PALABRAS DE PAZ
Hay en el país una cofradía de políticos, periodistas, escritores, librepensadores, intelectuales, humoristas o que creen serlo, con unas característi- cas comunes: Todos son muy inteligentes, retadores, buscapleitos y provocadores.
A unos cuantos los conozco, los leo, los sigo y en ocasiones los admiro. Otros, no me van ni me vienen; algunos me dan mala espina y a todos, con todo respeto, me gustaría preguntarles:
¿Por qué si se autoproclaman pacifistas, no opinan de alguien sino contra alguien casi siempre?
¿No se cansan de despedazar cada semana la misma presa?
¿Su discurso repetitivo sobre la libertad de expresión aplica solamente a su favor? ¿Los límites son para los que, a veces en defensa propia, insultan peor?
¿En un ataque de vanidad, de esos que pronto todos hemos sufrido alguna vez, han sentido que son el dechado de virtudes que todos los demás deberían seguir?
¿Debajo de sus teclados hay pozos de gasolina?
¿En serio creen que la paz se reduce al acuerdo firmado con las Farc y Colombia al binomio Uribe–Santos?
¿No sienten que hay mucha similitud entre la manera de tratar a sus opositores y las acusaciones de guerreristas que les hacen a ellos? ¿O creen que la guerra solo se hace con fusiles?
¿Están convencidos de que quienes no militan en su misma orilla ideológica son delincuentes?
¿No han sentido, aunque sea una vez en la vida, que se les ha ido la mano en gallina?
¿Firmar cartas exigiendo respeto no implica lo mismo para ustedes, a vuelta de correo?
No defiendo ni acuso a nadie en particular, porque en esta guerra de insultos, injurias, acusaciones, burlas, ultrajes, calumnias, réplicas, groserías y demandas que van y vienen, cuando nadie es culpable, la culpa es de todos. Vale la pena rescatar lo que dijo un twittero, de esos tan equilibrados como escasos: “No joda, para que no lo jodan”.
Seguramente será mucho pedir serenidad, respeto y altura en las discrepancias, porque, como diría el arriero, “ni el macho arrima, ni la soga alcanza”, pero de verdad que ya estamos saturados de esta guerra verbal, de tantos odios, sesgos, barbaridades, extremos, metidas de patas, dudas infundadas, dudas razonables y rabos de paja.
Cuánta necesidad tiene Colombia de palabras de paz. De que sus personas influyentes depongan las palabras que hieren y, en uso de toda su inteligencia y buena voluntad, si es que la tienen, ayudaran a lograr el objetivo por el que tanto pelean.
Seguramente nadie responderá este cuestionario, pero no importa… Tengo cierta experiencia en hablar sola, tanta como en soñar con im- posibles, pero no renuncio a mi derecho de anhelar que algún día podamos expresar nuestra propia verdad con argumentos, sin miedo a que nadie nos escupa en la cara por decirla; escuchar sin prejuicios la verdad del otro; reconocer nuestros límites; descartar la información que destruye; dejar de ser jueces o defensores de oficio; reconocer que estar en orillas ideológicas opuestas no nos hace mejores ni peores que nadie y aceptar que el que piensa distinto no necesariamente está equivocado ni mucho menos es un enano mental…
Dejo en puntos suspensivos para que me ayuden a completar esta lista de deseos.
Y cierro con una frase de mi admirado Andrés Aguirre Martínez, que más oportuna no puede ser para estos tiempos: “Discrepar de una persona no puede traspasar un límite: Desearle el mal. Eso es barbarie”