Una voz poderosa por la justicia
Los poderes públicos no han sido garantes de una cabal vigencia de la justicia y el reto de enderezar el rumbo queda ya para el próximo Gobierno. Suman ya muchas reformas fallidas.
Ojalá el país atendiera y profundizara el mensaje que el Papa Francisco ha dejado en su visita sobre el valor de la Justicia. Su discurso de reconciliación, de erradicación de la cizaña para poder sanar heridas, ha estado acompañado de invocaciones a la necesidad de que el valor de la justicia brille, y vaya de la mano de la verdad.
Precisamente es la justicia, hecha realidad bajo el amparo de la legalidad aplicada por jueces probos cuya mayor ambición es la vigencia de un orden justo, la que permite que no haya lugar a sembrar cizaña ni al ejercicio de la venganza en una sociedad que tiene dolores muy profundos y ha sido víctima de vejámenes e injusticias sin nombre. Y que ve que buena parte de los victimarios se tornan, de buenas a primeras, en predicadores de ética y decencia pública sin haber rendido cuenta de sus atrocidades ante los tribunales.
El Pontífice ha hablado de la justicia como valor insustituible, y por tal debemos entender irrenunciable y permanente. Pero corresponde a los poderes públicos, en nombre de la ciudadanía, asegurar que la estructura institucional, el armazón constitucional y la organización de la rama judicial sirvan a esos valores. Y los poderes públicos no están atendiendo ese deber.
El poder judicial, sobre todo en sus máximas instancias, se encuentra desde hace años con el rumbo perdido, no solo el ético, sino el misional: claudicaron tantos y tantos magistrados su papel de aplicadores de la ley y creadores de jurisprudencia para defensa de los derechos y garantías – correlativa a la imposición de los deberes– por el de urdidores de maniobras de clientelismo judicial, que los deplorables indicadores de confianza pueden verse en todas las encuestas. Contrario a lo que ahora se dice, no son los hechos que se les atribuyen a los oscuros ex magistrados Bustos y Ricaurte los que destapan un escándalo en la justicia. Solo renuevan lo que se sabía hace tiempo.
Y tampoco los poderes Legislativo y Ejecutivo han sido leales con la justicia colombiana ni garantes del servicio público que concierne a la rama judicial. El Congreso no ha abordado las reformas necesarias, y el Gobierno juega con tácticas de corto plazo para asegurar arreglos políti- cos de coyuntura en perjuicio de las estrategias de largo alcance para la eficacia y eficiencia de la justicia.
Esta semana que termina, el presidente Juan Manuel Santos se refirió a la crisis de la justicia. Dijo que no puede hablarse de corrupción de la rama judicial como institución, y que los casos individuales de corrupción “deben ser castigados con severidad”. Pero bien sabe él que, en el actual sistema, no hay quién castigue, como lo saben de sobra los “bustos” y “ricaurtes” que anidan en las cortes.
En cuanto a anuncios, el Presidente hizo tres: incorporarán a la reforma política la creación del tantas veces prometido Tribunal de Aforados, para investigar y juzgar a magistrados y otros funcionarios con fuero; definirán medidas para “mejorar la eficacia de la administración de justicia”, sin especificar cuáles; y que la reforma la presentará su Gobierno pero que la deberá impulsar y aplicar – si la aprueban– el próximo. Su Administración, en suma, deja un espacio en blanco, y continuados fracasos ante semejante reto, que ya era acuciante desde que comenzó su gestión en 2010