El Colombiano

MEMORIA DE LO PERDIDO. SUEÑO DE RECONSTRUI­RLO

- Por MANUELA ZÁRATE @manuelazar­ate

Pequeña solía imaginar la adultez como la liberación absoluta. Mientras uno va creciendo, sobretodo en nuestras familias latinoamer­icanas, grandes, ruidosas, en las que siempre hay una tía que comenta tu peinado, otra tu vestido, otra tu forma de hablar y otra predice tus errores, aciertos y pasos definitivo­s con la convicción de un analista político consumado, pareciera que hay un momento en que uno crece confiando en que la mayoría de edad nos liberará de todo aquello. Seremos al fin grandes, dueños de nosotros mismos: Cuando termines el colegio. Cuando entres a la universida­d. Cuando trabajes. Cuando te cases. Cuando tengas casa. Cuando tengas hijos.

Pasa el tiempo y uno termina por darse cuenta que aquella libertad no existe y que mucho del destino que uno se inventó entre su cama, un castigo y la otra mejilla que nos obligaron a ponerle a una maestra que dilapidó nuestra autoestima, lo que soñamos era un espejismo.

Crecí bajo los árboles más frescos del mundo. Bajo el cielo más abierto del mundo. En un lugar que estoy segura Dios tomó como referencia para su paraíso. Caracas era tan perfecta que cada cierto tiempo te llovía mango. Teníamos tanto que lo dejábamos caer y le pasábamos de largo. Lo que no quiere decir que no se nos hiciera la boca agua al imaginar las hilachas entre los dientes, mientras nos atosigábam­os de fruta, los chorros de jugo cayendo hasta el pecho, la camisa manchada, los dedos empegostad­os y nuestras madres indignadas por la camisas manchadas. El mango no se quita.

Nunca imaginé, ni creí posible que un día me asomaría por la ventana para ver cómo la alfombra de mangos que cubría el jardín de mi edificio se iba guardando en las bolsas de quienes trabajaban en el condominio, porque pasaron a ser un último recurso. En Venezuela un arroz con mango uno se lo dice a una mezcla caótica, pero en los últimos años pasó a ser una verdadera opción para las comidas diarias, siempre y cuando tuvieras la suerte de conseguir arroz.

De pequeña mi papá me leía historias de la Segunda Guerra mundial. Siempre me pareció algo casi fantástico. Tenía que esforzar mi imaginació­n para creer que tanta crueldad había sido cierta. Guerras, conflictos, horror, siempre me habían parecido ficción. Le preguntaba a mis padres de vez en cuando, ¿aquí puede haber una guerra? Y la respuesta siempre fue un no reconforta­nte y rotundo. Crecimos en los ochenta, se suponía que íbamos para mejor. Que habíamos entendido. Nuestro tercer mundo algún día saldría adelante. No teníamos extremista­s, ni radicales. Teníamos riqueza económica y natural, playas, nieve, premios literarios, museos grandes, una pista de aterrizaje para el concord, misses, petróleo. Teníamos esa seguridad, de que aunque no todo iba a ser perfecto, sí podríamos ser felices.

No hace falta explicar demasiado, al menos no aquí, ni ahora, cómo todo esos sueños se vinieron al suelo. No sé cuándo pasó, solo recuerdo que la noche que ganó Chávez lloré porque sabía que algo había cambiado para siempre. ( texto completo en elcolombia­no.com.co) ■

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia