La realidad aumentada
Por la pandemia las universidades tuvieron que ajustar, en medio de la incertidumbre, su modelo de cara a la virtualidad, avanzar en la pertinencia de sus programas en el desarrollo económico y asegurar su sostenibilidad. Un momento lleno de retos.
Hace apenas unos meses, el debate en torno a la educación superior pasaba por las tensiones generadas por las exigencias del movimiento estudiantil y por la movilización social, en la que las universidades públicas estuvieron en el ojo del huracán. Y de manera permanente, por la discusión sobre la pertinencia de la formación de cara a los cambios tecnológicos, con la cuarta revolución industrial, y las necesidades de un mercado laboral cambiante.
Pero llegó el coronavirus y cambió la agenda. Muy pronto las aulas quedaron vacías y todos –profesores, estudiantes y comunidades educativas– continuaron por medios virtuales sus programas y clases, en un escenario desconocido.
Sobre la marcha, en la mayoría de los casos, tuvieron que ajustar la oferta, la conectividad y los planes para terminar el semestre. Y en simultánea, planear lo que vendrá porque aún no se vislumbra la posibilidad de una vacuna.
Según los planes del Gobierno, en el segundo semestre regirá un modelo de alternancia de acuerdo con la realidad de cada territorio. Este combinará virtualidad y presencialidad en medio de normas de bioseguridad, distanciamiento social, autocuidado y protocolos estrictos.
Será una tarea compleja. De acuerdo con las autoridades, el país entra en los meses más difíciles y llega al pico del contagio. El número de infectados y de fallecidos aumenta exponencialmente, y la estructura del sistema de salud está en su límite. Ciudades como Bogotá ya han vuelto por zonas a las cuarentenas obligatorias y estrictas. Y estas, de mantenerse, dificultarían aplicar el modelo de alternancia y podrían volcar de nuevo todas las cartas a la virtualidad.
CORTO PLAZO
La pandemia puso en evidencia varias circunstancias claves. Una, la profunda brecha digital en el país, entre niveles sociales y entre lo urbano y lo rural. La penetración de la educación superior en las ciudades llega al 50 por ciento aproximadamente, pero en el campo no logra el doble dígito. Y la otra, que gran parte de las instituciones de educación superior tiene solo la modalidad presencial. Esto ha significado para la mayoría de ellas hacer un tránsito complejo hacia una educación virtual.
Además, el virus tiene contra las cuerdas a la economía. La dinámica productiva, al menos este año, se vendrá al piso y el índice de desempleo se ha disparado. Por si fuera poco, los avances sociales en materia de la pobreza retrocederán más de una década.
Esta compleja mezcla también ha puesto en jaque la sostenibilidad de las instituciones de educación superior. Gran parte de ellas depende de la matrícula de los estudiantes e, incluso, desde antes de la pandemia el sector traía una tendencia preocupante a la salida creciente de alumnos. Esta deserción podría aumentar por cuenta del coronavirus. Muchas familias han visto reducidos sus ingresos y tendrán serias dificultades para acceder a créditos o esquemas de financiación.
En principio, cerca de 40 universidades enviaron una carta al presidente Iván Duque para advertirle que la inscripción de estudiantes podría caer hasta un 50 por ciento. Luego, la Asociación Colombiana de Universidades (Ascún) alertó que la deserción para el segundo semestre estaría entre 23 y 25 por ciento, y que eso se mantendría en 20 por ciento para 2021. Posteriormente, una encuesta de Ascún a casi 16.000 alumnos indicó que solo 12 por ciento de ellos cancelaría el próximo semestre por la emergencia. Pero esta cifra podría aumentar, pues otro 22 por ciento dijo que solo volverá a clases si hay regreso a las aulas, mientras que 21 por ciento se matricularía si les ofrecen una enseñanza mixta, que combine clases remotas con las presenciales.
Pero los estudiantes no solo desertan por razones económicas. Otros cuestionan la calidad de la educación virtual; para ellos no es comparable con la presencial, en especial por las prácticas y laboratorios. Y muchas familias tienen temor de contagios en las aulas o, incluso, en la movilidad hacia las universidades.
Entonces, estas podrían enfrentar una compleja situación que las dejaría en un alto grado de vulnerabilidad: por un lado, menores ingresos por la caída de las matrículas; y por otro, mayores inversiones para adecuar los campus con controles de bioseguridad, termómetros, aplicaciones y, en muchos casos, cámaras para la interacción desde los salones o en su casa, al igual que equipos y conexiones para los alumnos más vulnerables.
Las universidades están haciendo esfuerzos económicos para garantizar la permanencia de sus estudiantes. Van desde la posibilidad de desarrollar esquemas de financiación ‘a la medida’ de quienes tienen dificultades hasta descuentos del 20 o 30 por ciento en matrículas.
“Algunos simplifican y dicen que la educación virtual es más barata. Las universidades hemos seguido pagando la nómina, y eso es un 80 por ciento del presupuesto. Las inversiones de tener una virtualidad de verdad implica ancho de banda, capacitación de docentes, compra de portátiles y cámaras. No es que la virtualidad sea más barata y la presencialidad más cara. Es un argumento falso”, dice el padre Jorge Humberto Peláez, rector de la Universidad Javeriana. “Si recortamos en 20 o 30 por ciento la matrícula, tendríamos que recortar en ese mismo porcentaje la nómina, dejar de invertir en bases de datos, disminuir en tecnología. Sería una masacre laboral, un bajón tremendo en calidad y perder 10 o 20 años de camino recorrido”, agrega.
Por su parte, el rector de la Universidad de La Salle, hermano Niky Alexánder Murcia, señaló que 70 por ciento de sus estudiantes viene de estratos 1, 2 y 3, cuyas familias, en su gran mayoría, dependen de pequeños negocios que han padecido lo duro de la pandemia. La universidad decidió dar un descuento del 30 por ciento en la matrícula. “Es un esfuerzo económico grande, sin demeritar la calidad”, dice el rector.
Hoy preocupa sobre todo la deserción. El exministro José Antonio Ocampo recomienda “que los alumnos sigan estudiando. Que no los vayamos a lanzar al mercado de trabajo porque van a empeorar las condiciones de corto plazo y también sus propias condiciones de largo plazo”. Advierte que hay que repensar el modelo con un nivel de gasto público elevado y orientado para capacitar al mercado de trabajo en el equilibrio de oferta y demanda, es decir, capacitar para lo que hay empleo. “Pero además, para volver a capacitar a personas que pierden su trabajo”, dice.
El viceministro de Educación Superior, Luis Fernando Pérez, considera que el costo social de la deserción es muy alto. “Luego de dos o tres semestres de no estar en la educación es muy difícil que ese joven regrese y pueda tomar su rumbo, y el costo en su futuro será irrecuperable”, asegura.
El reto consiste en mantener a los estudiantes en las aulas, garantizar los recursos para hacer sostenibles las universidades y aumentar, antes que reducir, la calidad. Pero también es una clara oportunidad para ajustarse a lo que viene: una educación mediada por tecnologías que despertará otras habilidades y competencias útiles para el futuro.
Las universidades enfrentan una posible caída en sus matrículas, pero también mayores inversiones para adecuar los campus con los controles de bioseguridad y asegurar la conectividad de estudiantes y profesores.