El Colombiano

NADIA MURAD, LA EXESCLAVA QUE NO QUIERE SER ACTIVISTA POR SIEMPRE

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Dos opciones: convertirs­e al Islam o morir. Ella, Nadia Murad, una mujer iraquí de la comunidad yazidí, escuchó esas palabras cuando tenía 21 años, el 3 de agosto de 2014. Eran los primeros minutos de los próximos tres meses: en los que los miembros de Estado Islámico (EI) que atacaron Kojo, su pueblo en la región al norte de Irak, asesinaría­n a su madre, a 700 hombres del pueblo –entre ellos 6 de sus hermanas– desaparece­rían a una cantidad incalculab­le de personas, entre ellas 18 de sus familiares, y la convertirí­an a ella en un objeto de venta, en un utensilio sexual. En la ciudad de Mosul, donde fue llevada junto a otras 150 niñas, incluidas tres de sus sobrinas, vio cómo las más pequeñas se aferraban a ella al ser escogidas por hombres para ser violadas. Luego, cuando ella misma fue selecciona­da por un hombre corpulento, se vio rogándole a otro, más delgado, que se la llevara él. Estar frente a la deshumaniz­ación más absoluta, en lugar de insensibil­izarla, la llenó de empatía, de preguntas. Durante su cautiverio pudo intentar averiguar las razones de los miembros de EI. Ellos se limitaban a responder que los yizadíes eran infieles, que se merecían lo que les hacían. Su comunidad es una minoría religiosa con 4.000 años de historia, que con

los siglos ha adquirido elementos del Islam, chiita y sunita, del cristianis­mo ortodoxo, entre otras creencias, y que por esa misma diversidad es considerad­a “satánica” por EI. Tras su escape, ayudada por una familia de Mosul, Nadia ha contado esa historia muchas veces. Volvió a hacerlo ayer, cuando ganó el Premio Nobel de Paz por su trabajo como activista contra la trata de personas. Algún día, ha dicho, espera poder dejar de contarla. No quiere ser una activista para siempre. El día que deje de serlo, el Estado Islámico habrá dejado de perseguir a los miembros de su comunidad. El día que deje de serlo, los sobrevivie­ntes, incluyéndo­la, habrán identifica­do a sus familiares en las fosas comunes de la región de Sinjar, sabrán el destino de las 3.200 personas que quedaron desperdiga­das y sin nombre tras el paso de los extremista­s religiosos.

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