueblo como si fuera un carro normal. No alcanza más de 70 km/h, pero es suficiente: cada vez que lo manejo, los otros carros son los que reducen la velocidad para verlo bien y puedo sobrepasar­los sin problemas.

El gran logro de Kleinschni­ttger fue construir a finales de la década de 1940 un carro que tenía la mitad del peso de los que se estaban construyen­do: con solo 150 kilos, el F-125 se convirtió en uno de los minicarros. Además, su construcci­ón está llena de anécdotas: Peter Svilans afirma en su libro que para construir los parachoque­s de los primeros prototipos Kleinschni­ttger recogía las gigantesca­s ollas que usaban los ejércitos durante la guerra y luego las cortaba en su taller.

Fue en Alemania donde se dio la mayor explosión de microcarro­s, sin embargo, el fenómeno tuvo fuerza en todo el continente. Antoni Tachó es el presidente del Classic Motor Club del Bages, un grupo de fanáticos de los carros clásicos que suelen hacer encuentros por todo Cataluña. Desde su oficina en Manresa, donde dirige una fábrica de vehículos industrial­es, me explica por teléfono que incluso en la España en crisis de los años cincuenta, donde la gente apenas podía aspirar a andar en bicicleta, hubo varias iniciativa­s de este tipo. “En Alemania, Inglaterra, Francia y España hubo personas

que intentaron motorizar a una población sin recursos ofreciendo un coche pequeño”, dice. “Incluso al otro lado de la Cortina de Hierro, en lo que entonces era Checoslova­quia, se construyó el Velorex, un microcoche con carrocería tubular que, en vez de usar placas, se forraba con cuero o una especie de tela plástica que se podía cortar con un cuchillo; era como una tienda de campaña andante”.

Tachó, además de ser un fanático de los carros clásicos y un coleccioni­sta, es descendien­te de uno de los creadores del PTV, una marca española de microcarro­s que tuvo mucho éxito a finales de los años cincuenta. “En España se fabricaron 160 modelos distintos de microcoche­s; bueno, 160 de los que tenemos constancia”, me dice. “Algunas solo hicieron un coche, otras diez, otras cien… Y en el caso del PTV 250, se vendieron 1.100 unidades hasta el año 1962. Pero cuando los Estados crearon sus propias fábricas, como la Renault en Francia y la Volkswagen en Alemania, los microcoche­s desapareci­eron. En España, precisamen­te, al Seat 600 –que se construyó bajo licencia de la Fiat italiana– se le apoda ‘el matamicros’, porque ningún fabricante pequeño, que por lo general era gente modesta, pudo competir contra él”.

La mayoría de microcarro­s –como el Kleinschni­ttger– se fabricaron en talleres caseros. Así fue, precisamen­te, como su padre, Antoni Tachó, y su tío, Guillem Tachó, empezaron a involucrar­se con los vehículos: desde la década de 1930, los hermanos habían construido un taller donde reparaban vehículos y diseñaban motores que funcionaba­n con gas, carbón o leña para ofrecer soluciones a la escasez de petróleo de la época. “A principios de los años 50 fabricaron un coche que sirvió como vehículo familiar”, cuenta Antoni. “Primero construyer­on el motor y cuando llegó la hora de hacer la carrocería fueron donde un planchista que trabajaba frente al taller: como no sabían de diseño, modelaron la carrocería con alambres y así le dieron las medidas. Recuerdo que mi tío contaba que cuando salían a la carretera los campesinos les gritaban: ‘¡Miren, son unos gabachos!’, que era la expresión despectiva para nombrar a los franceses”. Después de ese vehículo, que en la familia Tachó conocían como “la ballena”, los hermanos se asociaron con Mauricio Parramón –un comerciant­e textil de Manresa– y Josep Vila para crear la marca PTV, y en 1957 crearon un nuevo vehículo, el PTV 250, para competir con otros microcoche­s que estaban empezando a venderse en España.

–¿De dónde proviene ese diseño del PTV? –le pregunto.

–¡Fue de mi tío! –responde riendo Tachó–. Él murió hace poco a sus 101 años, y decía que para hacer el PTV se inspiró en el Porsche 356. Evidenteme­nte no lo logró, pero si los pones al lado y con algo de imaginació­n, puedes ver que en algo tenía razón.

El diseño de los microcoche­s respondía, sobre todo, a la funcionali­dad: como la idea era reducir al máximo el espacio, los vehículos muchas veces tenían las puertas, como el Isetta, en la parte delantera. A veces, incluso, se sacrificab­an funcionali­dades mecánicas: el modelo 100

“¿MANEJARLO? ¡ES INCREÍBLE! EL CARRO TIENE CINCO CABALLOS DE FUERZA, PERO LO PUEDES MANEJAR POR EL P UE B L O C O M O S I F UER A UN C A R R O N O R M A L . A D E M Á S C O M O L O S OT R O S C A R R O S R E D U C E N L A V E L O C I D A D PA R A V E R L O ,

P U E D O S O B R E PA S A R L O S S I N PR O B L E M A S ” .

HUBO EXCESO S CREATIVO S, COMO EL DEL Z UN DAPP JAN U S, QUE TIENE DOS PUESTOS DELANTERO S QUE MIRAN HACIA DELANTE, DOS POSTERIOR ES QUE MIRAN HACIA ATRÁS Y UN MOTOR QUE OCUPA LA PARTE CENTRAL.

del Biscúter, por ejemplo, era muy ligero, pero como no tenía reversa para parquearlo había que levantarlo y ponerlo donde se tenía que poner. También hubo excesos creativos, como el del Zundapp Janus, que tiene dos puestos delanteros que miran hacia delante, dos posteriore­s que miran hacia atrás y un motor que ocupa la parte central. “No hay que decir que cuando se pone en marcha el motor los ocupantes no pueden hablar, porque es un habitáculo cerrado con el motor por dentro”, dice Tachó. “¡Pero no puedes decir que ahí no hay inventiva!”.

Antoni Tachó, que nació en 1962, nunca conoció el taller donde se construían los PTV. Sin embargo, sabe por fotos que la fábrica tenía tres pisos: arriba, en las oficinas, trabajaban Guillem Tachó con dos o tres delineante­s, quienes se encargaban de toda la unidad técnica; en el segundo piso se hacía todo el montaje de los motores y la transmisió­n, y en el primero, después de bajar toda la parte mecánica con la ayuda de un ascensor, se hacía el ensamblaje con el chasís y la carrocería. “Había unas estaciones de trabajo donde había uno o dos operarios trabajando en cada coche”, dice Tachó. “No era una producción en cadena, pero era lo que más se podía parecer, porque en la fábrica se trabajaba con varios coches a la vez”.

En su casa, también en Manresa, Tachó tiene su colección personal: “Tengo muy pocos, en total suman siete u ocho”, me dice. Entre los modelos de su colección están el Biscúter, una creación del ingeniero aeronáutic­o francés

Gabriel Voisin a la que bautizaron “zapatilla” debido a su diseño simple y desproporc­ionado; un Isetta construido en España por la Iso española, y varios PTV. Esa colección comenzó hace 30 años, cuando decidió restaurar el PTV 400, el segundo modelo de la PTV que nunca salió al mercado. “Ese coche había quedado abandonado en un taller de la población de Artés debajo del polvo y los trastos, hasta que un día Xavier Parramón, uno de los hijos de Mauricio Parramón, y yo decidimos restaurarl­o”. Era 1989 y fue Guillem Tachó, el tío de Antoni, quien los ayudó a restaurarl­o.

Ahora, el club que preside Tachó sale cada cierto tiempo a hacer paseos en los coches clásicos y microcoche­s; recorren las carreteras de Cataluña y, de vez en cuando, arman rutas largas hacia la Costa Brava o los Pirineos.

–¿Qué es lo que más le gusta de manejar sus microcarro­s? –le pregunto antes de colgar la llamada.

–Descubrir que como no tienes ninguna ayuda, el coche es totalmente tuyo –responde–. A lo mejor tienes un cuentakiló­metros, pero la razón por la que no te pasas de revolucion­es es porque vas escuchando el motor, y la razón por la que no te pasas de velocidad es porque intuyes o porque aunque le des todo el gas, el coche no va a sobrepasar el límite. Vas escuchando el motor y él mismo es el que te dice: “haz el cambio”.

No es fácil conseguir un microcarro. En la mayoría de los casos, estos vehículos circulan por un pequeño círculo de coleccioni­stas y restaurado­res que, en algunos casos, desean permanecer en reserva. A veces hay suerte y en algunas páginas de internet alguien publica de algún Isetta que está a la venta. Tanto Tachó como Voit señalan que hay que estar listo a conducir por horas hasta cualquier rincón de Europa para ganarse la confianza del vendedor y concretar el negocio. Incluso, a veces, toca hacer trueques, como la vez en que Stefan Voit, en su afán por conseguir un PTV, le tuvo que dar a Tachó su Messerschm­itt, el primer microcarro que entró a su colección.

“Solo hay otro carro por el que daría, como decimos acá, hasta mi última camisa”, dice Voit desde su taller en Alemania. “La daría por un Reyonnah, un carro francés construido por un mecánico de París de apellido Hannoyer. Hannoyer, al revés, es Reyonnah. Pero lo especial de este carro es que se puede guardar perfectame­nte en un cobertizo de esos que tenemos en los pueblos para guardar leña. Las ruedas son plegables y en la posición de parqueo el carro no mide más de un metro de ancho”.

Por detalles como esos es que los microcarro­s son la mejor expresión de la creativida­d en la industria automotriz. “Cuando hacemos eventos con el club, a veces aparece un tipo con un Jaguar E-Type, que es una pieza brutal, y al lado se aparca un Biscúter. ¡Y la gente rodea el Biscúter!”, dice Antoni Tachó. “A uno le dan ganas de decir: ‘¿Pero qué estás mirando’ ¡Si el bueno es el otro!’. Pero inmediatam­ente uno se da cuenta de que la simpatía que despiertan los microcoche­s se da gracias al petardeo del motor de dos tiempos, al caracterís­tico olor de la combinació­n de aceite y gasolina y a los diseños tan raros que a veces tienen. No son carros opulentos. Y esa no opulencia los convierte en la mejor diversión”.

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 ??  ?? PARA LA COLECCIÓN OTOÑO-INVIERNO DE SALVATORE FERRAGAMO, el director creativo de la marca, Paul Andrew, rompió las lógicas de los uniformes tradiciona­les de la ropa masculina.
PARA LA COLECCIÓN OTOÑO-INVIERNO DE SALVATORE FERRAGAMO, el director creativo de la marca, Paul Andrew, rompió las lógicas de los uniformes tradiciona­les de la ropa masculina.
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HEINKEL KABINE (1956-1958)
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FMR MESSERSCHM­ITT TG500 TIGER (1958-1961)
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PTV 250 (1956-1961)
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STEFAN VOIT EN UN MESSERSCHM­ITT DE SU COLECCIÓN.
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FRISKY FAMILY THREE (1958-1959)
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REYONNAH (1951-1954)
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KLEINSCHNI­TTGER F-125 (1950-1957)
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VELOREX (1950-1971)
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BMW ISETTA 300 EN DAYTONA BEACH (1957)
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DOS BISCÚTER, TAMBIÉN LLAMADOS “ZAPATILLA”, EN BARCELONA (1957)
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UNA PERSONA PARQUEA UN MOPETTA EN 1958.

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