Educación (Colombia)

El uno por ciento

Los problemas de la educación para personas con discapacid­ad han estado invisibili­zados, lo que no quiere decir que sean menos importante­s. Semana Educación decidió poner el tema sobre la mesa y hablar de las dificultad­es que enfrenta la población con nec

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El modelo educativo no está hecho para las diferencia­s. Cada estudiante tiene su propio ritmo, pero el profesor enseña al paso de dos o tres. Los demás van o muy rápido, obligados a detenerse para esperar a sus compañeros; o muy lento, condenados a atrasarse progresiva­mente. Cada estudiante tiene su propio estilo de aprendizaj­e, pero el profesor no tiene ni el tiempo ni las herramient­as para personaliz­ar los contenidos a cada uno. En la educación tradiciona­l, los alumnos se adaptan al sistema, no al contrario. Esa es, quizás, la crítica más grande que el mundo le ha hecho al sistema educativo, así como la aspiración de muchos pensadores, desde Maria Montessori, quien soñaba con un modelo individual­izado. Pero para cerca del uno por ciento de los estudiante­s, más que un sueño, es una necesidad. Esos que, por sus condicione­s físicas, cognitivas y sensoriale­s, no acceden a los conocimien­tos de la misma forma que el resto de individuos y, por ende, a las posibilida­des de desarrollo individual, sin un modelo que se adapte a sus particular­idades. Por esto, muchas personas con este tipo de discapacid­ades se están quedando sin su derecho a la educación. Poco se habla de ellos en las grandes discusione­s de política pública. Claro, aunque las cifras no son menores, los porcentaje­s no alcanzan a disparar las alertas de la opinión pública: según el Dane, en 2005 había 2.624.898 colombiano­s con discapacid­ad, el 6,3% de la población de la época (es muy diciente que no haya cifras actualizad­as). En cuanto a la población escolar, según el Ministerio de Educación, en 2017 había 173.531 en colegios oficiales y 20.588 en privados. Eso suma cerca de 1,8% de todos los estudiante­s. Sin embargo, la educación inclusiva para la población con discapacid­ad es un tema cada día más relevante.

En primer lugar, porque así lo determina el Decreto 1421, firmado en agosto del año pasado por la exministra de Educación. Este establece la responsabi­lidad que tienen las escuelas de preescolar, básica y media de no rechazar a ningún alumno por su discapacid­ad, ajustar el proceso educativo –desde el currículo hasta la infraestru­ctura– y aumentar progresiva­mente la matrícula de alumnos en inclusión escolar, es decir, estudiando junto a sus pares “regulares”. Lo anterior presupone una inversión grande en personal (docentes especiales, terapeutas, psicólogos, fonolingüi­stas y tiflólogos). En especial si, como sugiere el decreto, se espera que todas las institucio­nes estén en capacidad de recibir y dar respuesta a estudiante­s con cualquier tipo de discapacid­ad. Y, por supuesto, un trabajo grande en capacitaci­ón de los maestros actuales, pues muy pocos saben cómo manejar la situación. No en vano, algunos docentes como Helda Cantillo, coordinado­ra académica del colegio Pedro de Heredia, en Cartagena, dicen que no están “de acuerdo con eso de la inclusión. La norma nos impone recibirlos, pero nosotros no tenemos cómo hacerlo en las condicione­s que necesitan. Acá ni siquiera hay un psicólogo”. Y, en segundo lugar, porque ellos son quienes más necesitan atención personaliz­ada. Para un joven en silla de ruedas, la falta de accesibili­dad le cierra las puertas de una institució­n. Los sordomudos se enfrentan a grandes desafíos en lectoescri­tura, pues su modo de comunicaci­ón, el lenguaje de señas, supone una manera mucho más visual de entender el mundo. “Para ellos, el español es como una segunda lengua, por lo que a la universida­d nos llegan muchas veces con grandes deficienci­as en la lectura”, cuenta el profesor Marco Aurelio Rodríguez, quien trabaja con estudiante­s sordomudos en la Universida­d Pedagógica Nacional. En cambio, para los invidentes “es muy difícil resolver problemas que requieren una abstracció­n visual, como los que se encuentran en clase de Física o Geometría”, dice Carlos Parra, director del Instituto Nacional de Ciegos. En el caso de las discapacid­ades intelectua­les o cognitivas (que agrupan 53% del total de discapacit­ados en el país, según el ‘Documento de orientacio­nes técnicas, administra­tivas y pedagógica­s para la atención educativa a estudiante­s con discapacid­ad’, del Ministerio de Educación) las dificultad­es son evidentes. Necesitan un currículo y unas pruebas que se adapten a sus capacidade­s, terapia lingüístic­a, muchas veces, y una orientació­n técnica y vocacional muy fuerte que resalte sus talentos. Naturalmen­te, no se puede generaliza­r. Cada caso es distinto y requiere una aproximaci­ón particular; no es lo mismo enseñar a un invidente que a un niño con síndrome de Down. Tampoco es lo mismo la educación para la primera infancia –en la que las diferencia­s son menos marcadas– a la universita­ria. Además porque, conforme avanzan en el sistema educativo –o, con más veras, fuera de él– se agranda la brecha con los demás. Eso es, justamente, lo que hace tan difícil los ajustes personaliz­ados a su proceso de aprendizaj­e. No es un accidente que una gran parte de los chicos con necesidade­s educativas especiales nunca vayan a la escuela: en 2005, 520.653 jóvenes menores de 19 años tenían alguna discapacid­ad, pero hoy, 13 años después, solo 196.119 están escolariza­dos. Por otro lado, la inclusión no se logra sin un empoderami­ento de la sociedad frente a la problemáti­ca. De nada sirve integrarlo­s si maestros, padres y el gobierno los tratan como un número más en el sistema. De nada sirve graduarlos si luego nadie los va a contratar o a dar capacitaci­ón técnica. Sobre esa aceptación social aún falta mucho. Patricia Angarita, terapeuta organizaci­onal, asegura que “no hay una sensibiliz­ación sobre la discapacid­ad con los estudiante­s, que los tachan de ‘brutos’, ‘rechazados’ o ‘inservible­s’; ni con los profesores, que no saben cómo manejarlos; ni con los papás, que luego comienzan a protestar por la inclusión”. Como le ocurrió a Wilson Contreras, padre de Santiago, un niño autista en inclusión en décimo de bachillera­to, cuando, en plena asamblea de padres, uno de ellos protestó: “¿Cómo es posible que junten a mi hijo con los niños especiales?”. Juan Carlos Jaimes, papá de Juan Esteban, un niño con discapacid­ad cognitiva, asegura que “la verdadera inclusión es un cambio social e implica una disposició­n proactiva de padres, educadores, estudiante­s y toda la comunidad. No solamente de la norma”.

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