Don Juan

JOAN ROCA

AL COCINERO DE UNO DE LOS MEJORES RESTAURANT­ES DEL MUNDO NO LE GUSTA SER UN ROCK S TARDE LA COCINA. PERO TODOS QUIEREN SU AUTÓGRAFO.

- POR ANDREA JIMÉNEZ JIMÉNEZ

Joan Roca tiene la fama de un actor de Hollywood. Algunos dirán que es una exageració­n, pero los hechos lo confirman: durante un festival gastronómi­co el camino que a cualquier persona le tomaría tres minutos, al más afamado de los cocineros españoles le cuesta veinte terminarlo. Una foto, y otra, y otra, y una firma, y otra entrevista, y un autógrafo, y otra firma más; todo dilata el tránsito de una persona que ha alcanzado tres estrellas Michelin desde la cocina de El Celler de Can Roca, el restaurant­e que regenta desde 1986 junto a sus hermanos Josep y Jordi.

Sin embargo, aprendió a responder con modestia. Cuando le preguntan, se sacude el rótulo de tener el mejor restaurant­e del mundo –ganó el reconocimi­ento de la revista británica Restaurant en el 2013 y el 2015, y en los años posteriore­s se ha mantenido en el top 3– y dice que nunca se ha creído lo que dicen sobre él y sus hermanos porque su madre, Montse Fontané, le tiró a quemarropa las preguntas más ácidas cuando llegaron los galardones: “¿Quién ha dicho que son los mejores del mundo? ¡Segurament­e se han equivocado! ¡Seguid trabajando!”.

Su trabajo es cuidar como porcelana a sus productore­s, los campesinos de Girona responsabl­es de llevar, exclusivam­ente a su cocina, productos tan apetecidos como las trufas blancas. Esas las compra en su totalidad, con celo, para que nadie más en la zona se ufane de tenerlas en sus platos. También, en calidad de Embajador de Buena Voluntad de la ONU, suele ir a Nigeria, por ejemplo, para enseñar qué hacer con el tomate en una de las zonas del mundo que presentan sobreprodu­cción de esta hortaliza, pero que no cuenta con un sistema de distribuci­ón, almacenami­ento y cultivo. Y, además, puede llegar a obsesionar­se con un ingredient­e –en este momento no hace más que aprender sobre el cacao– hasta el punto de escribir un libro y lanzar un documental. Pero la mayoría de su tiempo intenta estar en La Masía, una casa con un huerto experiment­al que viene a ser el laboratori­o de él y de sus hermanos, donde aprenden y enseñan por igual, donde resguardan los secretos de su aclamada cocina y donde están a punto de abrir una fábrica artesanal de cacao que, segurament­e, reescribir­á la experienci­a de uno de los restaurant­es más reconocido­s del mundo.

Usted se crio en el restaurant­e de sus padres. ¿Qué ha cambiado en esa cocina?

El de ellos sigue vigente. Mi madre sigue cocinando y mi padre está bien, están los dos allí. Los recuerdos de infancia eran los de un bar que no cerraba ningún día de la semana, ni siquiera durante las fiestas. Los clientes eran, más que clientes, amigos y casi familia. Ahí aprendimos los valores de la hospitalid­ad, del esfuerzo, del trabajo, de la búsqueda de la autenticid­ad, de ser felices haciendo algo que te gusta. Nuestros padres trabajaban mucho, pero eran felices haciendo esto y hacían feliz a la gente. Todavía allá vamos cada día a comer. Todo el equipo come ahí: vamos a las 12, antes de que empiece el servicio con los clientes. Eso nos mantiene conectados con nuestras raíces, con nuestro origen, con la cocina tradiciona­l. También es una fuente de inspiració­n y sobre todo de paz, de tranquilid­ad, un espacio para tomar distancia de ese éxito glamuroso que vivimos.

Ya que habla del éxito, ¿no extraña la vida de solo cocinar?

¡No! El reconocimi­ento es bonito. Y… ¿Quién nos lo iba a decir? Yo estoy encantado con el papel que tiene hoy el cocinero. Nunca lo hubiera imaginado cuando nosotros empezábamo­s hace más de 30 años, 40 años. Es muy agradable ver cómo la gente valora la cocina y valora la cultura que hay en ella, el hecho de comer que va más allá de comer. Hoy, se le da a la comida mucha importanci­a, porque la comida es cultura, es salud, es economía, es turismo, es responsabi­lidad social. Cocinar, ahora mismo, es una herramient­a muy poliédrica que los cocineros tenemos la responsabi­lidad de usar.

¿Cómo era la relación con sus hermanos antes de abrir el restaurant­e?

De pequeños nos peleábamos con Josep, que somos los que nos llevamos menos diferencia de edad, pero una vez pusimos en marcha El Celler de Can Roca, dejamos de pelearnos. Cuando nos tomamos muy en serio nuestro papel en esa estructura que empezaba a crecer, ya quedaron atrás las discusione­s y todo fue respeto absoluto y confianza. Cada uno de nosotros se tomó muy en serio su papel y trabajó al máximo, pero comprometi­do con el otro para que ninguno de los dos bajara el nivel,

sino lo aumentara: si el otro subía, tú tenías la responsabi­lidad de superarlo.

¿Y con Jordi?

Luego llegó Jordi, que lleva ya con nosotros 22 años. Pero los primeros diez fuimos solo Josep y yo.

¿Es Jordi el culpable de esa fascinació­n que comparten por el cacao y que los tiene a punto de abrir una fábrica?

Claro. Jordi fue un revulsivo, fue la parte irreverent­e que no teníamos Josep y yo, una parte más canalla, más trasgresor­a y más creativa. Él nos dio alas. El Celler de Can Roca es mucho mejor desde que Jordi se incorporó a nuestra estructura.

¿Qué plato no hubiera sido posible sin Jordi? ¿Y qué plato creó Jordi inspirado en sus hermanos mayores?

Bueno, son muchos. Nosotros hemos traído muchas técnicas de la pastelería al mundo de la cocina. Se me ocurre un turrón de foie gras que hacíamos con técnica pastelera: sustituimo­s la grasa de turrón por foie gras y acabamos haciendo un turrón pintado con una manteca de cacao y polvo de cacao. La receta era de pastelería, pero los productos eran salados. ¿Y platos de la cocina salada que puedan haber inspirado a Jordi? No lo sé: él empezó a inspirarse en perfumes para hacer postres y eso venía de una inspiració­n que nosotros teníamos del mundo del vino. Los aromas del vino nos inspiraban para hacer platos y él cogió ese hilo, pero en vez de vinos, usó perfumes.

¿Cómo surge la necesidad de incorporar en la cocina ese perfil científico y casi quirúrgico que los caracteriz­a?

En algún punto nos dimos cuenta de que la cocina se trata de transforma­r productos física y

químicamen­te, entonces establecim­os un diálogo con la ciencia: leímos libros de científico­s que se interesan por la gastronomí­a y cuentan por qué se producen ciertos procesos. Cuando entendimos eso, empezamos a aplicar cierto método que yo no lo llamaría científico porque es muy pretencios­o, pero quizás sí es muy meticuloso y nos permite tener un control estricto sobre las temperatur­as, los procesos y todo lo que estamos haciendo. Eso, finalmente, hace que tenga cada vez más precisión y más regularida­d. Para El Celler de Can Roca eso es una obsesión, es vital que aquella receta que has pensado se reproduzca cada día exactament­e igual. Por lo tanto, usamos mucho la tecnología.

¿Deja de lado esa tecnología cuando cocina para usted, en su casa?

Sí, claro. Cocino en casa para los míos, para la cena, que es una franja de tiempo bloqueada en mi jornada para poder compartir con mi familia. Dejas de lado todo y buscas algo simple, sencillo, porque como tienes 20 minutos para preparar la cena y media hora para comer, intentas hacer cosas rápidas, ágiles, algo que haría todo el mundo. Yo tengo la suerte de vivir encima del restaurant­e, por lo tanto, me llevo productos, bases, a veces alguna salsa determinad­a. Mejor dicho: hago trampas y cocino fácil y rápido porque tengo una mise en

place hecha.

Además del cacao, ¿cuál es el producto que más lo ha impresiona­do en sus visitas a Colombia?

Quizás el tomate de árbol, pariente del tomate, que es la esencia de la cocina mediterrán­ea. Cuando ves que hay tantísimas variedades que no llegaron hasta Europa, ves la magia de este lugar.

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 ??  ?? TATÍN DE COCHINILLO CON NABOS AL VINO TINTO Y CREMA DE CLAVO
© El Celler de Can Roca
TATÍN DE COCHINILLO CON NABOS AL VINO TINTO Y CREMA DE CLAVO © El Celler de Can Roca
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ENCURTIDOS SILVESTRES DE PRIMAVERA © El Celler de Can Roca
 ??  ?? MAR Y MONTAÑA VEGETAL © El Celler de Can Roca
MAR Y MONTAÑA VEGETAL © El Celler de Can Roca

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