UN NUEVO RITO
El gran rito público de hoy son los conciertos a cielo abierto. El altar es la tarima. Los sacerdotes son los presentadores. Los santos son los músicos, las bandas. El incienso es el vapor que brota por magia desde un lugar sin lugar. En vez de vitrales policromos para filtrar el sol, hay pantallas que dan pormenor a la fosforescencia del escenario.
No tienen hora de llegada ni de salida. La acción suele comenzar después del mediodía y fenecer sedienta hacia las nueve o diez de la noche. Cada fiel escoge la porción de ceremonia adecuada a su resistencia. Porque en estos descampados no hay sillas y el único recurso para doblar las piernas es el piso, el pasto.
Una suerte de deidad aco- ge a la cofradía, pues el esplendor supera las proporciones de la vida cotidiana. Los ejecutantes, cantores, guitarristas, sopladores de cobres altisonantes, imponen una moda. Se visten con andrajos exquisitos que en días siguientes imitarán sus seguidores. Sus tatuajes hallarán algún lugar en los saturados cueros de los concurrentes.
Entre los instrumentos, el bajo dicta el compás de los pies. Sin dejar de mirar a los ídolos, los cuerpos dan salticos que siguen el batir sugerido también por la batería. Lo que en un principio es meneo, más adelante se transforma en desafuero. Algo como un éxtasis le es dado a la multitud que entra en estado de gracia.
Los asistentes son jóve- nes, si ser joven es asimismo tener cincuenta o más años y mantener en la sangre el fluido inaugural de Woodstock o de Ancón. La gente menuda no necesita perorata introductoria a estos rituales que por celebrarse en el pago se llaman paganos. Acuden movidos por embeleso y apetito.
En el circuito de semejantes asumen su dimensión colectiva. Son cuerpo común, pleamar, se saben compañía y complicidad. Un caldo los atraviesa y los funde con los árboles, la luna semiplena, la penumbra del deseo. Son éter, se repletan de luminarias.
Esa música de la que no pueden distanciarse es una ampolla en cuyo seno asumen otra personalidad. Se cortan de la ramplonería del mundo en que les tocó nacer y defenderse. Los instrumentos no mienten, los cantantes blasfeman igual que ellos, todos concuerdan en que otra vida es acariciable. El concierto no termina, se alarga en los audífonos callejeros. Es el triunfo de Charles Mingus
Esa música de la que no pueden distanciarse es ampolla en cuyo seno asumen otra personalidad.