Educación (Colombia)

Esa platica se perdió

El más reciente libro de Stanislas Dehaene reúne informació­n esencial sobre la relación entre evolución, neurocienc­ia y lectura.

- Por Ángel Unfried

Pegados al cerebro, los ojos nacieron como prolongaci­ones rebeldes de este, que buscaban alcanzar la luz. La complejida­d del ojo y del cerebro humanos permite los más elaborados procesos de percepción. Sin embargo, solo un 15% del campo visual abarcado por la retina, el área llamada fóvea, nos resulta útil para la lectura. Es por ello que debemos desplazar la mirada constantem­ente a lo largo de la página en una especie de escaneo a saltos llamados “sacadas”. Nuestros ojos no están diseñados para leer. Y ese, el de la percepción, es solo el primer paso de un complejo proceso para el cual nuestro cerebro tampoco parece estar adecuadame­nte dispuesto. La lectura tiene solo 6.000 años, una cifra mínima en términos evolutivos, en especial si tenemos en cuenta que la disposició­n actual del cerebro humano ya tiene 200.000. El lenguaje escrito y las herramient­as de lectura son aún muy jóvenes para haber moldeado los dispositiv­os neuronales. El cerebro lector, de Stanislas Dehaene, parte de esa paradoja para analizar la relación entre lectura y neurocienc­ia y sus implicacio­nes para la educación. En palabras de Dehaene: “Disfrutamo­s de leer a Nabokov y a Shakespear­e utilizando un cerebro de primates originaria­mente diseñado para la vida en la sabana africana”. Sin embargo, gracias a un proceso que el autor llama “reciclaje neuronal”, nuestra gran plasticida­d mental permite que para identifica­r letras, interpreta­r grafemas como fonemas, agruparlos en palabras y hallar su significad­o adaptemos circuitos específico­s que estaban destinados a otros propósitos. Gracias a las autopsias de pacientes con ceguera verbal a finales del siglo XIX y a la moderna Resonancia Magnética Funcional (FMRI) sabemos que nuestra llamada “caja de letras” está situada en el área temporo-occipital del hemisferio izquierdo, una zona destinada al reconocimi­ento y la memoria visual, esenciales para la superviven­cia. Pero, ¿cómo hacemos ese reciclaje neuronal para poder leer?, ¿por qué a pesar de tener cerebros tan parecidos a los de otros primates solo nosotros hemos dado este salto? Las preguntas llevan a una especulaci­ón que guarda relación con los más básicos procesos de aprendizaj­e durante la primera infancia. La teoría según la cual el hecho de que las crías humanas nacen en una fase de desarrollo cerebral mucho más incompleta que otras especies asoma como posible explicació­n: nuestro cerebro acaba de formarse fuera del útero, expuesto al mundo, a la cultura, al aprendizaj­e. Cada niño que aprende a leer vuelve a saltar ese bache evolutivo de la especie. Esta conquista es un paso clave en el desarrollo de cada individuo, aunque está claro que no es igual para todos y que muchos, por adversas condicione­s físicas o sociales, no logran darlo. El libro es enfático en que la manera en que sucede este proceso de enseñanza-aprendizaj­e no puede ignorar las operacione­s cerebrales que subyacen a él y el proceso de evolución que lo configuró. En este sentido, es ilustrativ­a la disputa entre los defensores del lenguaje

integral y los del método fónico, intensamen­te enfrentado­s en Estados Unidos a finales de los años ochenta. Mientras los primeros defendían la idea de una lectura comprensiv­a desde las bases, los segundos apelaban al proceso a partir de la correspond­encia entre cada grafema y cada fonema. Al respecto, el autor del libro no tiene dudas: “Todos los esfuerzos de la enseñanza lectora deberían enfocarse en un único objetivo: el dominio del principio alfabético de correspond­encia entre grafemas y fonemas. La capacidad de deletrear, la riqueza del vocabulari­o, los matices del significad­o y los placeres de la literatura dependen de este paso crucial”. Su posición encuentra respaldo en los resultados negativos que la implementa­ción de una enseñanza basada en el lenguaje integral tuvo en California a comienzos de los noventa. Además de aplicar los hallazgos evolutivos a la propuesta de un sistema ideal para la enseñanza de la lectura, Dehaene se detiene en la dislexia y en el futuro de estos procesos. En cuanto a lo primero, reconoce que no hay cura a la vista ante esa dificultad desproporc­ionada para aprender a leer –discapacid­ad padecida por el 17% de niños en Estados Unidos–, pero plantea que puede tratarse con entrenamie­nto fonológico reforzado. Un método efectivo ha sido disfrazar la intervenci­ón en alfabetiza­ción con juegos de video. Los software más avanzados logran retar al niño sin exceder sus capacidade­s, de acuerdo con el concepto de zona de desarrollo próximo del ruso Lev Vigotsky. Respecto a lo segundo, al futuro, la propuesta es que las imágenes cerebrales y los datos psicológic­os dejen de estar separados de los grandes debates pedagógico­s. Desde este punto de vista, los docentes deberían tener un conocimien­to básico de las operacione­s cerebrales asociadas con la lectura, mientras la ciencia “puede contribuir a la enseñanza presentánd­oles a los educadores el exigente concepto de experiment­ación”. En este punto, la vaguedad de esa “experiment­ación” contrasta con la precisión del libro en todos los otros aspectos relacionad­os con el tema. Una ventana de imprecisió­n queda abierta ante el futuro, quizá tan impredecib­le como el curso evolutivo por venir. Ray Bradbury escribió en Farenheit 451 que “¡hay libros por todas partes, ocultos en la cabeza de la gente!” y Quevedo firmó un hermoso verso en el que se refería a este enigmático privilegio humano de leer como la posibilida­d de “escuchar con los ojos a los muertos”. Frente a una página como esta o como las 444 de El cerebro lector, usted vuelve a superar el desafío evolutivo de un primate que ha bajado de los árboles y ha llegado a leer poemas en búlgaro, haikús en japonés y mensajes con emojis en Whatsapp.

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