UN TOQUE DE CLASE
Los mundiales suelen ser copiosos en anécdotas. Después de tener que esperar cuatro largos y tediosos años, los hinchas se afanan en llenar de colorido las gradas y en regalarnos imágenes para los anales de la historia balompédica. Desde el disfraz más estrafalario hasta la odisea más larga por tierra, mar y aire para llegar al estadio, pasando por la aficionada más despampanante, donde Colombia es pentacampeona sin discusión. A veces los mundiales son incluso tan recordados por hechos no estrictamente futbolísticos como por ellos. El caso del Mundial 82, celebrado en España, es uno de los más característicos. Al margen de un espectacular 3-2 con el que la Italia de Paolo Rossi, que anotó los tres tantos italianos, se deshizo del todopoderoso Brasil de Falcao, Sócrates y Zico, la imagen que ha quedado en la memoria co- lectiva es la del por entonces presidente transalpino, Sandro
Pertini, celebrando desatado cada gol de los tres que la azzurra le endosó en la final a la Alemania de Rummenigge y Schumacher. Igual que el Mundial de 1950 siempre será conocido por el Maracanazo con el que Uruguay se alzó con la victoria frente a Brasil, el del 86 es tan celebrado por «la mano de Dios» de Maradona frente a Inglaterra como recordado por los letreros de «John 3:16» con el que algún iluminado, posiblemente el fumeta evangélico gringo «Rockin» Rollen Stewart, trató de extender catódicamente el evangelio de San Juan por los estadios de medio México.
Una de las imágenes que hasta el momento ha dejado el Mundial de Rusia –no es necesario añadir de fútbol, ya que Mundial con mayúsculas sólo hay uno– es la de los aficionados japoneses recogiendo la basura de sus gradas al término de la victoria 2-1 contra Colombia en el Mordovia Arena. Aunque no era la primera vez que los nipones daban ejemplo –ya en el Mundial de Brasil hicieron lo propio en Pernambuco tras caer 1-2 frente a Costa de Marfil–, lo novedoso es que su actitud se ha contagiado a otras hinchadas, como la senegalesa. Aunque la ausencia de educación no conoce de razas, credos o primeros y segundos mundos, como demuestra la penosa acumulación de basura en las playas españolas en los festejos de la noche de San Juan –el día más largo del año en el hemisferio norte, que marca con hogueras y fiestas el inicio del verano– no es menos cierto que a los africanos se les presupone cierta «relajación» en su activismo cívico o, dicho de otro modo, que la fama de guarros les precede, por lo que el gesto de la afición senegalesa marca un antes y un después, y demuestra los agigantados pasos que está dando África en su desarrollo.
Y mientras esto sucedía, decenas de hinchas suizos, primer mundo «premium», fueron pillados el otro día a la entrada de un estadio orinando en plena calle a la vista de cualquiera que quisiera inmortalizar el momento con su celular. Y es que la educación, como la clase, no se compra con dinero. De hecho, he visto sujetos podridos de dinero con maneras de cavernícolas y millonarios incapaces de situar en un mapamundi la isla en la que se encontraban enterrados sus tesoros.
La educación y la clase, pese a la cultura popular macarra que nos venden, nunca pasa de moda. Hoy más que nunca, en la era de los mares llenos de plásticos y de los bosques menguantes, es preciso predicar con el ejemplo para aleccionar a nuestros jóvenes. ¿Se imaginan a James
Bond con un esmoquin blanco impoluto llegando al Country Club, bajando de su flamante Aston Martin, y soltando un escupitajo kilométrico y sonoro? Repugnante. ¿Y en alta mar, en un velero con helipuerto, meando contra el mar o lanzando una lata de cerveza al agua? Asqueroso. ¿Y tirando la colilla de un cigarro al suelo o peor aún en un bosque lleno de hojarasca? Y ya puestos, ¿se imaginan a un cerdo cubierto de collares de oro y pendientes de diamantes, retozando sobre billetes de 100 dólares y engullendo caviar? Un cerdo rico, sí. Pero un marrano siempre