Óscar Sánchez
El Estado debe poner en marcha un sistema innovador, que amplíe la oferta universitaria y tecnológica de calidad; que la integre con el mundo laboral (empresarial, gubernamental, de las organizaciones sociales y culturales); y que la articule desde el bachillerato hasta el posgrado, para que los estudiantes puedan desarrollar, certificar y utilizar de manera flexible competencias básicas cognitivas y de formación integral y vocacional, aprendizaje académico y en el hacer.
Imaginemos que los alumnos, pobres, ricos o de clase media, a los 15 años se inscribieran voluntariamente en un sistema modular, con la certeza de llegar hasta donde su esfuerzo, su vocación y la demanda de la sociedad y el mercado laboral lo requieran. Y que pudieran cambiar de carrera o aumentar y reducir el ritmo de su formación a voluntad durante los siguientes años.
Esos chicos entrarían a la educación media con un paquete financiado de créditos técnicos o académicos (entre 100 y 150 aproximadamente). Comenzarían a utilizarlos en el desarrollo de capacidades generales (sociolaborales, lectura y escritura crítica, análisis matemático, inglés…) que les ofrecerían el colegio e instituciones de educación superior. Y, progresivamente, irían avanzando en áreas profesionales (humanidades, ingenierías, administrativas, de la salud, artísticas, deportivas…), y en destrezas específicas, yendo a aprender en los lugares de trabajo.
Con procesos de aprendizaje mezclado (presencial, virtual y dual), los chicos pasarían de modo natural del colegio a las mejores universidades e institutos tecnológicos de Colombia y del mundo. Los empleadores ayudarían a pensar el modelo y se comprometerían a aceptar las capacidades registradas en el sistema al contratar a su talento humano. Un portafolio de certificaciones armado por el propio estudiante podría ser toda su carrera, si con eso le basta para emplearse o emprender, o podría acumularlas y obtener títulos tecnológicos o universitarios en una de las instituciones de educación superior del sistema (o en varias al tiempo), para “redondear” el proceso.
Si le suena raro o utópico, no se preocupe, no es el único. Aunque los jóvenes, buena parte del mundo del trabajo y mucha oferta educativa global ya están en ello (Singularity, École 42, y desde MIT hasta unas cuantas instituciones en Colombia), a la mayoría de nuestras universidades privadas, a todas las públicas, al Sena y a los colegios públicos y privados que tienen sistemas de admisión, docencia, certificación y homologación muy tradicionales todavía les parece algo exótico.
Lo grave es que la consecuencia es más inequidad. Unos pocos reciben oportunidades genuinas en universidades acreditadas o con ofertas tecnológicas serias, mientras la mayoría sigue sin estudiar después del bachillerato, termina en garajes o deserta sin un título. Y tenemos que ver a muchos jóvenes que ni estudian ni trabajan.
No es una propuesta para privatizar la educación, sino para flexibilizarla y hacerla pertinente. Puede hacerse privilegiando a las instituciones públicas. En Bogotá, el nuevo Gobierno tiene ideas interesantes por concretar, y algo han avanzado Manizales y Medellín, pero no el país. Ni Generación E ni los compromisos que salieron del paro estudiantil están en esta partitura. A la larga tendremos que hacer reformas normativas, pero mucho de esto ya se ha hecho con la legislación actual. Se requiere, una vez más, acuerdo en la sociedad y voluntad de los gobernantes.
Con procesos de aprendizaje mezclado (presencial, virtual y dual), los estudiantes pasarían de modo natural del colegio a las mejores universidades de Colombia y del mundo.