Editorial
Para muchos actores, el de la educación es un tema que suele alternar entre la indiferencia colectiva y la controversia escandalosa. Esa desafortunada forma de cobrar protagonismo se refleja en casos como el de las cartillas de educación sexual, las posiciones encontradas frente a Ser Pilo Paga y los desfalcos del Plan de Alimentación Escolar.
Cuando llega la época de elecciones, hasta los más indiferentes vuelven la mirada sobre todo lo que pueda representar capital político, entonces la educación vuelve a estar en muchas bocas y a revolver de nuevo grandes preguntas; aunque no faltan quienes ni siquiera pueden simular interés por el tema para anotarse unos puntos en las encuestas. En todo caso, el ejercicio de revisar las agendas y leer propuestas se convierte también en una oportunidad para considerar en detalle la situación actual de la educación y sus alcances en un sentido amplio.
Si Colombia quiere avanzar como sociedad, convivir en paz, hacer parte del selecto grupo de países que pertenece a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde) o la nación más educada de América Latina en 2025, como lo propuso este gobierno, se requiere comprender que la educación va más allá del aula de clase. Esta repercute en el bienestar emocional de las personas, en la capacidad de resiliencia y tolerancia de cada individuo, en la construcción de un sentido de ciudadanía en la sociedad, en la formación de una identidad nacional, en el desarrollo de nuevos y mejores talentos para el sector público y privado y, por ende, en el crecimiento de la economía.
El retorno de la inversión en el sector educativo se traduce en progreso, pero para lograrlo hay que enfocar esfuerzos y recursos en la construcción de políticas públicas en alianza con el sector privado y la sociedad en conjunto, dirigidas a consolidar un sistema educativo eficaz, oportuno y de calidad.
La educación es un bien social, de ahí la importancia de que los gobiernos se responsabilicen en construir estrategias que sean sostenibles en el tiempo y no políticas que se quedan estancadas en la administración de turno. Deben, además, responder a las necesidades productivas y culturales de cada región: ¿qué colombiano queremos formar?, ¿con qué habilidades y competencias debe contar?, y ¿qué sentido de pertenencia se le está entregando? Estas preguntas apuntan a un largo proceso de educación y formación en el que serán esenciales las habilidades sociales y emocionales, las competencias para el trabajo y, por supuesto, territorios que ofrezcan oportunidades de vida.
La conversación no se puede quedar solo en la academia. Tenemos que trabajar para que no pase a un segundo plano: abrir espacios de debate, promover el disenso, reconocerla en una dimensión democrática, más allá de lo público y lo privado. Así, la educación tendrá un lugar vivo en el ámbito político, al margen de quién sea el gobernante de turno. Una forma de mantener presente aquello que ayuda a consolidar el futuro de la sociedad.