ESOS SILENCIOS...
Cuaresma convoca al silencio. Y uno puede preguntarse de entrada qué es el silencio. ¿Dónde está la raíz del silencio? ¿Es silencio no oír, no hablar?
Son preguntas que parecen innecesarias, pero que son esenciales cuando se busca el sosiego, la serenidad. O cuando se pretende practicar una higiene mental. También, cuando en el alma aflora una oración, sea porque la fe nos hace sentir a Dios, o porque el no creer, la increencia, nos hace saborear la oscura ternura de su ausencia. Y entonces ahí, en el lago manso de la libertad interior, brota el silencio como una flor de loto. Todo entorno se llena de tranquilidad, de apaciguamiento. Son silencios tiernos, a veces tímidos, que contagian serenidad. Muy distintos de esos otros silencios pugnaces y hostiles, que suelen ser los más en la vida. Silencios más heridores que las mismas palabras. Los silencios de los que callan por resentimiento, por orgullo, por desprecio. Silencios amargos que son celdas enrejadas de una celda.
Porque hay dos silencios. El silencio que emboza el egoísmo, que es una tortura; el silencio como desprendimiento del yo, que es un paraíso. Un silencio, este último, que perdura aun en medio de las palabras y los ruidos, que no se deshiela al calor del bullicio. Es más, la verdadera palabra, los sonidos auténticos, brotan de esos silencios llenos de amor y de asombro. El verdadero silencio es “música callada”, es “soledad sonora”, para echar mano de los versos de san
Juan de la Cruz, maestro de si- lencios y maestro de palabras.
¿Cómo aprender el silencio? Cada uno es el inventor, el creador, el curador de su silencio. Porque el silencio, siempre, es biográfico. Autobiográfico, mejor. Cada cual tiene una forma de crear el ámbito propicio para que nazca el silenciamiento interior. La lectura, por ejemplo. La música, como rito de soledad. Las liturgias, en cualquier religión. La oración, la contemplación y la vivencia mística en todos los credos. El silencio de la noche, arrobarse ante todos y cada uno de los misterios de la naturaleza.
Todo en la vida lleva allí, a esa mirada contemplativa y amorosa. Ese es el silencio, el Silencio. Aun en medio del ruido, por más asediado que se esté de palabras, aunque se sienta atiborrado de los sentimientos, las pesadumbres y los desconsuelos de la condición humana, el que es silencioso sabe que su actitud de tierno asombro ante las cosas, los casos, las personas y los hechos, ante Dios mismo, es un alambique que acaba destilando serenidad y sosiego.
Son pobres, insuficientes, inútiles, las palabras sobre el silencio. Porque la única manera de explicar y referir el silencio es el silencio mismo
La verdadera palabra, los sonidos auténticos, brotan de esos silencios llenos de amor y de asombro.