UNA IMAGEN VALE…
Algunos políticos e instituciones observan un protocolo estricto frente a la toma de fotografías.
¿Puede un político controlar quién queda dentro del marco de las fotos donde él/ella aparece? A muchos políticos los persiguen fotos o videos polémicos o incriminadores.
En el planeta ‘selfie’, donde lo que no pasa por las redes sociales desaparece del mundo real y tangible, habitan dos formas humanas cuya obsesión es la imagen: las reinas de belleza y los políticos.
Las reinas de belleza temen a que la captura in fraganti no corresponda a su título de “Miss”: la espontaneidad no siempre es amiga de las cámaras. En el caso de los políticos hay algo que trasciende la vanidad: con cada foto construyen su presente, su futuro en el ámbito de lo público. Cualquier imagen puede ser usada a su favor… o en contra.
Algunos políticos e instituciones observan un protocolo estricto, hasta donde les es posible, frente a la toma de fotografías: no es fácil acceder a imágenes en el comedor de la Casa de Nariño, del presidente en la peluquería o de un ministro en el gimnasio. La administración de Ba
rack Obama, por ejemplo, acogía las redes sociales como el método para comunicar sus mensajes a las multitudes aun por encima de los medios de comunicación tradicionales. Los funcionarios más veteranos en las oficinas de la Casa Blanca se encargaban de los trinos y blogs, mientras que el fotógrafo Pete Souza alimentaba Facebook, Flickr e Instagram.
El argumento de la Casa Blanca para mantener tal posición durante los años de Obama se basaba en la “dificultad logística de darles acceso a todos los fotógrafos en cada evento”. Los reporteros gráficos de muchos medios protestaban con frecuencia por lo que calificaban como una forma de censura.
Dicen que en su visita a la VI Cumbre de Las Américas en Cartagena, el entonces presidente norteamericano evitó a toda costa las ‘selfies’ con recién conocidos… o completos desconocidos.
¿ Puede un político controlar quién queda dentro del marco de las fotos donde él/ella aparece?
A muchos políticos los persiguen fotos o videos polémicos e incluso incriminadores (esta columna no se ocupa de montajes técnicos y otras formas de posverdad). Alberto Santofimio con Pablo Escobar. Óscar Iván Zuluaga con Andrés Sepúlveda. El alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, con Rolando Plazas, líder del colectivo ‘No más robos de motos’.
Al margen de la situación judicial de quienes aparecen en las fotografías citadas, detengámonos en esta última imagen, retirada de las redes sociales. La dificultad supera al apretón de manos entre el alcalde y una perso- na que ha hecho alusiones públicas, con un lenguaje violento (me niego a hacerle eco), al ejercicio de la autoridad por parte de particulares: ese saludo cordial en apariencia no significa necesariamente que exista un pacto entre las partes; no obstante, ante la opinión pública, sí legitima un discurso que históricamente le ha hecho gran daño a Medellín, ciudad que lleva la impronta nefasta de la justicia privada.
El domingo, decía la columna del profesor Jorge Gi
raldo: “El poder de la Alcaldía ha estado silenciando a las organizaciones sociales, a los empresarios y a la academia (Twitter no reemplaza la participación ni el diálogo social)”. Ahí anida el problema de fondo en esta discusión: ¿a quién oye el alcalde?