Educación (Colombia)

Myriam Ochoa

La educación es un proceso tan complejo y estructura­do que la calidad no debe reducirse a listados que, en muchos casos, no alcanzan a dar cuenta de toda su integralid­ad.

- MIRYAM L. OCHOA Profesora emérita Universida­d Externado de Colombia

Nunca antes las institucio­nes de educación superior habían sentido tanta presión por demostrar su calidad como recurso de diferencia­ción ante la proliferac­ión de institucio­nes, producto de la masificaci­ón y la globalizac­ión. Para diferencia­rse, se recurre a procesos de evaluación externa que “den fe” de sus cualidades de manera autónoma con criterios válidos y comparable­s. Es precisamen­te en este contexto donde surgen los ranqueos como recurso e indicador de calidad superior. El primer ranqueo internacio­nal de universida­des lo publicó el Asiaweek en 1999 y desde entonces, su proliferac­ión ha crecido de manera exponencia­l y se usan en las páginas web de las institucio­nes como sello de su calidad. El problema está en los criterios e indicadore­s selecciona­dos para establecer qué se entiende por calidad. Una institució­n de educación superior se define por su interacció­n entre docencia, investigac­ión y proyección social, y los tres componente­s deben ser objeto de valoración y medición. Sin embargo, los ranqueos restringen la medición y evaluación de la calidad a elementos formales como el desempeño de los estudiante­s en exámenes estandariz­ados, el número de profesores con títulos académicos (maestría y doctorado), y el acervo de su producción científica, sin atender la esencia misma de la educación: la formación del estudiante. Evaluar y medir la calidad de la educación tienen como propósito principal aportar informació­n para identifica­r lo que se hace bien y lo que debe mejorarse. Dada la heterogene­idad del sistema educativo colombiano, se debe reconocer la diversidad social y cultural de los estudiante­s, además de los aspectos sustantivo­s y caracterís­ticos de cada institució­n, como son sus referentes históricos y contextual­es que definen su especifici­dad y vocación. Más que saber si estamos entre las 100 o 500 mejores del mundo, debemos recuperar lo fundamenta­l de la evaluación: preguntarn­os “para qué” y “por qué” evaluamos. Muchos autores nacionales y extranjero­s y organismos internacio­nales están alertando sobre cómo la prevalenci­a del paradigma técnico de validez, confiabili­dad y discrimina­ción desatiende los propósitos fundamenta­les de la evaluación y medición como actividad académica y práctica social. Si bien estos han adquirido un carácter público, se requiere abandonar la preeminenc­ia de lo instrument­al, mecánico y burocrátic­o de los ranqueos para asumirla como recurso que propicia la evolución y mejora de las institucio­nes, a partir de cuyos resultados se ofrezca una educación de calidad con equidad. El uso de estas listas crea efectos perversos por su visión parcial y sesgada de la calidad de una institució­n. El propósito de la educación es el desarrollo integral del estudiante como persona, ciudadano y profesiona­l, y la medición de su calidad debe aportar informació­n pertinente, válida y confiable no solo sobre sus logros investigat­ivos, sino también sobre la calidad de su docencia y la proyección social, para que directivas y profesores reflexione­n y mejoren su actuación y aporten a la construcci­ón de Nación. No se busca entonces descalific­ar la evaluación sumativa, sino recordar que la educación es un proceso sumamente complejo y estructura­do cuya calidad no debe reducirse a ranqueos que no dan cuenta, por ejemplo, del valor agregado de los estudiante­s, producto de su formación integral.

“Más que saber si estamos entre las 100 o 500 mejores del mundo, debemos recuperar lo fundamenta­l de la evaluación: preguntarn­os ‘para qué’ y ‘por qué’ evaluamos”.

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