EDITORIAL
Los desplazamientos masivos vuelven a ser signo del temor de las comunidades a la presencia y amenazas de los grupos ilegales. Bandas y Eln combaten por territorios y redes de narcotráfico.
“Los desplazamientos masivos vuelven a ser signo del temor de las comunidades a la presencia y amenazas de los grupos ilegales. Bandas y Eln combaten por territorios y redes de narcotráfico”.
Las puertas están con candados y las sillas de los negocios se encuentran sobre las mesas. No esperan a nadie. Así están hoy los establecimientos y las viviendas en los caseríos Tamaná y El Tigre, en zona rural del municipio de Cáceres, Bajo Cauca antioqueño. Igual ha pasado en 64 poblados del país, de donde salieron 59 mil personas el último año debido a las presiones y combates de las bandas criminales y el Eln.
Los choques entre los ilegales y las redes de cultivo, producción y tráfico de drogas son los nuevos factores que expulsan a los campesinos de sus hogares y que obligan al destierro a comunidades enteras en el Baudó chocoano, Putumayo, Tumaco, Bajo Calima, Sur de Córdoba y Arauca. Y, por supuesto, en el Norte y Bajo Cauca de Antioquia.
“No hubo amenazas directas —describe una crónica aparecida ayer en este diario—, pero la información sobre los combates y la orden de desalojar se regó por toda la región, una avalancha de miedo que al final generó el éxodo masivo”.
La economía de los grupos armados organizados y residuales, cuyo combustible son la minería criminal y el narcotráfico, están dejando a la población civil en medio del fue- go cruzado y expuesta a los atropellos de los bandos.
El Gobierno Nacional y sus Fuerzas Armadas han anunciado ajustes a las estrategias de lucha contra esas organizaciones pero, mientras ello se concreta, el desplazamiento forzado y masivo aún es una realidad de un país que se presenta ante la comunidad internacional en período de posconflicto, cuando los hechos no permiten confirmar la terminación total de las acciones armadas en el mapa nacional.
Tiene razón el alcalde de Cáceres, José Berrío, quien afronta la emergencia humanitaria por la ola de más de 400 personas expulsadas de sus parcelas el fin de semana pasado: le resulta increíble que cuando se debiera pasar la página del conflicto armado, se deba atender una crisis que recuerda los peores momentos de la confrontación guerrillas - grupos paramilitares, entre 1996 y 2004.
En Antioquia, en particular, la semana que termina fue alterada por la masacre de siete personas en Yarumal, por combates en Valdivia y Tarazá y por otras hostilidades más en cinco zonas de Cáceres de donde, al final, debieron desplazarse sus habitantes.
Los afectados reclaman la presencia humanitaria y militar del Estado, en especial la persecución y desmantelamiento de las organizaciones que en este departamento dejaron en 2017, según la Unidad de Víctimas, 7.165 desplazados. Grupos que no se identifican ni verbalmente ni en su vestuario. “Solo vimos por ahí armados, de (traje) camuflado”, describen los campesinos.
Este drama humano envía el mensaje de que los territorios que otrora controlaron las Farc han venido quedando de manera paulatina en manos de las bandas criminales y del Eln, todos con el afán de expandirse y copar los mercados ilegales del oro y la coca.
No solo los desplazados sino los colombianos reclaman la acción firme y eficaz del aparato institucional. La seguridad rural y urbana pasa por un momento crítico. Se refleja en las constantes quejas de los ciudadanos que soportan hurtos, extorsiones e intimidaciones en medio del régimen creciente de organizaciones ilegales reorganizadas.
Es el país que tras superar el asedio de las Farc no puede quedar ahora bajo el régimen de las bacrim y del Eln. El Presidente Santos debe ser consciente de que esos candados y sillas patas arriba, en caseríos donde no esperan a nadie y la gente se turna para ir a darles alimento a los animales de corral abandonados, son señal de que el miedo está regresando a zonas de Colombia