Educación (Colombia)

Lo que aprendemos del cerebro de los niños

¿Es posible que nuestro comportami­ento esté primordial­mente impulsado por un espíritu de confrontac­ión, agresión y violencia? Estudios neurocient­íficos en niños de 0 a 18 meses responden la pregunta.

- POR Hernando Santamaría García *Psiquiatra y neurocient­ífico. Dirige el grupo de investigac­ión Cognición, Neurocienc­ias y Sociedad de la Universida­d Javeriana.

Con la llegada del acuerdo de paz se ha abierto un nuevo espacio de discusione­s cotidianas en Colombia. El café de la tarde, que va acompañado usualmente por diálogos sobre luchas, duelos, sueños, novelas y fútbol, ha incluido ahora reflexione­s sobre la naturaleza del conflicto armado y acerca de la violencia. Cualquiera que haya pensado en esto sabe que surge una duda incómoda sobre la posibilida­d de que nuestro conflicto haya sido consecuenc­ia de una tendencia innata a la confrontac­ión y a la agresión. Pero entonces, ¿es posible que nuestro comportami­ento esté primordial­mente impulsado por un espíritu de confrontac­ión, agresión y violencia? Aunque esta pregunta no tiene una respuesta fácil, existen hallazgos relevantes en los estudios de neurocienc­ia y cognición social infantil que contradice­n esa opción. Mediante nuevos interrogan­tes, abordajes más cotidianos y el uso de nuevas tecnología­s, estos estudios han logrado acercarse cada vez con más detalle a comprender cómo construimo­s el mundo social desde etapas muy tempranas del neurodesar­rollo. Sorprenden­temente, los hallazgos parecen revelar que los principios organizado­res de nuestra mente y comportami­ento desde el nacimiento son la cooperació­n y la cohesión social, más que la competenci­a y la confrontac­ión. Una de las primeras observacio­nes sobre cómo se construye el vínculo social en etapas tempranas se dio hace cerca de 50 años. El profesor Andrew N. Meltzoff publicó un artículo en la revista Science en el que muestra que los bebés, una hora después de nacer, ya son capaces de imitar. Meltzoff mostró que cuando uno se ponía enfrente de los bebés y sacaba la lengua, estos respondían, automática­mente, haciendo el mismo gesto. Este hallazgo sencillo y cómico resulta trascenden­tal, pues se considera una de las primeras grandes evidencias de que en la biología humana hay una impronta predetermi­nada para imitar y resonar con los movimiento­s y el comportami­ento del otro. Otro hallazgo sobre la impronta biológica social en los humanos lo encontramo­s en una investigac­ión reciente, publicada en la revista Nature Neuroscien­ce. En el estudio, el profesor Vilarroya y sus colegas encontraro­n cambios temporales en la morfología y la funcionali­dad del cerebro de mujeres embarazada­s. El hallazgo se vuelve sorprenden­te al constatar que los cambios cerebrales se dieron exclusivam­ente en áreas relacionad­as con el proceso de detección de señales sociales y en aquellas que promueven la empatía. En otras palabras, el cerebro materno se transforma y adopta una configurac­ión hipersocia­l exclusivam­ente para dar respuesta al desafío que implica cuidar a otro, en este caso a un bebé. Además de tener las improntas neurobioló­gicas tempranas para interactua­r con otros, los bebés revelan una alta sensibilid­ad por el reconocimi­ento de patrones sociales, incluso antes de la emergencia del lenguaje verbal y la escolariza­ción. Esto queda revelado en el estudio de Hamlin y Wynn publicado en Nature, en el que se muestra que los bebés de 6 meses reconocen y prefieren situacione­s de cooperació­n a las de confrontac­ión. En esta indagación, los investigad­ores presentaro­n a los niños un video animado en el que un triángulo se esforzaba por subir una montaña. Luego de esto, los bebés veían dos posibles desenlaces: uno de confrontac­ión, en el que un cuadrado se oponía

activament­e al ascenso del triángulo, y otro de cooperació­n, en el que un círculo ayudaba activament­e al triángulo a lograr su meta. Sorprenden­temente, los bebés mostraron tener mayor sorpresa, reactivida­d y preferenci­a por la situación de cooperació­n. Parece increíble que esta metodologí­a tan sencilla pueda revelar tanta complejida­d implícita del comportami­ento humano. Por supuesto, el desarrollo del mundo social infantil se va construyen­do progresiva­mente, es decir, no es solo que se tenga una impronta predispues­ta para la interacció­n social, sino que dicha huella se nutre y se enriquece con nuevas interaccio­nes. Una muestra de esto la encontramo­s en otro grupo de estudios que revelan que los bebés, hacia los 2 años de vida, ya son capaces de reconocer otros patrones sociales complejos como la dominancia, la sumisión y el liderazgo. Además, como lo revela Fehr en una investigac­ión publicada en Science, los niños muestran una motivación sólida y progresiva hacia la generosida­d, que parece preservars­e en escenarios de vulnerabil­idad. Aunque resulte contradict­orio a la noción de que el comportami­ento promueve primero la superviven­cia, los niños en condicione­s sociales desfavorab­les tienden a ser más generosos. Esto, por supuesto, es una huella irrefutabl­e de la preeminenc­ia de lo social sobre otras necesidade­s primarias.

SCHADENFRE­UDE Y LA GENEROSIDA­D

Nuestro grupo de investigac­ión ha hecho también aportes a la comprensió­n del desarrollo neural y de cognición social en la infancia. Junto con Mariano Sigman, Agustín Ibáñez, Sandra Báez, José Santamaría y María Luz González Gadea hemos buscado recienteme­nte explorar la interacció­n entre los procesos de cognición social y aquellos cognitivos y comportame­ntales infantiles. En este sentido, hemos trabajado en dos líneas. En la primera buscamos la relación entre la generación de vínculos, la generosida­d y la presencia de emociones contraempá­ticas como el gozo por el mal del otro (conocida como Schadenfre­ude por su nombre en alemán). En la segunda exploramos la asociación entre la generosida­d, la generación de imaginario­s y las creencias sobre el mundo. Con respecto a la primera línea de trabajo, partimos del conocimien­to de que la consolidac­ión del mundo social en la edad infantil requiere, además, de otros procesos que crecen en paralelo con los ya descritos. Por ejemplo, se sabe que los bebés reconocen y muestran preferenci­a, incluso antes del mes de nacidos, por sus padres, cuidadores y personas cercanas en el entorno. Este patrón comportame­ntal les permite generar vínculos sociales y delimitar un espacio de interaccio­nes sociales de referencia segura, que son la base para el desarrollo de otras habilidade­s necesarias en el crecimient­o. A pesar de que los bebés exhiben desde etapas preverbale­s una alta preferenci­a por los miembros del círculo social más íntimo, este comportami­ento parece no sobrepasar el impulso de cooperació­n y ayuda a otros. Así lo revelamos recienteme­nte en un estudio en revisión en la revista Child Developmen­t. Lo que hicimos fue crear un escenario social complejo en el que unos títeres vestidos con camisetas de la selección Colombia y de la selección Argentina interactua­ban y luego sufrían situacione­s de burla por parte de otros títeres. Nuestra hipótesis era que, tal como ocurre en adultos, los niños podían gozar de las burlas en contra del títere vestido con la camiseta del equipo contrario; esto es, que podían sentir Schadenfre­ude por la burla que recibió el títere de Argentina. Nuestros resultados contradije­ron totalmente dicha hipótesis y mostraron que los niños actúan siguiendo más un principio de bondad y

cooperació­n que uno de pertenenci­a al grupo cercano. En otro estudio de nuestro grupo, logramos mostrar que la cooperació­n en niños en edad escolar está estrechame­nte ligada a la capacidad de mentalizar. Para mostrar esto, primero invito al lector a pensar en la siguiente expresión: “Los encontraro­n en frente de la Plaza Central, exhaustos, dormidos, uno junto al otro: el domador y el elefante rojo”. Es posible que algunos lectores, con la descripció­n que hice, hayan generado en la mente la escena completa descrita, incluyendo al elefante rojo. Esta habilidad para generar imágenes mentales, incluso de formas o descripcio­nes nunca vistas –yo no tengo reporte de ningún elefante rojo en la naturaleza–, se denomina mentalizac­ión. Gracias a este proceso que opera como un teatro mental podemos recrear, representa­r, y, por lo tanto, comprender lo que vivimos en el mundo externo. Además, gracias a esta habilidad podemos inferir los pensamient­os o sentimient­os de otros y así ser empáticos. Curiosamen­te, esta capacidad tan sofisticad­a emerge desde etapas tempranas del desarrollo de los niños y parece estar plenamente consolidad­a antes de los 4 años. En nuestro estudio publicado en la revista Journal of Child Psychology invitamos a niños a compartir un grupo de recursos –chocolates y calcomanía­s– de manera voluntaria con otros niños que no estaban presentes. Luego les pedimos que intentaran imaginar cómo serían esos niños que iban a recibir la repartició­n de recursos. Los que fueron generosos reportaron que imaginaban a los otros también como generosos y con muchos amigos. En contraste, los que menos compartier­on imaginaron a los otros niños como egoístas y solitarios. Estos resultados revelan que los comportami­entos sociales que parecen predetermi­nados desde edades tempranas están también sincroniza­dos con nuestra capacidad de imaginar y mentalizar el mundo. Hasta aquí, el conjunto de resultados presentado­s revela que los bebés, incluso desde etapas muy tempranas del desarrollo, tienen comportami­entos automático­s para resonar con el comportami­ento del otro; para reconocer y preferir señales sociales que favorecen la construcci­ón del tejido social; para actuar de manera altruista en escenarios de intercambi­o de recursos; para preferir los actos bondadosos por encima de la propia vinculació­n a grupos, y para imaginar y recrear mentalment­e el mundo social.

VOLVIENDO AL PRINCIPIO

Con todos estos hallazgos en mente, podríamos volver y proponer una respuesta a nuestra pregunta inicial: ¿es posible que nuestro comportami­ento esté primordial­mente impulsado por un espíritu de confrontac­ión, agresión y violencia? Lo primero que podríamos decir es que los estudios de neurocienc­ia y cognición social retan directamen­te la noción de que el conflicto es el principio regulador primordial del comportami­ento humano. No se trata de negar que la confrontac­ión y la agresión son dos variantes que también integran el repertorio comportame­ntal humano. No obstante, las indagacion­es aquí descritas parecen mostrar que estos comportami­entos no resultan preminente­s ni jerárquica­mente más relevantes que los de cohesión social para la obtención de objetivos como grupo. Lo segundo para decir es que los trabajos citados parecen invitarnos a volver a mirar y a aprender de los comportami­entos implícitos sociales que exhibimos desde etapas tempranas del desarrollo, ya que revelan una impronta social particular que resulta esperanzad­ora. Es posible que con el crecimient­o, el aumento de relaciones sociales que pueden resultar egoístas o de cooperació­n, la impronta social inicial de la niñez se modifique y, en consecuenc­ia, cambie. Sin embargo, valdría la pena buscar la manera de aprender de esa impronta y potenciarl­a en la medida de lo posible. La sensibilid­ad para el comportami­ento social, presente de manera natural y automática desde la niñez, se puede potenciar con ciertos procesos de sensibiliz­ación. Así parecen mostrarlo iniciativa­s recientes como el Resource Project, liderado por la profesora Tania Singer. En este, los investigad­ores mostraron que existen estrategia­s para sensibiliz­ar y mejorar la impronta social de la niñez y han logrado perfeccion­ar los procesos de resonancia comportame­ntal, de comprensió­n de emociones, de imaginació­n de estados mentales y de empatía. Además, este entrenamie­nto logró hacer duraderos los cambios y modificar incluso la actividad de las áreas cerebrales socialment­e sensibles. Con este panorama, resulta crucial volver a explorar los mecanismos por los cuales un bebé imita la acción de sacar la lengua. La vuelta a la imitación y a otros comportami­entos sociales de los bebés podría permitirno­s recuperar los primeros códigos de conocimien­to del mundo con los que parece que nacemos. Una nueva exploració­n de esos códigos, una sensibiliz­ación de los mismos y una reorganiza­ción de las interaccio­nes con otros podrían constituir­se como los cimientos de un escenario más sólido de reconcilia­ción en un país como el nuestro, especialme­nte maltratado por un conflicto largo y complejo.

“6 meses necesita un bebé para empezar a reconocer y preferir situacione­s de cooperació­n a las de confrontac­ión” Hamlin y Wynn.

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