Miryam L. Ochoa
En Colombia se han logrado grandes avances en materia educativa, con incrementos importantes en el gasto público, pero no son suficientes. Estamos ante un desmedido desperdicio de recursos que bien atendidos mejorarían la eficiencia económica en las universidades.
Lamento la inconformidad de la sociedad ante las protestas estudiantiles. Si bien causan dificultades en la movilidad, son muy justificadas. El problema no es de ahora; simplemente se llenó el vaso y se está diciendo “no más”. La desfinanciación se complejizó, en gran medida, por un factor positivo y a la vez negativo: el incremento en el número de egresados en educación media de los estratos 1, 2 y 3 en los últimos 20 años. Desde la promulgación de la Ley 30 de 1992, la situación financiera se ha deteriorado porque se establecieron aumentos basados en el crecimiento económico (en el IPC, que se ha mantenido relativamente estable) y no en el crecimiento efectivo de la demanda. En 2010 había 927.295 estudiantes en las universidades públicas; en 2016, 1.194.697 (Saces-men). En 1993, los aportes de la nación representaban 73% de los recursos necesarios para su funcionamiento, y en 2016, el Estado tan solo atendía 48% de sus necesidades. En este periodo, las instituciones públicas han cumplido con las condiciones de calidad establecidas en la Ley 30: incrementaron los cupos, mejoraron la infraestructura, fortalecieron la investigación, cualificaron sus profesores y acreditaron su calidad. Pero estos esfuerzos no han recibido la inversión económica necesaria para que estas continúen cumpliendo su función social con calidad y equidad. Veo con preocupación que el actual gobierno afirme que se tiene “el mayor presupuesto asignado a la educación en la historia de Colombia”, sin precisar que corresponde a todos los niveles y que solo 15,1% de ese 3.5% del PIB es para la educación superior. Más triste aún es el porcentaje dedicado a la investigación y el desarrollo: 0,3%. Los créditos educativos son un factor fundamental: el Icetex ha pasado de financiar 2% de los estudiantes a 19%, con diversas modalidades a largo plazo. Pero no es suficiente. Entre 2003 y 2010 solo se apoyaron 300.150 alumnos (un poco más de 30.000 por año y, si bien es cierto que con el crédito ha disminuido la deserción, las cifras se mantienen: solo uno de cada dos estudiantes universitarios finaliza sus estudios. Esta situación amerita un estudio juicioso porque estamos ante un desmedido desperdicio de recursos que bien atendidos mejorarían la eficiencia económica de las universidades, más aún si sabemos que un alumno con crédito educativo tiene tres veces menos posibilidades de desertar y logra graduarse en el tiempo efectivo de duración de la carrera. En el país se han logrado grandes avances en materia educativa, con incrementos importantes en el gasto público, pero siguen vigentes preguntas como ¿quién paga, qué se paga y cuánto se destina a cada nivel educativo? para lograr el principio constitucional de acceso a una educación con calidad y equidad. De no solucionar los problemas financieros y controlar los intereses desmedidos de los créditos educativos, continuaremos ocupando el segundo puesto en inequidad de la región.