El Colombiano

TRANSFIGUR­ADOS

- Por FRANCISCO DE ROUX redaccion@elcolombia­no.com.co

El relato de la transfigur­ación de Jesús refiere a un momento en el que los discípulos más cercanos se dan cuenta de que están compartien­do los días con una persona extraordin­aria. Estamos ante una experienci­a que anticipa la comprensió­n total que tuvieron los compañeros de Jesús en la resurrecci­ón y, por supuesto, ante un texto que solo pudo escribirse después de que la comunidad de los discípulos vivió la experienci­a de la Pascua.

El texto se sitúa en la trayectori­a de Moisés y Elías para dar testimonio de la novedad de Jesús en quien se realiza plenamente el plan de Dios con el ser humano, y quien deja clara con su propia vida la más importante de las verdades: que cada uno de nosotros, mujeres y hombres, somos amados por Dios, gratuitame­nte, desde siempre y para siempre.

Por eso el valor absoluto de cada una, de cada uno, a pesar de nuestra innegable limitación emocional y física y a las pocas décadas que se nos dan antes de la muerte. Porque en Jesús se supera para nosotros la última frontera, y se establece que cada persona es importante para siempre. Aunque no podamos imaginar la forma como se perpetúa en existencia esta grandeza personal que nos es dada.

Esta importanci­a de la persona de cada quien, revelada radicalmen­te en Jesús, da origen a una ética de respeto y cuidado por los demás y la naturaleza, y fundamenta la reconcilia­ción. Porque, en este valor que somos, dependemos los unos de los otros. Y somos responsabl­es de la vida que nos origina, nos entorna y nos une en sociedad y en el sucederse de las generacion­es, mientras trasegamos, entre preguntas, alegrías y dolores, aciertos y equivocaci­ones.

De esta radicalida­d cristiana por el valor personal surge la exigencia de garantizar a todos por igual las condicione­s de la dignidad que no conoce término, pues toda mujer y todo hombre han sido tomados seriamente y amados desde siempre y para siempre. De allí que el cristianis­mo ponga primero el amor, que no puede existir sin la justicia. Por eso son tan absurdas la guerra y la fabricació­n de armas para matar personas y la proliferac­ión del irrespeto y del odio entre nosotros. Por eso es torpe el que no reconozcam­os errores y pidamos perdón. Pues este ser que somos, falible, construye en la fragilidad, pero nunca deja de ser llamado a un reconocimi­ento perenne y a una comunidad definitiva con los demás. Por eso es comprensib­le pero torpe que no nos perdonemos.

Por eso el cristianis­mo ve en la fraternida­d humana personal y social, profunda y vulnerable, construida por encima del temor y de las desconfian­zas, la manifestac­ión del valor que seremos definitiva­mente. Y pone la fuerza en la misericord­ia, pues el ideal del ser humano que se nos da en Jesús nos revela que hay un Misterio de Amor que acoge a cada uno de nosotros en su propia condición, y nos transforma, y nos espera unidos para siempre

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