Manifestarse en libertad
Habla bien de nuestra democracia que las marchas pacíficas de hoy se puedan hacer conforme al derecho de libre expresión. El debate político puede controvertirlas, pero no criminalizarlas.
Las marchas convocadas para hoy en las principales ciudades del país servirán para medir un clima de opinión que se siente revuelto y plagado de incertidumbres. El hecho de que desde ámbitos cercanos al Gobierno y sus aliados parlamentarios se haya querido, igual que en las anteriores marchas, deslegitimarlas e incluso ridiculizarlas, indica que muchos siguen concibiendo el ejercicio del poder político como un espacio de unanimismo donde la disidencia y el desacuerdo se equiparan al antipatriotismo.
Manifestarse, convocar marchas y movilizaciones pacíficas es ejercicio de un derecho fundamental, en primer lugar el de expresión, y el de la libertad de ideas y opciones políticas. Que incluye el de la protesta contra medidas gubernamentales o legales que se valoren como contrarias al interés común, o incluso al particular o sectorial. Es perfectamente legítimo salir a manifestarse contra la corrupción pública y privada, contra el aumento de impuestos, contra el derroche de los recursos públicos, contra la concentración de poderes en desmedro del equilibrio y control entre las ramas.
Ahora bien, en el libre debate de ideas, que incluye las controversias política e ideológica propias de un régimen de liber- tades públicas, también es legítimo cuestionar los motivos y valorar la autoridad moral que tengan los organizadores y promotores de estas movilizaciones ciudadanas. Si se convoca a una marcha contra la corrupción, se ha de estar dispuesto a mostrar los propios resultados y la trayectoria del movimiento político en transparencia administrativa e idoneidad ética, que habilite a exigirles honradez y pulcritud a los de las otras corrientes políticas.
Es sano para una sociedad que la comunidad manifieste un decidido compromiso cívico para asumir paradigmas de exigencia ética, no solo como demanda para los funcionarios, sino también para el sector privado, tantas veces partícipe y promotor de actos de corrupción. Que la sociedad exija transparencia será útil en cuanto se compagine con el compromiso correlativo de asumir esos criterios éticos en la propia vida personal, familiar, profesional y cívica.
De nada sirve salir a marchar contra la corrupción de los gobernantes si en el ámbito parti- cular se siguen aceptando y ejecutando conductas ilegales o antiéticas. O si se siguen eligiendo representantes políticos que encarnan todo lo contrario a la ejemplaridad y la honradez. Si se eleva la voz contra la corrupción habrá de ser una sola voz contra toda corrupción, la de todos los ámbitos, no solo la de los adversarios. Esa es la gran ausencia de credibilidad de los políticos: condenan únicamente la corrupción de los del frente.
Aparte de todo lo anterior, estas marchas de hoy darán lugar a efectos políticos y a valo- raciones sobre sus motivaciones y consecuencias. La magnitud de la asistencia, o por el contrario, su escasez, marcará un indicador que permita dictámenes más precisos que el que arrojan, por ejemplo, las encuestas. Si estas marcan unos niveles de insatisfacción altísimos y de reprobación mayoritaria al Gobierno Santos, las marchas de hoy deberían reflejar ese inconformismo.
Por otro lado, la multiplicidad de convocantes, cada uno de ellos con varios eslóganes de protesta, atomiza inevitablemente el sentido de las manifestaciones, generando dispersión en la “paternidad” de la capacidad de movilización, pues si esta es exitosa cada sector de apropiará de su potencial político-electoral; al igual que si es exigua la asistencia, se imputará a la resistencia que generan los demás convocantes.
Hay que dejar vía libre a las corrientes de opinión, sean de inconformidad o de oposición, que permitan al Gobierno corregir políticas. Y sea bienvenida la defensa que el Gobierno haga de su gestión, sustentada en datos verificables. Lo que no procede en un ejercicio leal de la discusión democrática es que se incurra en el recurrente vicio de tachar a los manifestantes como enemigos de la paz