Don Juan

MADRID:

CARTA DESDE LA CUARENTENA

- POR JORGE PERIS

Mientras Italia estaba entrando en el aislamient­o, España estaba tomando una caña, asistiendo a manifestac­iones multitudin­arias y haciendo chistes sobre la epidemia. Ahora, todo el país está confinado en casa e intenta inventarse cualquier actividad para no sentirse en un encierro eterno. Jorge Peris escribe una carta desde Madrid para contar cómo el país de la juerga y la buena comida intenta mantener a flote su sistema hospitalar­io y no caer en la desesperan­za.

UN MUERTO CADA 16 MINUTOS. ESA FUE LA FORMA MÁS SIMPLE Y CONTUNDENT­E QUE ENCONTRARO­N EN ESPAÑA PARA DESCRIBIR LA MANERA EN QUE LA PANDEMIA DEL COVID-19 LOS ESTABA AFECTANDO ENTRE EL 18 Y EL 19 DE MARZO DE 2020, CUANDO SE CERRÓ ESTA EDICIÓN. Y LOS NÚMEROS SIGUEN SUBIENDO: LOS 20.000 CASOS CONFIRMADO­S Y EL MILLAR DE MUERTES QUE SE FUERON ACUMULANDO, SOBRE TODO EN LAS ÚLTIMAS DOS SEMANAS, PUSIERON EN JAQUE AL SISTEMA HOSPITALAR­IO DE TODO EL PAÍS. PERO MÁS ALLÁ DE LOS NÚMEROS, ESTÁ LA ANSIEDAD DE UNA SOCIEDAD ACOSTUMBRA­DA A PASAR DÍAS Y NOCHES ENTERAS DE CAÑAS Y DE TAPAS, QUE PASÓ, DE UN DÍA PARA OTRO, DE BURLARSE DEL VIRUS EN LOS BARES A QUEDAR CONFINADA EN CASA BUSCANDO EXCUSAS PARA SALIR, ASÍ SEA POR UNOS MINUTOS.

Nunca antes en las familias se habían producido discusione­s encarnizad­as por salir a hacer mercado, ir a pasear al perro o para escaparse momentánea­mente, con la pijama y las zapatillas de andar por casa todavía puestas, a botar las bolsas de la basura, aunque los contenedor­es estén al final de la calle. Nunca se le había ocurrido a nadie pedirle prestado el perro al vecino, a un familiar cercano (o lejano) o a un amigo; o, incluso, alquilarlo (más de un caso se ha visto estos días) para tener la excusa perfecta para salir un rato, estirar las piernas y tomar el aire. En fin, nunca la luz, los rayos del sol y la sensación de libertad habían estado tan cotizados.

El COVID-19, “una simple gripe”, como decían muchos al principio, convirtió a Madrid en una ciudad fantasma. Lo hizo desde el lunes 15 de marzo, cuando el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, teniendo muy en cuenta el panorama apocalípti­co que dejó el coronaviru­s a su paso por Italia, decretó el estado de alerta. “¿Estado de alerta? ¿Qué significa esto y cómo me va a afectar?”, se preguntó entonces la gente. En resumen: las guarderías, los colegios y las universida­des suspendían sus clases con efecto inmediato, las tiendas que no fueran de alimentaci­ón, de artículos de primera necesidad o farmacias debían mantenerse cerradas; las empresas, amigas ellas normalment­e de tener a todos sus empleados bien controlado­s en las oficinas, tenían que implantar obligatori­amente el teletrabaj­o, y salir a la calle quedaba estrictame­nte prohibido, con contadas excepcione­s, como las que mencioné antes: hacer mercado o comprar medicinas, pasear al perro y, a los que les toca, ir a trabajar.

Esta es la primera vez que en la España de nuestros tiempos se vive algo así. El coronaviru­s ha hecho que el país de los bares y de las terrazas, de los paseos vespertino­s y nocturnos, de las cañas y las tapas, de la fiesta y el solecito, haya pasado en pocas horas de rebosar vida a parecer profundame­nte dormido.

Reconozco que yo fui uno de esos que veían al COVID-19 como “una simple gripe”, algo pasajero que no revestía mayor importanci­a. “¿Que surgió dónde? ¿En Wuhan? ¿Y dónde putas queda eso? ¿Y que fue culpa de quién, un chino que comió sopa de murciélago? Es que allá son muy raros y comen de todo; ya conoces el dicho: ‘En China se come todo lo que anda, menos las personas; todo lo que vuela, menos los aviones; todo lo que nada, menos los barcos; y todo lo que tiene patas, menos las mesas’. Pero no hay mucho de qué preocupars­e: es una gripe corriente y moliente”, decíamos. El tiempo ha sido cruel conmigo y con todos aquellos que no lo tomamos en serio. Nos ha demostrado sobradamen­te que infravalor­amos a ese hijueputa virus.

El maldito COVID-19 atacó España cuando sus defensas estaban todavía bajas. El primer paciente reconocido en mi país se reportó el pasado 1 de febrero: fue un ciudadano alemán residente en las Canarias que había estado en contacto en Baviera con un compañero de trabajo que, a su vez, había sido contagiado por una empleada que contrajo el virus en Wuhan. En otras islas españolas, las Baleares, se detectó el segundo caso apenas nueve días después, el 10 de febrero: el infectado era un ciudadano británico que se contagió en un viaje de esquí en los Alpes franceses.

Entonces el crecimient­o del virus, que hasta ese momento había sido paulatino, se descontrol­ó: para el 29 de febrero, los casos diagnostic­ados en España se fijaron en 50, mientras que solo tres días más tarde estos superaron ampliament­e la barrera de los 100 y se estrenó el contador de fallecidos. El primero fue un hombre de 69 años que había estado recienteme­nte en Nepal y que murió a costa de una neumonía desconocid­a.

El 9 de marzo, con más de 1.000 casos diagnostic­ados y 28 muertos, el Ministerio de Sanidad cambió drásticame­nte el escenario sobre el que trabajaba. Reconoció que no era capaz de controlar la epidemia en las zonas de transmisió­n alta y pidió incentivar el teletrabaj­o y evitar las reuniones. El jefe de Gobierno, Pedro Sánchez, que ya había anunciado un plan de choque contra el impacto económico del coronaviru­s, aprobó del 14 de marzo el estado de alarma en un país que, por esas fechas, contaba ya con más de 6.000 infectados y 193 muertos: “Las medidas que vamos a adoptar son drásticas y van a tener consecuenc­ias”, admitió, pensando sobre todo en el parón económico. “Paremos los bulos y actuemos con responsabi­lidad. La emergencia pasará, volveremos a los parques, a las terrazas, y nos dispondrem­os a la recuperaci­ón económica y a la normalidad. Pero, hasta entonces, vayamos todos a una”.

A estas alturas, escribo recluido en mi casa. Bueno, en la casa de mis padres, un chalet adosado que tiene un jardincito, ya que mi apartament­o, en pleno centro de la ciudad, no tiene mucha luz natural. El obligado aislamient­o es total, y aunque las paredes empiezan a pesar, los días se hacen demasiado largos y espero como agua de mayo tomarme una caña y una tapa en el bar del barrio con mis amigos de toda la vida, sé que lo correcto es quedarse en casa. Los viajes al contenedor de la esquina a botar la basura son continuos y con poca separación temporal entre uno y otro: “Amor, voy yo”, le digo a mi esposa. “No, tranquilo, que me toca a mí”, me dice ella, y buscamos cualquier excusa para ir a la tiendita más cercana a comprar cualquier cosa. No tenemos perro, aunque ahora extraño más que nunca a ese pastor alemán que tuvimos en casa durante dos días cuando era un adolescent­e. Tristement­e, a Teddy (acabo de pensar que le dimos un nombre muy poco original) se lo regalamos a unos amigos después de pasar un par de noches en blanco por sus lloriqueos, aunque no hay ninguna duda de que ahora el bueno de

Teddy me estaría ayudando a sobrelleva­r mejor este encierro.

Uno o dos días antes de que Pedro Sánchez anunciara en televisión el estado de alerta y pusiera en marcha esas medidas drásticas, no me pregunten por qué, a mí se me encendió el bombillo. “A ver si esta cosa del coronaviru­s va a ser más seria de lo que parece”, le dije a mi esposa. Mucha gente pensó como yo. Y eso lo aprecié en una visita esporádica con la familia al supermerca­do: nuestra tienda habitual parecía vivir una escena de Guerra Mundial Z o de alguna otra película o serie sobre el fin del mundo. No quedaba un solo rollo de papel higiénico, ni de kleenex, ni de papel de cocina, y en las baldas de la pasta habían arrasado con todo menos con los farfalle, esos lacitos que parecen no convencer del todo a nadie. La gente arrampló con todo lo que tenía a su paso y no era raro ver carritos a rebosar con decenas de yogures, gente cargando como podía kilómetros de papel higiénico –del caro, ese con doble capa, y del barato; a estas alturas daba igual– y kilos y kilos de arroz. La escena, aterradora, se repetía día tras día en todos los supermerca­dos de España, pese al llamamient­o de las cadenas de que el surtido no iba a faltar.

Al igual que el discurso de la gente fue cambiando y aumentando en preocupaci­ón, también lo hizo el de los medios de comunicaci­ón, que pasaron de ver el coronaviru­s como una simple gripe que había matado a unos cuantos en Wuhan, a una epidemia mundial que estaba a las puertas de cebarse con la economía nacional y global. Todos los medios en España hablaban de lo mismo, COVID-19: una inyección de pánico en vena en una sociedad sobreinfor­mada, pero desinforma­da. “El coronaviru­s cuesta ya a la Bolsa española 110.000 millones de euros”, publicó el diario El País en su portada el 7 de marzo, un día antes de titular con: “El virus que bloquea el mundo. La expansión del coronaviru­s desafía a los Estados”. Pocas primeras páginas de periódicos me han parecido más aterradora­s que estas.

Sin embargo, si por un lado se veían a esos zombis insolidari­os que, presos del miedo, arrasaban en los supermerca­dos, por el otro ahí estaban todavía las terrazas llenas de clientes, los cines a rebosar y, entre otras cosas, manifestac­iones multitudin­arias, como la del 8 de marzo por el Día Internacio­nal de la Mujer, que recorrió las principale­s calles de Madrid. Yo mismo asistí, luciendo orgulloso un pañuelo morado, a esa marcha con mi esposa, mi madre y mi hija de ocho meses.

Al día siguiente, el 9M, cambié el chip. Prácticame­nte toda la sociedad lo hizo, creo. Lamentable­mente, pese a mis advertenci­as, tuve que seguir yendo a la oficina a trabajar presencial­mente, pues en mi empresa eso del teletrabaj­o no tenía mucho calado; pero lo empecé a hacer con más cuidado: intentaba mantener al menos un metro o metro y medio de distancia con el resto de personas –resulta difícil eso en una ciudad como Madrid–, trataba de no tocarme la cara, como hacemos todos inconscien­temente, y me lavaba las manos a conciencia cada vez que podía. De momento, parece que esas medidas que hemos tenido que poner en práctica, más la del aislamient­o, han funcionado, y ni mi familia ni yo hemos sido víctimas del COVID -19. Por ahora.

Nos sentimos seguros en la casita de mis padres. Y mientras las bolsas de medio mundo se hunden y la economía global se tambalea, mi hija, que no para de sonreír y jugar, disfruta tener a su padre todo el día en casa. Esta es, sin duda, una de las pocas notas positivas que

se pueden rescatar de esta pandemia: el poder pasar más tiempo con los seres queridos. La otra, la que quizá más ha sorprendid­o a todos, es la solidarida­d del pueblo madrileño, que se ha volcado durante esta crisis y se ha mostrado dispuesto a ayudar a todos en estos momentos tan duros. Puntuales como un reloj suizo, a las 20:00 horas, los madrileños salen cada noche a sus ventanas y balcones y les dedican un sentido y emocionant­e aplauso a los trabajador­es del sector sanitario, que se entregan en cuerpo y alma a curar y cuidar en los hospitales a los afectados por el coronaviru­s. Además, las iniciativa­s sociales no dejan de crecer. Entre todos conseguimo­s entretener­nos y matar el tiempo: conciertos en directo en Instagram, museos que abren 24 horas al día en su web y hacen tours virtuales, clases de cocina y yoga en tiempo real y para todas las edades en varias plataforma­s de streaming, apps que han dejado de cobrar durante estos meses de encierro. La lista crece cada día.

Sin embargo, que nada de lo positivo que acabo de mencionar nos haga apartar la vista de lo realmente importante: ¡Hay que quedarse en casa! Tener la despensa llena de pasta y arroz, la nevera a rebosar de yogures y papel higiénico de sobra para aguantar años no va a servir de nada. Y si así lo creen, están equivocado­s: todos tenemos que prepararno­s. Al momento de escribir esta carta, con 20.000 casos confirmado­s y más de 1.000 fallecidos, España es el tercer país con más positivos por COVID-19: comparte el podio con Italia y China. Tristement­e, también nos estamos aproximand­o lentamente a lo que están viviendo en Italia: hospitales desbordado­s y muertos que ya se cuentan por centenares cada día, aunque no se puedan enterrar como es debido.

Pese a que a muchos pueda parecérsel­o, estas no son unas minivacaci­ones; es algo mucho más grave. Todavía hay personas que se toman el estado de alerta a la ligera y buscan, a través de la picaresca, evitar de todas las formas posibles el aislamient­o: el hombre que sacó a pasear a su perro de peluche, el tipo que salió con su mascota a más de seis kilómetros de su casa o el joven que fue detenido por intentar saltarse la prohibició­n paseando con un disfraz de dinosaurio forman ya parte del anecdotari­o colectivo.

Escribo desde Madrid, pero también pueden considerar que lo hago desde un futuro inmediato. La capital de España, la ciudad que vive más de noche que de día, la que presume de tener, solo en la zona entre Atocha y Antón Martín, más bares que toda Noruega, está clausurada hasta nuevo aviso. Eso sí, los bares seguirán ahí cuando el COVID-19 decida dejarnos. También estarán el Retiro, el Museo del Prado, la Puerta del Sol, el Santiago Bernabéu, el Rastro, la Casa de Campo, el Teleférico, el Café Barbieri y las tiendas de la Gran Vía: todos esos sitios que hemos de evitar mientras se mantenga el estado de alerta.

Los días serán más largos de lo habitual, lo digo por experienci­a; pelearán con sus seres queridos y no solo por salir a botar la basura, no podrán abrazar, besar y dar la mano a nadie con quien no vivan y verán lo difícil que es dejar de lado la rutina y ajustarse a una progresiva pérdida de la libertad.

La tarea ahora es acomodarse como sociedad y hacer un esfuerzo en los complicado­s meses que se avecinan. Todavía están a tiempo de frenar la curva y de buscar algún vecino, amigo o familiar con perro con el que llegar a un acuerdo para compartir esa tarea, prácticame­nte el único pasaporte para salir un rato a la calle, pasear con excusa y tomar el aire.

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DESDE EL 13 DE MARZO la mayoría de comercios permanecen cerrados.
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A LAS 8:00 DE LA NOCHE en Madrid se organiza un aplauso para los servicios de salud.

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