YO AMABA A MI ABUELA, PERO ERA NAZI
Mis abuelos eran nazis. Apenas recientemente pude decirlo - y escribirlo. Solía pensar en ellos y referirme a ellos como “alemanes comunes”, como si esa fuera una categoría distintiva y moralmente neutral. Pero como muchos “alemanes comunes” ellos eran miembros del partido nazi, se vincularon en 1937, antes de que fuera obligatorio.
Mi abuela, quien vivió casi hasta los 100 años, no era xenofóbica ni antisemítica como yo la conocía; no parecía ser adecuada temperamentalmente para odiar. Comprender por qué y cómo esta mujer a quien conocí y amé se vio envuelta en un movimiento que se convirtió en sinónimo con la maldad ha sido, para mí, una pregunta eterna.
Ella y mi abuelo crecieron en un suburbio de clase trabajadora en Dortmund industrial, donde abundaba el desempleo; había sido ocupado por los franceses después de la Primera Guerra Mundial. Se unieron al partido nazi para ser líderes juveniles en un programa de educación agrícola llamado el Landjahr, o “año en la tierra”, en el que los jóvenes recibían educación agrícola. Mi abuela siempre sostuvo que se había unido a los nazis como una “idealista” atraída hacia la visión de reconstruir a Alemania, regresando a un tiempo más simple y, de manera perversa, promoviendo la igualdad.
En el Landjahr, hijos e hijas de los trabajadores de la fábrica vivían y trabajaban junto con hijos e hijas de los aristócratas e industrialistas adinerados. Le gustaba la idea de regresar a la vida “tradicional” alemana, lejos del tira y afloje de la economía global. Por medio de la investigación, entendí que el programa de Landjahr era parte de la más amplia visión “Blut und Boden” (“sangre y tierra”) de Hitler de convertir a Alemania en una sociedad agraria y racialmente pura.
“No lo sabíamos”, era un estilo de mantra para ella en las largas caminatas que dábamos cuando la visitaba en la granja donde vivía, no muy lejos de donde creció. “¿Pero no escuchabas lo que Hitler estaba diciendo?”, preguntaba yo, peleando con la paradoja moral de una abuela amorosa, quien había sido una nazi.
Mi abuela se encogía de hombros y decía algo como, “Él decía muchas cosas, yo no las escuchaba todas”. ¿Acaso no veía que los judíos eran acorralados y expulsados, o como mínimo eran acosados por la policía? No, sostenía, no en el campo donde ella vivía. Y en todo caso, ella estaba enfo- cada en sus propios problemas, en ganarse la vida, y una vez empezó la guerra, en proteger a sus hijos.
La insistencia en su propia ignorancia era una disculpa, y yo no lo acepté y aún no lo hago. Es imposible que no supiera del virulento antisemitismo de Hitler y el objetivo de los nazis de expulsar a los judíos, a quien Hitler falsa pero exitosamente había vinculado con una amenaza terrorista Bolshevik.
En alemán hay dos palabras para el saber: “wissen”, que está asociada con la sabiduría y el aprendizaje, y “kennen”, que es como estar familiarizado.
La familiarización es, por definición, un entendimien- to superficial, susceptible a la manipulación. Cuando estás “familiarizado con” algo es mucho más fácil ver solo una parte del todo. Especialmente si la otra mitad de lo que oyes y ves es atractiva. Hitler devolvió empleos y oportunidad, restauró el orgullo nacional y dijo mentiras seductivas y simplificantes.
“¿Pero qué pensaste cuando empezaste a oír los rumores sobre los campos de concentración?”, yo le insistía. “¿Nunca escuchaste los informes de noticias extranjeros?”
“Propaganda aliada” fue la respuesta de mi abuela. Eso es lo que Hitler dijo que era. Y ella, como muchos alemanes, confió en él.
¿Cómo armonizar a la abuela amorosa que conocí hasta su muerte en el 2o11 con esta persona? Frecuentemente me he preocupado por que mi intento por entender las opciones que tomó, y no tomó, podría ser confundido con un intento por justificar o perdonar. Pero para mí es la única manera que conozco de enfrentar el pasado y tomar responsabilidad
Mi abuela siempre sostuvo que se había unido a los nazis como una “idealista” atraída hacia la visión de reconstruir a Alemania.