CRIPTOMONEDAS, EL TIMO PADRE
Para evitar males mayores, sorteando polémicas políticas y, sobre todo, deportivas, más palpitantes y coléricas aún, un asunto se ha colado en las conversaciones navideñas de las mesas de todo el mundo: las criptomonedas. Convertidas en el Avon o el Tuperware de estos tiempos, rara ha sido la conversación en la que, entre sorbo y sorbo de Rioja para pasar el cordero o el asado alguien no ha sugerido al resto de comensales la “oportunidad” de invertir en bitcoins. “Es el chollo padre, tengo un amigo que compró dos bitcoins hace 10 años y ahora vive en Bermudas”. No sabemos si por vivir en “bermudas” los gurús de la inversión 2.0 y popes de las criptomonedas se refieren a andar todo el día en shorts.
Sin ir más lejos, mi cuñado y yo casi llegamos ayer a las manos, en sentido figurado, a cuenta del dichoso bitcoin. Y es que, no contento con la dicha que Dios le ha dado, entre un entrante de salmorejo y el plato fuerte, mi cuñado soltó a toda la familia que quería hacerse minero. “¿Minero? ¿Pero qué dices desgraciado? Si ganas un dineral programando lo que sea que programas?”, le espeté a duras penas con una perdiz atravesada a dos carillos.
Nos explicó entonces que los mineros de hoy ya no bajan a galerías subterráneas donde escasea el oxígeno y el gas grisú convierte cada paso en una ruleta rusa. Por lo visto, los mineros de hoy trabajan tan panchos desde sus sofás, con el trasero a buen recaudo, fraccionando algoritmos que equivalen, presuntamente, a dinero. El problema es que hasta el dinero del monopoly tiene más respaldo que el bitcoin que ha rellenado de cháchara los pavos de nuestras mesas. Es cierto que la meteórica revalorización de esta entelequia ha hecho ricos a quienes se metieron en el negocio, pero también lo es que para comprar bitcoins, ethereums o cualquier otra criptomoneda hay que pagar en euros, dólares, yenes, libras o en cualquier moneda de verdad. Así que, finalmente, la gente paga por comprar algoritmos o trocitos de algoritmos que ni siquiera pueden enmarcar y poner en el salón de casa, y que todo el juego se realiza en transacciones “reales”, en monedas de las de comprar en el mercado y pagar unas cervezas. Según reconoce Leif Ferreira, consejero delegado y fundador de BIT2Me, experto en la materia, en una interesante entrevista en “La Razón”, las criptomonedas no están sujetas a ningún Gobierno ni a ningún banco del mundo. “En realidad es un programa informático, una base de datos que está en miles de orde- nadores de todo el mundo”. El lejano Oeste hecho producto de inversión. Por lo visto, el bitcoin lo inventó un tal Satoshi Naka
moto, “aunque nadie le conoce”, cuenta Ferreira. Vamos, que sin supervisión de bancos centrales, de gobiernos y con el tal Nakamoto oculto en una gruta cual eremita no hay a quien colgar de los pulgares si la cosa revienta. Además, solo van a existir 21 millones de bitcoins, ni uno más. ¿Por qué? Porque así lo quiso el ermitaño nipón al que no conoce ni su madre.
En la entrevista, el experto reconoce que el bitcoin tiene una utilidad básica: “Mandar dinero a un país centroafricano. Por el método tradicional, alrededor de un 15-20% de la transacción se va en comisiones. Aquí no necesitas banco, cuenta, pedir permisos. Nadie tiene que autorizar nada”.
Después de que su valor se multiplicara por 20 desde principios de año, la criptomoneda más famosa del mundo ha cerrado una semana de pesadilla. Desde que el pasado domingo rozara los 20.000 dólares, la divisa digital se ha desplomado más de un 30%. En un día caracterizado por subidas y caídas brutales, el bitcoin llegó a caer, según los datos de Coindesk, por debajo de 11.000, aunque a última hora del viernes se recuperó hasta los 13.000 en su peor semana desde 2013. Quizá sea un neardenthal carpetovetónico, pero como Santo Tomás, en el terreno financiero, solo creo en lo que veo. Y a mí los algoritmos que no controla ni el Nakamoto me suenan a timo piramidal 2.0.
Eso sí, como mi cuñado acabe en Bermudas a mí me encontrarán en el río. Con una piedra atada al cuerpo