SU MAJESTAD EL CELULAR
Procrastinar… Una palabra hasta hace poco desconocida que, al menos para mí, de un momento a otro cobró vi- gencia. ¡Y de qué manera!
De procrastinar dice el diccionario que es aplazar, demorar, retrasar o diferir algo. O dicho en colombiano: Sacar el cuerpo, escurrir el bulto, hacerse el pendejo frente a las tareas pendientes, aunque al final las hagamos. Culpo de ello, y repito, en mi caso, al uso que algunos hacemos de los aparatos tecnológicos y sus “gadgets”, que traducido al cristiano no son más que herramientas o chécheres que fueron diseñados para mejorar servicios, permitir interacción con los otros en segundos, proveer información en tiempo real y, soterradamente, también para ahogarnos en un mar de chismes, burlas, noticias falsas en las que nos resbalamos muy fácilmente y otras reales que nos aterrizan de barriga en un mundo cada vez más complicado.
Gracias a internet, dicen algunos, “estamos más cerca de los que están lejos y más lejos de los que están cerca”. Tienen razón. Nadie discute la utilidad del celular. Ni su poder adictivo. Con un manejo adecuado, es un invento maravilloso, pero tampoco podemos negar que es invasivo y atosigador. Gracias a las redes vivimos atrapados en una telaraña de sonidos diferentes que anuncian un mensaje, una conversación, una notificación, un trino, una oferta, una alerta, un recorderis de pago, un chisme… Toda la vida depositada en una cajita tan pequeña.
Aceptémoslo: El mundo cambió. Las llamadas para felicitar por el cumpleaños o para dar una voz de aliento en un momento difícil, han sido sustituidas por unos dibujitos diminutos que aprendimos a leer rápidamente. Los memes se han encargado de banalizar nuestras miserias hasta provocarnos ataques de risa (¿mecanismo de defensa, acaso?) frente a situaciones tan complejas como el caso Colmenares, el nuevo Código de Policía, Odebrecht o cualquier festín de los corruptos semana tras semana.
Colombia produce más noticias malas que café, maíz o frisoles. Si toda la creatividad de internet fuera puesta al servicio de los grandes problemas, nuestro país sería mejor que el mundo ficticio de las redes sociales. Facebook e Instagram son paraísos donde abundan personas “bendecidas y afortunadas” que no tienen deudas, problemas ni enfermedades. Allí no hay feos, pobres ni tristes. Twitter es una trinchera para disparar con regadera frente a lo que se atraviese en la línea de nuestras ideologías. Y WhatsApp… Ayyyy, ayyy, ay. WhatsApp merece un artículo aparte. Por el momento, benditos sean los grupos que nos mantienen unidos a los amigos y familiares, que serían mejores si no mandaran un chiste destemplado cuando se está hablando de la enfermedad de alguno de los del grupo, ni el mismo video de veinte minutos al grupo y a cada uno por separado, ni cadenas en ninguna presentación, ¡por el amor de Dios!
Sí, el mundo cambió. Pero yo creo que en nombre de las redes podríamos procrastinar menos, optimizar el tiempo, reunirnos para celebrar a alguien, hacer una visita, en fin, tantas cosas bonitas que todavía le quedan a esta vida.
Estamos convencidos de que tenemos el mundo en una mano y depende de nosotros que siga girando. Nos creímos el cuento de que podemos controlarlo todo a través de una pantalla y resultó ser al contrario: la pantalla nos volvió sus esclavos. Y el cargador, también. ¡Ese es más importante que lo importante!