EN LA MUERTE DE UN AJEDRECISTA
No lamentamos la muerte de don Efraim Correa a los 97 años y monedas sino que celebramos su existencia. Hubo lleno hasta en el púlpito la vez que lo despedimos con misa de dos yemas en la Iglesia de Santa Gertrudis, en Envigado.
Podemos aplicarle a él lo que le escribió su paisano Fer
nando González al padre Ripol en la dedicatoria del “Libro de los viajes o de las presencias”:
“El fin del hombre es dormirse en el Silencio. No se dirá “murió”, sino “lo recogió el Silencio”, y no habrá duelos, sino la fiesta silenciosa, que es Silencio”.
Los ajedrecistas asumimos que ahora juega más allá del sol. La pelona le ganó la última partida pero no hay problema porque disfrutaba tanto los triunfos como los reveses. El juego por el juego. Se gozó la vida, ahora disfruta la muerte.
No conozco otro que a su edad siguiera tan activo. La última vez que jugamos tuve que pelar cocos con la uña para arañarle unas tablas.
Sus colegas trebejistas le levantamos estatua en la memoria, que la tuvo bien afilada. El memorioso Funes no le daba a los tobillos.
Lo encomendamos a la diosa Caissa, patrona del juego que tiene esta divisa: ”Somos una familia”. Tendrá a Dios a su derecha. Caissa estará al otro lado para que no se caiga de ningún lado de la cama del infinito.
Qué elegancia la suya en su morada fugaz, el ataúd. Quedó como para asistir a una fiesta eterna. La pinta, de cachaco, bravía.
Queda claro que al lado de su integridad, su apostolado ajedrecístico será otra heren- cia que nos acompañará hasta que san Juan agache su colección de dedos.
Un colega suyo en el mundo blanco y negro del ajedrez, Jaime
Ossaba, dijo presente a sus 85 años. Sin confirmar sí lo digo: el ejercicio de esa religión silenciosa llamada ajedrez prolonga la vida. Nos hace inmortales mientras estamos vivos…
Mi vecino de silla en la funeraria, Ramiro Parra, hizo el mejor elogio: Era un hombre íntegro, de los de antes. Nunca supo de patear el código penal.
Ramiro lamentó la mano de corruptos que nos depara la modernidad. Don Efra era uno de los últimos samuráis con impecable hoja de vida.
Un pecadillo cometimos. Terminada la ceremonia, en pleno atrio, aprovechamos la despedida para mirarnos las arrugas que nos va dibujando el almanaque. Unos con más achaques que otros, pero en la jugada, ejerciendo el sorprendente oficio – y regalo - de estar vivos. Y tratando de clonar la exquisita pulcritud del cuasicentenario envigadeño del barrio Mesa.
La manifestación de quienes fuimos a despedir a un justo, para decirlo con el libro gordo, la Biblia, se disolvió pacíficamente, informó la policía. Regresamos a casita a mimar pategallinas y averiadas próstatas. Nos alegró haberle podido dar un ruidoso adiós, don Efra