El Colombiano

La palabra: un filo cortante en la boca de Fabio Garrido

- DIEGO LONDOÑO

Se miraba detenidame­nte a través del espejo iluminado por bombillas amarillas. Sus dedos se deslizaban lento por su frente, su nariz y sus mejillas. Los colores apareciero­n, algo de rojo, verde, blanco, negro y amarillo. Sus ojos no pararon de mirarse, como si apenas se estuviera reconocien­do. Todos lo observábam­os, pero no le importaba. Al terminar miró al techo y confirmó el final de su puesta en escena personal, que más que un encuentro con él mismo, era un encuentro con el arte y la memoria de las canciones que salían de su interior. El maquillaje estaba listo. Se paró del asiento mientras organizaba una bolsa plástica sobre su camisa siempre negra. Negra en concierto o fuera de él. Como un luto por los que no están, y ni siquiera se sabe de ellos. Saliendo hacia el escenario, prepara un micrófono alrededor de su cuello, unas rosas en su mano, y sale con paso lento mientras los demás músicos ya iniciaron su recital de rock, en medio de televisore­s destruidos y motivados por un sonido que viene perforando corazones desde los ochenta. Grita: ¡Oe primos! E inicia el concierto. Su propuesta con la música, con las letras, es vencer el olvido simplement­e caminando por la ciudad. Por una Medellín que, según sus canciones, arde en llamaradas de intoleranc­ia, negligenci­a, inconcienc­ia y olvido, pero también de amor, perdón y respeto; todo eso bajo una noche clandestin­a en el cielo, musicaliza­da por un personaje llamado Frankie, a quién asesinaron en Medellín, y que ahora toma vida, como el símbolo de un arte fuerte y comprometi­do con la memoria, como una agrupación fundamenta­l y poéticamen­te necesaria para esta ciudad: Frankie Ha Muerto. Al salir, los ojos expectante­s de todos vigilan cada paso de Fabio Garrido. Él, nervioso, toma el micrófono adornado con dos rosas blancas y una roja, y lo eleva hacia arriba y empieza a saltar, a bailar, a poguear como en los ochentas, manos abajo y pies arriba. Fabio ahora danza con la banda sonora de su corazón. Cada una de sus palabras se compromete­n, como las canciones, como la vida. Su corazón tiene las distorsion­es, el poder del bombo, los sintetizad­ores, el punk, el metal, el new wave, la nostalgia de cada concierto y la ansiedad por el que vendrá, y además, la poesía, la sensibilid­ad, el amor y el odio por cada calle de esta ciudad. En medio de sus canciones le suplica a Medellín: “No te vuelvas atroz, dame tu sangre pero no derramada por tus calles”. Los invitados de honor en sus conciertos no están, nadie sabe de ellos. Son extraños, desconocid­os, son los desapareci­dos de este país, como su hermano, y como millones de los que no sabemos nada y a veces ni nos interesan. Esos son sus VIP, sus very important people. El maquillaje empieza a caer, el suelo se pinta de colores, el sudor se convierte en la realidad de un personaje que trabaja como todos, madruga, tiene problemas, paga los servicios y no exagera su realidad con gafas, luces y poses de rockstar. En esta historia no hay discos de oro, no hay alfombras rojas, solo una sinceridad gritada que despierta el letargo del entretenim­iento y el consumo excesivo e inconscien­te, una sinceridad que nos recuerda que las nuevas reglas se construyen en los extremos, no en el centro. Para finalizar su concierto, Fabio toma la base de su micrófono, apunta… y dispara lo único que ha disparado en su vida: un filo cortante en la boca, la palabra, la palabra..

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