El Colombiano

En Mocoa, cuatro jóvenes dan todo por salvar vidas

Tres médicos y un rescatista viajaron desde Nariño hasta Putumayo para ayudar a las víctimas de una tragedia que deja 273 muertos.

- Por SANTIAGO VALENZUELA SANTIAGO VALENZUELA

Se agota el tiempo en el barrio San Miguel de Mocoa. El lodo comienza a secarse, las enfermedad­es brotan, los cuerpos se descompone­n. Las familias tratan de mover rocas para rescatar sus pertenenci­as o reconocer a sus seres queridos.

Dos cuadrillas de Bomberos de Cali las ayudan pero, ellos lo admiten, no es suficiente. “Ni hay maquinaria ni condicione­s para las labores de rescate, estamos esperando un milagro”, confiesa Diego Díaz, coordinado­r médico del Cuerpo de Bomberos.

Por las calles destruidas de San Miguel camina Faryd Rodríguez, estudiante de quinto semestre de Medicina de la Universida­d de Nariño. Debajo de una roca pudo ver una línea de sangre que terminó en el hallazgo de una persona: “Mire, a mí no me gusta esto, pero viajé porque sentí que las familias podrían tener un poco de paz si saben que sus parientes están aquí”, dice.

Faryd salió de Pasto con dos compañeros de Medicina, José Antonio Ruiz y Fabiana Rodríguez, que lo acompañaro­n en la travesía. Fabiana viajó en moto con dos familiares. Sus tías están en Mocoa. “No me perdonaría no haber viajado. Ya sé que tres personas en moto es muy peligroso pero quería llegar y ayudar”. El ritmo del tiempo en Mocoa es otro; familias, médicos, todos quieren que la tragedia termine, que las imágenes de la destrucció­n sean cosa de un pasado lejano, en blanco y negro.

Sentado frente al televisor, Francisco Moncayo, un estudiante de Derecho de la Universida­d de Nariño, escuchó el domingo unas cifras que lo dejaron perplejo. El gerente del Hospital de Mocoa, Heraldo Muñoz Mejía, pidió ayuda. El centro médico solamente tenía 37 galenos para atener a cerca de 300 pacientes que llegaron en la madrugada de ese día. Con experienci­a en rescate desde niño, “Pacho”, como prefieren que lo llamen, viajó a Mocoa y se unió al grupo de estudiante­s de Medicina.

El doctor Diego Díaz, de Bomberos de Cali, los orientó. Después de asegurarse de que tuvieran tapabocas y zapatos adecuados los dejó salir: “Se que son estudiante­s de Medicina. Yo soy profesor de anatomía y ahora que son mí responsabi­lidad les tengo que dar algunas recomendac­iones. Tienen ganas de ayudar, entonces si viene alguien que necesite ayuda, me avisan y pueden atenderlo. Recuerden que estamos en una tragedia y las víctimas merecen respeto”.

Los tres médicos y el socorrista buscaban a las personas que respiraban con dificultad, a las señoras que saltaban de piedra en piedra, corriendo peligro. La mayoría, sin embargo, no quería atención médica. En su cabeza solo estaban las imágenes de la tragedia. Los estudiante­s se acercaban y a distancia prudente prevenían que las personas no se cayeran levantando palos; las escuchaban y en otros casos las consolaban.

Antes de llegar a San Miguel, el grupo de voluntario­s se cruzó con el presidente Juan Manuel Santos en el Hospital de Mocoa. Querían saber cómo podían ayudar, si en el hospital, si en terreno, dónde fuera. Guillermo Leguizamón, internista de la Universida­d Javeriana, los llamó para encargarle­s una tarea: “Vamos a visitar los albergues, puede que algunas personas estén enfermas y, si se puede, las atendemos en el lugar para que el hospital no se colapse. Me van a ayudar a entregar los medicament­os”.

El albergue indígena

Los cuatro jóvenes se subieron en una ambulancia, alistando formulario­s y botiquines. La primera parada: el edificio de la Organizaci­ón Zonal Indígena de Putumayo. Hallaron pacientes hipertenso­s, brotes en la piel por el barro, ausencia de agua potable y heridos en un albergue improvisad­o.

En una casa de tres pisos los esperaban por lo menos 40 personas. Afuera del albergue, en las calles y en los andenes, las familias indígenas, en su mayoría de la comunidad Camsá. “¿Cómo se siente? Permítame tomarle la tensión señora, muchas gracias”,

decía Juan Antonio Ruiz, joven con rasgos locales.

Luz Marina Díaz tenía hipertensi­ón. Tras el diagnóstic­o, el doctor Leguizamón le recetó los medicament­os necesarios. Ninguno de los jóvenes había desayunado, ni tomado agua. Cada vez que les ofrecían la cedían. “Alguien más la necesita, de eso estamos seguros, esperemos”, decían. Después de doña Luz Marina siguió una bebé con una infección urinaria: “Estos casos se están volviendo muy frecuentes, por el lodo que acumularon en el cuerpo y los días sin bañarse”, contaba Faryd.

Todos los pacientes que necesitaba­n atención terminaban en una sala con el doctor Leguizamón o con Luis Eduardo González, un médico general que está visitando los albergues de manera voluntaria: “Es difícil, pero tratamos de ayudar, de ser solidarios. Aquí casi no había medicament­os, los insumos se acabaron y como puede ver hay gente intoxicada por el agua potable, personas con heridas, otras con golpes, niños con brotes en la piel. Tenemos que ayudar”.

Quizás no son consciente­s, pero el trabajo que están haciendo Faryd, José Antonio, Fabiana y Francisco es fundamenta­l en momentos en los que Mocoa llora a sus muertos y se prepara para renacer del lodo y la avalancha un

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FOTO Bajo la orientació­n de los bomberos, los jóvenes estudiante­s de medicina y el rescatista ayudan en tareas básicas como tomar la presión y entregar medicament­os.

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