CUESTIÓN DE ARRUGAS
Hay personas antagónicas que, pese a todo, están condenadas a entenderse. Porque aunque el presidente de Estados Unidos,
Donald Trump, apoyó a la candidata equivocada en las elecciones presidenciales francesas, la nacionalista eurofóbica Marine
Le Pen, tendrá que despachar con el centrista eurofórico
Emmanuel Macron. El único nexo en común entre ambos mandatarios es su nula experiencia política. De hecho, el movimiento que ha respaldado la candidatura de Macron –¡En Marche!, respondiendo a sus iniciales– acaba de cumplir solo un año y tendrá que trabajar muy duro para lograr los suficientes diputados en las legislativas que están al caer si no quiere gobernar en constante negociación con otras fuerzas políticas. Las presidenciales francesas me han pillado en Londres, visitando a unos ami- gos franceses que, aún teniendo claro a quien no querían en El Elíseo, desconfiaban de Macron, candidato de “los franceses que no vivimos en Francia”. Aunque Macron ha recogido en las urnas todo el miedo a Le Pen, no debería confiarse demasiado. Cierto es que ni a derecha ni a izquierda parece haber rival, pero los franceses han enviado varios mensajes que no conviene olvidar. El más notorio es el fuerte respaldo a la Unión Europea. Ya sin el freno británico, Francia está dispuesta a liderar el relanzamiento político europeo que ha prometido Macron. La idea es que en cinco años la UE tenga una entidad propia con un presupuesto, un ministro de Finanzas y hasta un parlamento diferenciados. Macron también apuesta por una “verdadera Europa de 27 socios en medioambiente, industria y la gestión de las migraciones”. Según adelantó hace semanas, su primer viaje será a Berlín, a entrevistarse, una vez más (ya lo hizo antes de la primera vuelta) con la canciller alemana, Angela
Merkel, pilar fundamental —u obstáculo insalvable, ya se verá— de sus ambiciosas propuestas europeístas.
Sin embargo, al margen del miedo a Le Pen y la confianza francesa en el proyecto europeo, las elecciones del pasado domingo han dejado una sensación de hastío entre el electorado, como demuestra la elevada abstención y los votos en blanco.
Hecho el análisis político, volvamos sobre lo realmente importante. Cómo resultará la relación entre dos personajes tan diferentes como Macron y Trump. El primero, casado con una mujer de 64 años (él cum-
plirá 40 en diciembre) que quiere acompañarlo en las tareas de Gobierno. El segundo, casado con una exmodelo a la que saca casi la misma edad que la esposa de Macron a su marido y que ha expresado su deseo de seguir viviendo en Nueva York, alejada de su poderoso esposo.
Las divergencias entre ambos líderes quedan aún más claras cuando se sigue tirando del hilo. Brigitte Trogneux, esposa de Macron, llevaba una vida burguesa en la provinciana Amiens. Estaba casada, con tres hijos. Era profesora de francés en La Providence, la escuela local de los jesuitas, donde también dirigía el taller de teatro. Fue allí donde conoció al niño prodigio del colegio, un tal Emmanuel Macron.
Él tenía 16 años; ella, 24 más. Como en un folletín de quiosco, o como en una gran novela romántica del XIX, se conocieron, se enamoraron, se separaron temporalmente para volverse a reunir en París, él ya adulto, ella separada, y finalmente se casaron en 2007. Los hijos de ella, algunos de la edad de Macron e implicados en su campaña, son hoy los hijos de él. A los siete nietos de ella, les llama “mis nietos”, y ellos le llaman “daddy”.
Al margen del talante de ambos presidentes, no puedo hallar dos rasgos más opuestos que los que ofrecen Macron y Trump. Uno, coleccionista de mujeres (mucho más jóvenes, en general). Otro, enamorado de su compañera de toda la vida, mucho mayor que él.
No sé ustedes, pero sin juzgar a nadie por sus gustos, me inspira más confianza un hombre que no se deja intimidar por las arrugas