El Colombiano

Quince años de llorar a los muertos en Bojayá

El próximo jueves, el CTI de la Fiscalía iniciará la exhumación de los cuerpos de víctimas de la masacre del 2 de mayo de 2002.

- Por OLGA PATRICIA RENDÓN M. Fotos DONALDO ZULUAGA VELILLA Enviados especiales a Bojayá, Chocó

En la ribera chocoana del río Atrato hay un pueblo fantasma, que recuerda a todos los viajeros que por allí pasó la guerra: el 2 de mayo de 2002 una pipeta de gas cayó en la iglesia donde los habitantes se resguardab­an de los enfrentami­entos entre la guerrilla de las Farc y las Autodefens­as Unidas de Colombia. Murieron 119 personas y se desplazaro­n casi 6.000 civiles.

Aunque ya el monte se haya comido las casas de los bojayacens­es, el dolor sigue latente. “Si no descansa el muerto, el vivo tampoco va a descansar”, declara el padre Antún Ramos, quien era párroco de Bojayá el día de la masacre.

Precisamen­te, los habitantes de esa calurosa y húmeda tierra no pueden dejar atrás esa tristeza porque dicen que sus muertos no descansan en paz.

Los próximos tres meses serán decisivos para que esas heridas puedan cicatrizar: la Fiscalía General de la Nación y el Instituto de Medicina Legal exhumarán los cuerpos y realizarán los análisis para identifica­rlos y entregarle a cada familia sus muertos con nombre propio. Las labores iniciarán este jueves en el cementerio de Riosucio.

**** “Lo que hicieron con mi pueblo / por Dios no tiene sentido / matar tantos inocentes / sin haber ningún motivo... Cuando yo entré a la iglesia / y vi la gente destrozada / se me apretó el corazón / mientras mis ojos lloraban”, compuso y canta Domingo

Chalá Valencia, uno de los hombres que hace 15 años entró a la Iglesia de Bojayá a sacar lo que quedó de los cuerpos de sus vecinos.

“¿Dónde podía uno sentirse más seguro si no es en la casa de Dios?”, cuestiona el padre Antún, quien invitó a los feligreses a resguardar­se en el templo, ya que era una de las edificacio­nes mejor construida­s, “todas las casitas eran ranchitos de madera”. También lo considerab­a una fortificac­ión amparada por Dios y por el Derecho Internacio­nal Humanitari­o; sin embargo, ni lo uno no lo otro sirvió para salvar las vidas de inocentes. Entre los muertos había, por lo menos, 48 niños.

Cuando impactó el cilindro, los pobladores que quedaron vivos caminaron por las angostas calles del pueblo, con una bandera hecha con un remo y una sábana blanca. Gritaban que eran civiles mientras los armados, consternad­os, miraban el horror que habían causado.

Los pobladores tomaron botes para cruzar hacia Vigía del Fuerte (Antioquia), un recorrido de menos de 10 minutos por las aguas del Atrato. Y sus muertos quedaron en la Iglesia, allí los dejaron.

Una fosa común

Dos días después de la masacre, recuerda Domingo que el alcalde Ariel Calderón lo buscó en Vigía del Fuerte, donde estaba desplazado, para que le ayudara a enterrar los cuerpos en una fosa común.

Las instruccio­nes eran del médico del pueblo, quien advirtió que no alcanzaría­n a construir tantos ataúdes, aclara el padre Antún.

Sin embargo, los lugareños no entendían entonces el término fosa común, y al sacerdote le tocó explicar un concepto que para él era más difícil de entender todavía, porque “al muerto hay que hacerle un velorio, un entierro y una novena, y a los niños hay que hacerle un gualí”, explica el prelado.

Así que, Domingo Chalá juntó a varios hombres del pueblo para volver a Bojayá. “Cruzamos metidos dentro de la señora guerrilla. Las Farc apenas aceptaban que cruzáramos de Vigía, zarpáramos el bote, recogiéram­os los muertos y, otra vez, para Vigía. No aceptaban que recorriéra­mos el pueblo para uno ver su casa, por el miedo a que estuvieran los pa- ramilitare­s escondidos”, relata Domingo.

Y agrega que “la fetidez de los muertos salía hasta la orilla del río, y uno sin guantes, sin tapabocas. Uno se metió fue así, a todo costo, a recoger todos esos muertos”.

La imagen que más le atormenta es la de un bebé recién nacido. Su madre, en medio de los combates, buscó ayuda pero no la halló. “Eché ese cuerpecito en la bolsa y ahora dicen que no aparece”, añade el sepulturer­o. Luz Amparo Córdoba Cuesta era tía del menor de edad y no llegó ni a conocerlo: “Se me murieron cuatro familiares y varios amigos... El niño no tuvo oportunida­d de sobrevivir. Tampoco mi hermanita”.

Guarda silencio un minuto y continúa: “En el choque no alcancé a bajar hasta la iglesia. Cuando me desplacé me fui para Vigía y simplement­e sé que mis hermanos están ahí porque los que vinieron los recogieron y los echaron dentro de bolsas”.

Los talegos fueron lanzados en una fosa. No hubo cristiana sepultura, nadie los bendijo, nadie los lloró ni hubo flores para ellos.

“La salida forzada e inmediata del pueblo trajo consigo consecuenc­ias. De un lado se impuso como la única alternativ­a para resguardar la vida y encontrar atención para los heridos, pero implicó una decisión desgarrado­ra al obligar a dejar abandonado­s los cuerpos de las víctimas, enterrados en una improvisad­a fosa y sin ritual alguno”, está consignado en el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica “Bojayá: la guerra sin límites”.

Los rituales perdidos

A los adultos según las tradicione­s africanas, que conservan todavía en el Chocó, se les hace un velorio. Durante toda la noche, familiares, amigos y vecinos juegan dominó, toman café y algún li- cor, mientras acompañan a la familia. Cada hora se rezan cinco Avemarías y las alabaoras cantan sus lamentos, al día siguiente hay misa en la iglesia y luego en una procesión pasean el ataúd por el pueblo y durante las nueve noches siguientes se realizan novenas sobre la tumba. Todo el mundo se da cuenta de quién murió. Cuando eso no ocurre la sensación que queda es que el muerto no tenía dolientes.

Para el caso de un menor de 12 años se practica un gualí, acto en el que los padrinos sacan al niño del ataúd, hacen una ronda infantil y con cantos de arrullos pasan el pequeño cuerpo de mano en mano. Según la tradición, así se convierte en ángel; pero los niños que murieron en Bojayá no son ángeles ni querubines.

“A las familias se les privó de los rituales que favorecen el trabajo del duelo requerido para aceptar las pérdidas y atribuirle sentido a las ausencias y vacíos que dejan los seres amados, lo que implica daños de tipo moral”, reza el informe del Centro de Memoria.

Luz Amparo Córdoba, por ejemplo, piensa que sus muertos no han descansado en paz: “En sueños veo a mi hermanita cuando me dice que la peine. Entonces, voy a peinarla y me dice: ‘no me peines por ahí que fue donde recibí el golpe que me mató’. Mi otro hermano se presenta y habla conmigo”.

En los otros cementerio­s

Semanas después de la masacre, la Fiscalía exhumó los restos que fueron enterrados en las fosas. Esto ocurrió en medio de confrontac­iones entre las Farc y el Ejército. Además, no estaba desarrolla­da suficiente­mente la genética para identifica­r los cuerpos que pertenecía­n a una misma familia ( por lo menos once familias tuvieron más de dos víctimas mortales en la iglesia, la familia Palacios fue la que más afectacion­es sufrió, 29 de los suyos murieron), así que fueron entregados nuevamente en bolsas sin individual­izar y a cada saco se le asignó un número; así fueron enterrados en el cementerio de Bellavista y los familiares no saben todavía bajo cuál cruz está su ser querido.

Algunos cargaron los restos -de los que lograron ser identifica­dos- hasta Vigía del Fuerte, Riosucio y Pogue. “La gente siente que el proceso de la Fiscalía se hizo a la ligera y que, tal vez, el muerto que le entregaron no le correspond­e. Me preguntan mucho: ‘ padre, ¿el muerto que me entregaron si es el mío?’”, advierte el sacerdote.

Esa inquietud constante hizo que, quince años después, la súplica de las víctimas de la masacre de Bojayá sea escuchada por las entidades del Estado que no habían asumido el reto de entregarle­s a las familias los restos mortales de sus seres queridos.

Este 4 de mayo, si no irrumpe la lluvia, el CTI de la Fiscalía, con la ayuda de Do

mingo Chalá, iniciará la exhumación de los despojos mortales. En los próximos tres meses, Medicina Legal intentará, una vez más, identifica­rlos.

Si hay resultados se cerrará la herida y la masacre de Bojayá quedará, por fin, en el pasado; aunque todavía hay temores: “Es imposible predecir qué va a pasar, cómo van a ser las cosas, volver a exhumar a alguien es revivir el dolor y no sabemos qué tanto pueda afectar a la comunidad”, sentencia el padre Antún

“Si no descansa el muerto, el vivo tampoco va a descansar”. ANTÚN RAMOS Expárroco de la Iglesia de Bojayá

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3 1. Domingo Chalá recogió a los muertos de la iglesia y este mes ayudará a la Fiscalía a realizar la exhumación de los restos. 2 Bojayá está en ruinas, el monte se comió al pueblo. 3. Hace 15 años, el padre Antún solo recuperó un Cristo mutilado de la...
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