El Colombiano

Francisco el hombre

EL COLOMBIANO inicia su serie de especiales para contar la vida y la obra de un Papa que caminará la historia del país. Hoy, el cardenal que iba a pie.

- Por JULIÁN AMOROCHO BECERRA

Francisco rompió muchos moldes al llegar al trono de San Pedro: su nombre, el primer americano, el primer jesuita. Pero al tiempo, es el pontífice más parecido a un hombre de a pie que ha dirigido la Iglesia Católica. Así es este enviado de Dios que camina en la misma tierra que los demás y visita Colombia en un mes.

Conforme

pasaba el turno para que cada cardenal votara, en medio de la solemnidad del Cónclave que habría de terminar con un nuevo Papa, en la cabeza de Jorge Mario Bergoglio se hacían las cuentas del viaje que lo llevaría antes de llegar la Semana Santa de regreso a Buenos Aires.

La semana mayor de la Iglesia Católica estaba a dos semanas y aunque la situación apremiaba, pues por primera vez se veía que un Papa, Benedicto XVI, abdicara, Bergoglio no creía que la elección se extendiera a aquellos días, por lo que, si sus cuentas le daban, a lo sumo en 10 días podría asomarse el nuevo pontífice por el balcón de la basílica de San Pedro, a saludar a todos los católicos.

Como era de esperar, la primera votación del martes en la noche, bajo el estricto enclaustra­miento del Cónclave, no permitió un consenso.

Aquella noche, fue a dormir convencido de que antes del Domingo de Ramos estaría de regreso a la Catedral bonaerense y podría echarle una última ojeada a la homilía que diría en la misa, que había dejado lista en su escritorio antes de viajar.

Más valía que así fuera, a sus 76 años, con un solo pulmón funcional y una ciática punzante, el frío de aquellos días en Roma no era lo más recomendab­le.

Vigilado con sus pares por las miradas adustas de los frescos que decoran la imponente Capilla Sixtina, Bergoglió recordó por qué no le gustaba venir al Vaticano.

Hombre criado para vivir de forma sencilla y convencido de la humildad como base innegociab­le de la iglesia, disfrutaba más de un viaje en transporte público, un alfajor o una pizza antes que la pompa y rigores de la tradición vaticana.

La segunda elección, temprano el miércoles, tampoco alcanzó el consenso.

Quizá una ligera mueca asomó en su rostro, usualmente jovial, pues recordaría después que el cardenal brasileño Cláudio Hummes se le acercó, palmeó su brazo y le dijo que no se preocupara, que “así obra el Espíritu Santo”.

Ante su meteórico ascenso en la Iglesia, Bergoglio había aprendido a ser siempre cordial pero breve, aunque por su personalid­ad y crianza, en el barrio bonaerense de Flores, a veces la lengua se le iba y lo ponía en aprietos con una institució­n históricam­ente acostumbra­da a la solemnidad. Sus padres, Mario José Bergoglio y Regina Ma

ría Sívori habían llegado de Portacomar­o, Italia, huyendo del auge del fascismo de los años 30, y desde su nacimiento, en 1936, fue criado como cualquier niño porteño de la época.

Tan así fue que su propia hermana, María Helena, coincide en que aunque fueron criados en la tradición italiana y católica, nunca pensaron que tuviera vocación de sacerdote.

Es más, lo recordaba enamorado de una chica del barrio y por ello, en algún momento tuvo que decidir entre ella y Dios. Tenía 21 años de edad.

Entre las calles empedradas y el panorama otoñal del barrio Villa Devoto en Buenos Aires, Bergoglio pasó su noviciado en la Compañía de Jesús, alternando sus estudios entre la capital gaucha y Santiago de Chile.

Fueron años felices hasta la llegada de 1966 y la primera de las dos dictaduras que le vivió. Con la llegada del dictador Juan Carlos On

ganía al Gobierno en Argentina, Bergoglio integró, con otros jesuitas, la Guardia de Hierro con la que militó políticame­nte hasta 1974.

En esos años, llegó a ser provincial de los jesuitas argentinos y a ocupar cargos de docencia en distintas facultades.

La llegada de la segunda dictadura que le tocó vivir, con Jorge Rafael Videla a la cabeza, es seguro la peor que ha sufrido el pueblo argentino y una de las manchas que sus críticos le recalcan.

Las organizaci­ones de su país que buscan justicia para los cerca de 33 mil desapareci­dos que

dejó ese período llamado de “guerra sucia” no le perdonan que nunca haya condenado con la dureza del caso las actuacione­s de los militares y que haya dejado a merced de la dictadura a los curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, que fueron secuestrad­os y torturados para luego exiliarse y abandonar sus hábitos.

En 2010, Bergoglio dio su versión ante la justicia y repitió que nunca los dejó solos.

Ya en aquella época, como máximo jerarca de la Iglesia Católica en Argentina, sin saberlo había hilado una historia común entre los que vendrían a ser sus antecesore­s.

Juan Pablo II creció bajo la ocupación Nazi y la posterior dictadura comunista en Polonia. Benedicto XVI salió forzadamen­te del seminario a los 16 años para servir con el ejército alemán en los estertores finales del nazismo.

Sin embargo, antes de la tercera votación, antes del almuerzo del miércoles, seguía convencido de que otro sería el elegido, incluso el mismo Hummes que a sus 82 años recorre el Amazonas haciendo labor misionera.

A los kiosqueros que se ubicaban en la emblemátic­a Plaza de Mayo, cerca al puerto del Río de la Plata, no les era raro ver pasar con su paso veloz al cardenal Bergoglio rumbo a la Catedral, no sin antes llevarse un diario del día.

Lejos de ese perfil de hombre de Dios, encumbrado por encima de los mortales, al Arzobispo de Buenos Aires le gustaba vivir de forma sencilla y no llamar la atención.

Ha confesado que no es el lujo lo que principalm­ente rechaza, sino la soledad y por eso busca tener una vida “callejera”.

Del subte (metro) que lo llevaba a las citas que tuviera, pasaba a su habitación en la residencia de la arquidióce­sis donde solía cocinar y comer solo. Declinaba las invitacion­es a cenar, pero no se podía considerar un tipo aburrido, pues es de chiste fácil y no se contiene cuando quiere reírse.

De Flores no solo se trajo su estilo de vida, también la afición por el fútbol que no reconoce extraordin­aria, porque lo raro sería un argentino sin un equipo hinchándol­e el corazón.

Mientras pudo hizo barra en persona por San Lorenzo, club nacido en su barrio. Incluso, antes de estar en una posición de privilegio en la Iglesia, pasaba a veces a darles ánimos a los jugadores hasta que en 1998, con la llegada de Alfio Basi

le al banquillo, le vetó la entrada a “ese cura”, porque decía que desconcent­raba al equipo.

Después de toda una vida buscando sin quererlo ser el más humano de los representa­ntes de Dios y con una valija pequeña y vieja, como traí- da de sus años de niñez, la elección del miércoles cumplió su premonició­n a medias: la votación terminó rápido, pero el Papa era él y el tiquete Roma-Buenos Aires, en clase económica, como siempre, se iba a perder.

El primero en reaccionar fue Hummes, que en medio del aplauso, le pidió no olvidarse de los pobres. Los pobres y lo austero. Su vida hasta ese 13 de marzo de 2013 y lo que vendría. Con todo eso sonando en la cabeza y volviendo irrelevant­e su vida como Bergoglio, surgió el nombre de Francisco y su primer desmarque, para ponerlo en términos futboleros, de la tradición.

No estuvo nervioso ni asustado, según el mismo Francisco ha confesado. Considera que esa fue su señal de que eso era el plan de Dios. Ni hoy, a cuatro años de ese día, ha sentido temor.

“Soy un pecador, pero me confío en la misericord­ia de Dios y en su paciencia”, dijo cuando le preguntaro­n si aceptaba la designació­n, recuerda Juan Sandoval Iñiguez, el excardenal mexicano que votó en aquel Cónclave.

Pasadas las 7: 00 de la noche, Francisco salió a saludar al mundo con el atuendo más sencillo que pudo y acompañado de dos cardenales cercanos, Hummes uno de ellos.

En concordanc­ia a su desdén por la soledad y el lujo extremo, se negó a tomar la limosina, el ascensor y a comer solo. Por ello, aún hoy, vive en la residencia Santa Marta, con cientos de personas, y no en la residencia diseñada para el Papa.

En distintas aparicione­s ha dicho que como no le falta nada, se tiene que cuidar de no abusar de ello y por ello es que cree que los pobres entienden mejor a Dios.

Al final de la noche, mientras cenaba con los cardenales, Bergoglio anotó mentalment­e la llamada que tenía que hacerle a Nicolás

Schandor, uno de los kiosqueros, para pedirle que no le guardara más el diario porque se mudaba y le dio a esa vida un punto final. Terminada la cena, Francisco fue el que se puso de pie, bendijo y agradeció a los presentes y se dispuso a retirarse. Antes, les dijo a todos “que Dios les perdone lo que hicieron” y se marchó entre las risas. Cosas de los hombres que seguro a Dios no le molestarán ■

“SOY UN PECADOR, PERO ME CONFÍO EN LA MISERICORD­IA DE DIOS Y EN SU PACIENCIA”

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FOTO REUTERS
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