Editorial
La pandemia ha resaltado como nunca la paradoja de un sector educativo conformado principalmente por mujeres, pero no necesariamente liderado por ellas. En estos cuatro meses las hemos visto multiplicándose para hacer sus tareas del hogar, acompañar a sus hijos en sus labores escolares y, en algunos casos, cuidar a sus adultos mayores. Y todo esto sin descuidar su trabajo, con la dificultad adicional de hacerlo todo en el mismo espacio físico.
Las mujeres, por tradición y vocación, son el principal motor del sector educativo. El fenómeno, denominado “feminización docente”, está documentado en la literatura. Según Albisette (1993), gran cantidad de jóvenes ingresaron al mercado laboral como profesoras de primaria en varios países industrializados a finales del siglo XIX (75 por ciento del total de docentes en Estados Unidos, 68 por ciento en Italia, 66 por ciento en Inglaterra y 65 por ciento en Canadá). Lo explican temas como el desarrollo industrial (los hombres tomaban empleos mejor remunerados en fábricas), la disposición “natural” al cuidado (Preston, 1993) y por ser un trabajo más compatible con responsabilidades de protección (Weiner, 2002).
De acuerdo con la Unesco, el porcentaje de mujeres docentes en primaria crece permanentemente desde los años setenta. En 1977, el 52 por ciento del total de educadores en el mundo eran mujeres; en 2018, el 62 por ciento. En Colombia la estadística, aunque errática, muestra un rango de valores entre 76 y 79 por ciento de mujeres profesoras entre 1970 y 2019.
¿Qué significa esto? La docencia en el nivel básico de primaria ha sido considerada una actividad “ideal” para las mujeres, ya que niñas y niños requieren del amor, la ternura y la paciencia que solo ellas pueden proporcionar (Instituto Nacional de las Mujeres, 2005). Complementada con formación adecuada, esta feminización tiende a crear mejores resultados educativos, sociales y emocionales.
Sin embargo, la mayor proporción de mujeres docentes no necesariamente se refleja en los niveles directivos. La brecha de género es preocupante en educación superior. De 52 universidades acreditadas de alta calidad por el Ministerio de Educación, solo cuatro mujeres ocupan cargos de rectoría (Guía Académica, El Tiempo, 2019). Así mismo, de 96 entidades territoriales certificadas, solo en 37 ocupan este puesto mujeres. Esto contrasta con el cargo de ministro de Educación, que han ocupado cinco mujeres y dos hombres en los últimos 20 años.
Las razones de las brechas reflejan patrones comunes en nuestro país, que, si bien viene cambiando favorablemente, aún privilegia el liderazgo masculino. Contar con mayor proporción de mujeres en puestos directivos del sector puede contribuir a un mejor balance en la gestión, mayor sensibilidad a los temas diferenciales de género y reflejo de valores. El éxito de algunos países frente a la pandemia, como Alemania y Nueva Zelanda, se atribuye parcialmente al liderazgo femenino en esos países, asociado a la vocación de cuidado.
Hay dos caminos posibles para equilibrar la cancha: fortalecer la formación de mujeres para cargos de liderazgo en el sector educativo y, en el corto plazo como acción afirmativa, asignar cuotas. El Gobierno ha tenido que tomar decisiones, valorar riesgos, gestionar recursos, asumir costos y responsabilidades. Celebramos el hecho de que la docencia sea predominantemente femenina, con las ventajas que ofrece a la educación. Pero reclamamos un avance en el liderazgo femenino en el sector.