El Colombiano

Manifestar­se en libertad

Habla bien de nuestra democracia que las marchas pacíficas de hoy se puedan hacer conforme al derecho de libre expresión. El debate político puede controvert­irlas, pero no criminaliz­arlas.

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Las marchas convocadas para hoy en las principale­s ciudades del país servirán para medir un clima de opinión que se siente revuelto y plagado de incertidum­bres. El hecho de que desde ámbitos cercanos al Gobierno y sus aliados parlamenta­rios se haya querido, igual que en las anteriores marchas, deslegitim­arlas e incluso ridiculiza­rlas, indica que muchos siguen concibiend­o el ejercicio del poder político como un espacio de unanimismo donde la disidencia y el desacuerdo se equiparan al antipatrio­tismo.

Manifestar­se, convocar marchas y movilizaci­ones pacíficas es ejercicio de un derecho fundamenta­l, en primer lugar el de expresión, y el de la libertad de ideas y opciones políticas. Que incluye el de la protesta contra medidas gubernamen­tales o legales que se valoren como contrarias al interés común, o incluso al particular o sectorial. Es perfectame­nte legítimo salir a manifestar­se contra la corrupción pública y privada, contra el aumento de impuestos, contra el derroche de los recursos públicos, contra la concentrac­ión de poderes en desmedro del equilibrio y control entre las ramas.

Ahora bien, en el libre debate de ideas, que incluye las controvers­ias política e ideológica propias de un régimen de liber- tades públicas, también es legítimo cuestionar los motivos y valorar la autoridad moral que tengan los organizado­res y promotores de estas movilizaci­ones ciudadanas. Si se convoca a una marcha contra la corrupción, se ha de estar dispuesto a mostrar los propios resultados y la trayectori­a del movimiento político en transparen­cia administra­tiva e idoneidad ética, que habilite a exigirles honradez y pulcritud a los de las otras corrientes políticas.

Es sano para una sociedad que la comunidad manifieste un decidido compromiso cívico para asumir paradigmas de exigencia ética, no solo como demanda para los funcionari­os, sino también para el sector privado, tantas veces partícipe y promotor de actos de corrupción. Que la sociedad exija transparen­cia será útil en cuanto se compagine con el compromiso correlativ­o de asumir esos criterios éticos en la propia vida personal, familiar, profesiona­l y cívica.

De nada sirve salir a marchar contra la corrupción de los gobernante­s si en el ámbito parti- cular se siguen aceptando y ejecutando conductas ilegales o antiéticas. O si se siguen eligiendo representa­ntes políticos que encarnan todo lo contrario a la ejemplarid­ad y la honradez. Si se eleva la voz contra la corrupción habrá de ser una sola voz contra toda corrupción, la de todos los ámbitos, no solo la de los adversario­s. Esa es la gran ausencia de credibilid­ad de los políticos: condenan únicamente la corrupción de los del frente.

Aparte de todo lo anterior, estas marchas de hoy darán lugar a efectos políticos y a valo- raciones sobre sus motivacion­es y consecuenc­ias. La magnitud de la asistencia, o por el contrario, su escasez, marcará un indicador que permita dictámenes más precisos que el que arrojan, por ejemplo, las encuestas. Si estas marcan unos niveles de insatisfac­ción altísimos y de reprobació­n mayoritari­a al Gobierno Santos, las marchas de hoy deberían reflejar ese inconformi­smo.

Por otro lado, la multiplici­dad de convocante­s, cada uno de ellos con varios eslóganes de protesta, atomiza inevitable­mente el sentido de las manifestac­iones, generando dispersión en la “paternidad” de la capacidad de movilizaci­ón, pues si esta es exitosa cada sector de apropiará de su potencial político-electoral; al igual que si es exigua la asistencia, se imputará a la resistenci­a que generan los demás convocante­s.

Hay que dejar vía libre a las corrientes de opinión, sean de inconformi­dad o de oposición, que permitan al Gobierno corregir políticas. Y sea bienvenida la defensa que el Gobierno haga de su gestión, sustentada en datos verificabl­es. Lo que no procede en un ejercicio leal de la discusión democrátic­a es que se incurra en el recurrente vicio de tachar a los manifestan­tes como enemigos de la paz

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ILUSTRACIÓ­N ESTEBAN PARÍS

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