EDITORIAL
Antioquia es una de las regiones —tal vez la más— afectadas por apuestas y juegos de azar fuera de la ley. Lo alarmante es que esa “empresa” alimenta las finanzas de las bandas criminales.
“Antioquia es una de las regiones —tal vez la más— afectadas por apuestas y juegos de azar fuera de la ley. Lo alarmante es que esa “empresa” alimenta las finanzas de las bandas criminales”.
Las cifras de operativos, establecimientos cerrados y máquinas tragamonedas incautadas en Antioquia, en los últimos cuatro años, dan cuenta de la magnitud de otro fenómeno de ilegalidad que alimenta las finanzas de las bandas delincuenciales y que desangra el recaudo de impuestos para la salud, en especial de los más pobres, los afiliados al Sisbén.
Entre 2013 y 2017, han sido decomisados 2.257 aparatos para insertar monedas. En muchos barrios de la periferia se producen casos de ludopatía de los jefes de hogar que resultan ruinosos para las precarias economías familiares. Pero más allá de esa adicción que incluso se genera en otros sectores y estratos, y requiere tratamiento médico, las tragamonedas operan para redes y locales que son controlados por bandas y combos integrados a las superestructuras criminales, que imponen sus reglas en comunidades periféricas y que agregan al juego ilegal microtráfico, extorsión del comercio, trata de personas (menores de edad) y expendio de licor adulterado, entre otras rentas.
El perfil de la situación está muy definido: donde hay más juego legal, tiende a haber más ilegalidad. Este departamento registra el 70 por ciento del total del movimiento de las mesas de juego, las máquinas y los contratos de concesión de juegos de azar del país. Los antioqueños son apostadores. Ello no está mal, per se.
La alerta está dada porque se dejan de percibir al año $125 mil millones en impuestos y ello, más las utilidades ordinarias, va a parar en gran medida a las arcas de los grupos delincuenciales. Se deben proteger los recursos del Estado destinados a la salud y, a la vez, se debe desestimular un mercado negro de apuestas muy dañino para la ciudadanía.
El mapa de las incautaciones también es revelador: de las máquinas decomisadas, 1.532 se recogieron en Medellín, 187 en Bello, 154 en Caucasia y 89 en Puerto Triunfo. Basta cotejar los municipios con la presencia de grupos y economías ilegales para entender dicha conexidad.
A organismos oficiales como Coljuegos los sorprende el “músculo financiero” de estas redes y su capacidad de reabastecerse de equipos con rapidez. Hay ejemplos: en agosto pasado se decomisaron 105 máquinas en tres locales del Centro de Medellín. A las dos semanas reabrieron con el mismo número. Hubo un nuevo decomiso y otra vez se repitió la reposición. Así es el nivel de finanzas y “resistencia” de los criminales.
Por eso la empresa estatal se declara incapaz de cumplir sola la tarea de control y combate a estos focos de ilegalidad. La invitación es a articular esfuerzos con las alcaldías y gobernaciones, la Policía Nacional y la Fiscalía, para trazar planes locales y regionales contra tales actores oscuros capaces de competirles a las empresas legales.
Otro de los aspectos de esta problemática es el influjo negativo sobre los menores de edad que, con frecuencia, son detectados en torno a las casas de juego y apuestas clandestinas. Se trata de un ambiente en crecimiento que las comunidades rechazan. En Medellín se recibieron 480 denuncias en 2017; en Bello, 131, y en Itagüí, 81. El malestar es obvio.
Más que condenar este sector de la economía que muestra gran crecimiento, y que alimenta los recursos del Estado, se trata de exigir que las autoridades se pongan al frente de la lucha contra el juego que evade impuestos y que estimula la cultura de la ilegalidad y el delito