“No es la primera vez que Maduro reconoce que la gestión gubernamental del chavismo ha sido mala. El problema es que no hay condiciones para que la reconduzcan. Tal es el desastre”.
No es la primera vez que Maduro reconoce que la gestión gubernamental del chavismo ha sido mala. El problema es que no hay condiciones para que la reconduzcan. Tal es el desastre.
Si al tomar posesión el pasado mes de mayo, con ocho meses de adelanto, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ya había dicho que “no estamos haciendo bien las cosas” y que deberían iniciar “una rectificación profunda”, el pasado lunes fue más explícito y, por primera vez, pareció aterrizar, así fuera momentáneamente, en los linderos del realismo político.
Dijo Maduro que “es hora de dejar los lloriqueos” y que basta de echarle las culpas del fracaso de la gestión gubernamental al imperialismo. “La responsabilidad es nuestra, es mía, es tuya”, dijo señalando a varios funcionarios. En ese instante hubo un apagón de energía, que se extendió ayer a Caracas, como paradójica muestra del estado calamitoso de la nación.
Las cifras de la crisis venezolana son impresionantes. Según el FMI en este año el PIB se reducirá en 15 % –el tercer año consecutivo de caídas de dos dígitos del PIB real–. La inflación, por su parte, alcanzaría 1 millón por ciento a finales del año, una situación similar a la Alemania en 1923 o Zimbabue a fines de la década de 2000.
El colapso de la actividad económica, la hiperinflación, el deterioro creciente de la oferta de bienes públicos (salud, electrici- dad, agua, transporte y seguridad), junto con la escasez de alimentos a precios subsidiados han provocado grandes flujos migratorios hacia los países vecinos. Los aspectos humanos de la crisis son conmovedores. El semanario británico The Economist (16 de abril de 2017) trae un dato sobrecogedor: tres cuartas partes de los venezolanos habían perdido en un año un promedio de 8,7 kilogramos de su peso por persona, como consecuencia de la privación de comida.
La excesiva dependencia del petróleo fue la herencia de Chávez a Maduro. El gobierno de Chávez tuvo la suerte de contar con una extraordinaria bonanza y todo lo que recibió lo despilfarró, pasando el gasto del gobierno de 28% del PIB en 2000 a 40% en 2013. Con ese dinero financió sus programas sociales y los subsidios que apuntalaron su popularidad. Pero no preparó al país para una destorcida de los precios del petróleo, al contrario, arruinó la industria local con una nefasta combinación de hostilidad a los empresarios y de enfermedad holandesa. Pero lo peor fue que también desmanteló a PDVSA.
Cuando el boom de precios del petróleo finalizó en 2014, el nuevo presidente Maduro optó por mantener una tasa de cam- bio sobrevaluada y racionar las importaciones, para no disminuir su popularidad que podía verse afectada por una devaluación. La disminución de las importaciones, en un país que depende tanto de ellas, llevó a que los precios aumentaran, con una oferta que se desvaneció o se desplazó hacia el mercado negro. De otro lado, en una decisión todavía más absurda, el creciente déficit fiscal del gobierno, asociado al desplome de los precios del petróleo, comenzó a financiarse con emisión monetaria apuntalando con esto la espiral inflacionaria.
Ninguna guerra civil o externa está en el origen de este desastre. La culpa es del mal gobierno, primero el de Chávez y ahora el de Maduro, quien ha profundizado la crisis a medida que prolonga una dictadura cada vez más feroz. Son veinte años de gobierno hegemónico. No hay a quién, a estas alturas, echarle las culpas. El modelo es un fracaso sin atenuantes, y ni siquiera con esas reformas hipotéticas podrán salir adelante.
Vano consuelo para los venezolanos ver al heredero de Chávez entonando mea culpa, dándose golpes de pecho encima de las ruinas de un país destruido, cuyo dolor arrastran cientos de miles de venezolanos a lo largo de todo el continente