El Colombiano

Camilo Martínez, un camaleón sonoro

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Extiende las manos como abrazando la vida, engola su voz y cierra los ojos para cantar, abre la boca más de lo normal, porque le gusta, porque así le suena mejor. Usa gabán, sombrero, botas altas y tiene gafas redondas similares a las que usaba John Lennon. Tiene el cabello largo, rubio, y toda su familia canta o toca algún instrument­o. Su apellido es Martínez, su nombre Camilo, pero su ADN desde el 11 de noviembre de 1980 está hecho de música. Su tradición sonora la lleva en la sangre, pues viene de su abuelo Benigno Osorio, él, con su tiple y su guitarra, interpreta­ba al lado de Camilo música colombiana: bambucos, guabinas y pasillos. Además de eso tiene el legado de una calle en Manrique que tiene todo el arrabal, el ruido de las motos que pasan a toda velocidad, la distorsión y los gritos del punk callejero, la melancolía del tango, la salsa brava en los zapatos de charol de los bailadores y la música romántica que suena en las peluquería­s. Las primeras canciones que cantó al lado de María Eugenia, su madre, fueron Collar de lágrimas y Vive, pero él, además de vivir de esquina a esquina estos sonidos, asume el rock como su forma de oxígeno, de vida. A los cuatro años escuchó en un casete color verde marca Sony de 45 minutos una de las canciones más oscuras de Lennon I Am The Walrus. Esta traspasó sus oídos y su corazón y desde ese momento se obsesionó con The Beatles, los personajes que cambiaron su vida para siempre. Su primera guitarra fue hechiza, se la regaló un amigo de la familia. Según las historias, fue una herencia de un punkero vieja guardia de Medellín que la fabricó con un pedazo de madera. Con esa guitarra, Camilo dio los primeros conciertos, lo subían a la mesa de comedor y allí empezaba a cantar. Nunca, hasta ahora, sintió nervios por cantar ante las personas, eso para él no existe. Solo sonríe mientras achina los ojos antes de empezar a cantar. Así lo hizo por primera vez ante un público en el año 1987, en un acto cívico del colegio Agustinian­o. Sonrió, cerró los ojos y empezó su acto por las olas del sonido. Y luego de muchos años sigue dando conciertos con su banda

La45, o solo con su guitarra. Su punto más alto no tiene que ver con los grandes festivales y las miles y miles de personas coreando sus canciones, para él, la música debe ser cercana, íntima, así que prefiere los conciertos pequeños con la gente al lado. “Vale la pena ser un atentado visual”, responde cuando le pregunto por sus cambios de imagen, pues Camilo no solo llena su vida de música, sino de la imagen de quienes la hacen. De Lennon quedaron su pelo y sus gafas redondas; de Ozzy Os

bourne, la oscuridad y la locura; de Robert Smith, su pelo con laca; de Freddie Mercury, sus uñas negras, sus trajes extravagan­tes; de Elton John sus gafas gigantes y, por otro lado, suma el glamour tecno de Depeche Mode, también la antimoda de

Kurt Cobain y la paz de Bob Marley. Más de 50 cambios de look en toda su vida han convertido a este músico en un camaleón con voz propia. “Acá los rockstar no existen”, dice Camilo mientras se carcajea, “los rockstar hacen de todo menos rocanrol”. Y él, sin ser uno de ellos, solo sueña con llevar sus canciones al corazón de la gente, con más tiempo para componer la mejor obra que aún no ha llegado, con abrir algún día un concierto de

Paul McCartney y morir mientras en su cabeza suena la canción Echoes de Pink Floyd. Camilo Martínez se reinventa cada que puede, por eso me atrevo a decir que es un camaleón sonoro, que en cada paso y en cada canción, nos regala parte de su vida y nos invita a caminar con la banda sonora que le mueve el corazón.

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DIEGO LONDOÑO @Elfanfatal
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FOTO FACEBOOK CAMILO MARTÍNEZ

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