LAS FRITURAS Y LA BATALLA DE JUNÍN
Un hombre coronado de gorra de beisbolista pasa cargado de largueros de madera. Cuando su figura sale de escena, la vendedora de diarios cierra el quitasol bajo el cual ha pasado el día. Lo ata y se va. Como ella, dejan de a poco el sitio los vendedores de perfumes, ropa deportiva, artículos de cobre, joyería de fantasía. Los lustrabotas se sientan en las sillas en las que suelen hacerlo los clientes, a ver pasar la vida. Ven alejarse a venteros que empujan sus chazas rodantes forradas en telas plásticas atadas obsesivamente con lazos de fique, hacia los guardaderos. Un puesto de frituras está bien establecido. No da muestras de cerrar por el momento. Alrededor, clientes esperan que les entreguen una papa rellena, un vaso de chunchurria o de asaduras de cerdo, un chorizo ensartado en un palito, viandas que han inundado el aire con su olor desde hace dos horas. Frente a una buñuelería situada en el primer piso del Edificio San Fernando, que forma esquina, hay un carretillero coronado de sombrero blanco, aguadeño, ofreciendo plátanos. Cerca del semáforo de Junín hay un armatoste extraño que sale del suelo, como una decoración surrealista. De una base metálica se sostiene un paral, también metálico, que nada indica, que nada tiene, que nada hace. Jeison Arley, el vendedor de masajeadores, cuenta que esa estructura sostenía hace tiempo una cartelera en la que se narraban los hechos de la Batalla de Junín, durante la Independencia del Perú, dispuesta allí por la municipalidad para dar sentido al nombre de la vía. “Pero se lo robaron, porque era de cobre; ahora lo uso yo para amarrar mi quitasol”.